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En una entrevista titulada “Los jueces
pueden dictar sentencias machistas y les sale gratis”, Raquel Asensio, abogada e integrante de la
Comisión sobre Género de la Defensoría General de la Nación, expresó algunas
preocupaciones referidas a las relaciones entre derecho y género.
En su entrevista mencionó el
problema del sexismo en las resoluciones judiciales:
“Tenemos un problema estructural en la formación y tenemos otro
problema estructural y es que los jueces pueden dictar sentencias
discriminatorias, machistas, sexistas, pueden revictimizar a las víctimas y no
pasa nada porque no funcionan los mecanismos de control de la judicatura, les
sale gratis, no pasa nada, no hay incentivo para incluir el enfoque de género”.
En este punto, Raquel Asensio tiene absoluta razón. A nadie se
le ocurre hacer responsable a los jueces cuando dictan sentencias
discriminatorias, sea por cuestiones de género, sea por cualquier otra razón.
En verdad, no se suele hacer responsables a
los jueces por nada. En la práctica, los Consejos de la Magistratura toleran
todo tipo de desempeños irregulares por parte de los jueces. Un ejemplo: en el
artículo 18 de nuestra Constitución tenemos previsto el control judicial de la
privación de libertad desde 1953, pero jamás se utiliza. ¿Qué habría pasado si
la Corte Suprema se hubiera tomado en serio su cláusula final?
Las cárceles de la Nación serán sanas y
limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y
toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de
lo que aquélla exija, hará
responsable al juez que la autorice.
La única manera de determinar la
responsabilidad del juez en estos casos exigiría que se evalúe la resolución
que autoriza la medida que provoque el daño que el texto constitucional
prohíbe. En el procedimiento destinado a responsabilizar al juez, el análisis
de la resolución será inevitable, por imperativo constitucional.
Sin embargo, uno de los primeros obstáculos
para responsabilizar a los jueces consiste en el dogma que dice “los jueces no
pueden ser juzgados por el contenido de sus sentencias”. La frase, en sí misma,
es absurda. Como señala Roberto Gargarella,
si no los vamos a juzgar por lo que escriben en sus sentencias, ¿por qué vamos
a juzgarlos?
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Ese dogma construye una barrera de
impunidad para los jueces que, en la práctica, impide todo control de sus
sentencias. En los mismos textos constitucionales y legales, la causal de
“desconocimiento inexcusable del derecho”, por ejemplo, debe acudir
necesariamente al contenido de las sentencias para que se pueda determinar la
responsabilidad del juez. La misma causal genérica de “mal desempeño”, por otra
parte, reduciría sustancialmente su alcance si no se pudiera evaluar el
contenido de las resoluciones judiciales en un proceso de destitución. ¿Cómo
podríamos evaluar el “desempeño” de un juez sin analizar el resultado de su
trabajo? ¿Sobre qué bases mediríamos su trabajo si dejáramos de lado las
resoluciones que dicta?
La única manera de poder juzgarlos por el
contenido de sus sentencias, por un lado, y de no poner en peligro la
independencia judicial, por el otro, consiste en distinguir el control político
que puede hacer un jurado de enjuiciamiento del control recursivo propio de los
tribunales de alzada. Debe haber una diferencia entre el control que hace un
tribunal que resuelve un recurso y la evaluación de un jurado de enjuiciamiento
del contenido de las resoluciones judiciales. Es cierto, también, que puede
haber un límite difuso entre ambos controles. Pero el hecho de que los límites
de ambos controles puedan ser difusos —además de ser un fenómeno habitual en la
interpretación y aplicación del derecho— no puede clausurar las facultades de
los jurados de enjuiciamiento.
No se trata de revisar los desacuerdos en
la interpretación y aplicación del derecho. El contenido de las resoluciones
judiciales sí puede ser objeto de evaluación, en cambio, cuando se trata del
apartamiento a principios fundamentales del ordenamiento jurídico, como, por
ejemplo, el principio de no discriminación, que deriva de los documentos
internacionales que actualmente integran el bloque de constitucionalidad (art.
75, inc. 22, CN).
Debemos recordar que la aplicación de las
normas de derechos humanos debe realizarse “a la luz del principio de no
discriminación, el que, a la vez que un derecho en sí mismo, es una condición
de ejercicio de todos los derechos protegidos” (Mónica Pinto, Temas de
derechos humanos, cap. V). Los jueces, en este sentido, son los garantes
del respeto de los derechos fundamentales y del cumplimiento de las
obligaciones internacionales del Estado. Al ser ésta una de sus principales
funciones, el dictado de resoluciones discriminatorias debe ser considerado
causal de “mal desempeño” y de “desconocimiento inexcusable del derecho”.
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En la práctica, las resoluciones de alto
contenido discriminatorio provocan la destitución o renuncia de los jueces sólo
si se difunden públicamente y si, además, exponen demasiado a quien las ha
redactado. Ése ha sido el caso, por ejemplo, de los jueces Piombo
y Sal Llargués, que finalmente
renunciaron a raíz de la gran difusión pública que
alcanzó una de sus sentencias. El
hecho de que ya hubieran dictado anteriores sentencias sexistas reforzó
el proceso que terminó con sus renuncias.
Las resoluciones de contenido
discriminatorio en razón del género de la víctima aún subsisten en el marco de
nuestra justicia penal porque son prácticas toleradas. Solo generan indignación
pública si adquieren difusión y se trata de casos muy groseros de sexismo.
En el caso de lesiones y homicidios contra
mujeres, se reitera la práctica de garantizar la impunidad, o de tratar los
hechos como no demasiado graves para aplicar algún tipo penal con atenuantes.
En este sentido, Marcela V. Rodríguez
y Silvia Chejter, en su obra Homicidios conyugales y de otras parejas. La
decisión judicial y el sexismo (Buenos Aires, Ed. del Puerto, 2014),
indican el sesgo sexista en las sentencias analizadas en su investigación. Este
sesgo sexista puede encontrarse: a) en la etapa de construcción, determinación
y fijación de los hechos; b) en la apreciación y valoración de la prueba; c) la
selección de las reglas jurídicas aplicables; y d) el alcance y significado de
esas reglas jurídicas. El estudio citado expone claramente el carácter
discriminatorio y el trato desigual que se da a hombres y mujeres, tanto cuando
ellas son las víctimas como cuando son las acusadas.
Para poner solo un ejemplo, veamos cómo se
maneja la “responsabilidad” de la víctima femenina:
En un número significativo de
sentencias se recurre a una estrategia común en los crímenes contra las mujeres
y en particular en los femicidios: se trata de desplazar la responsabilidad,
esto es, desviar la culpa desde el asesino a la víctima: reaccionó ante la agresiva confirmación de que su esposa no
volvería con él (B.M.C.); al humillar
al marido al negarse a tener relaciones sexuales (S.R.E.), o por la creencia del imputado de infidelidades por
parte de su esposa (Ch.R.L.). Esto es, los tribunales desplazan la culpa
sobre las mujeres –que, con su real o supuesta infidelidad, con sus necesidades
de independencia, su deseo de divorciarse o separarse–, han provocado la
reacción del homicidio (op. cit., p. 16).
Si se quiere tener una idea del contenido
de algunas de las 144 sentencias analizadas en la investigación, podemos citar
un párrafo del voto en disidencia que apoyaba la aplicación de “circunstancias
extraordinarias de atenuación”:
“La infidelidad, en sí, la revelación
cuidadosa y comprensiva de esa infidelidad, no constituye circunstancia
extraordinaria de atenuación, pero cuando esa inconducta se transmite al marido engañado de una manera tan
brutal como agresiva, ya no es sólo infidelidad, es un verdadero
ataque, idóneo para generar respuestas como la de T.E. tal como lo han dicho
médicos y psicólogas en el debate. (…) Revelar la infidelidad de la manera
en que se hizo, no guarda mucha diferencia con encontrar a la esposa o
al marido en adulterio: sorpresa, brutalidad, todo un mundo se derrumba súbitamente,
sin dar tiempo a elaborar y aceptarlo (o por lo menos sufrir pasivamente) esta
situación inesperada” (destacado agregado).
La “respuesta” del imputado había sido la de
matar a su cónyuge de 20 puñaladas con un cuchillo tramontina, porque la mujer
le dijo que tenía un amante. En el voto no se mencionó, además, el hecho de que
la mujer ya había expresado su voluntad de separarse con anterioridad. Nótese
el uso para nada inocente del lenguaje. Tener un amante es un “ataque” “brutal”
y “agresivo” de la mujer hacia el hombre. Matar a su mujer de 20 puñaladas es
solo una “respuesta”.
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Las agresiones sexuales contra las mujeres
es otro ámbito donde aparecen resoluciones de alto contenido sexista. La
justicia penal pone de manifiesto su discriminación hacia las mujeres en toda su extensión cuando se trata de agresiones sexuales.
No se trata, solamente, de la desprotección
de las mujeres. También se trata del maltrato y de la revictimización, y del
descreimiento hacia el relato de las víctimas de la violencia sexual.
Hace unos años representé a una sobrina que
había sido agredida sexualmente durante un viaje en subte, con el vagón lleno
de gente. Un muchacho joven había intentado abusar de otra mujer, de unos 30
años, y al ser rechazado firmemente por esa primera víctima, abusó de mi
sobrina, que tendría 19 años y no advirtió el abuso hasta que fue demasiado
tarde.
La jueza de instrucción, en primer lugar,
ordenó el peritaje psicológico de ambas mujeres antes de que prestaran declaración, para que se determine si
eran fabuladoras. Es decir que el punto de partida de la jueza consistió en
determinar, en primer lugar, si les creería a las dos víctimas. Recién después de ese peritaje que
partía de poner en duda el relato de las víctimas, la jueza se tomaría la molestia
de escucharlas. La empleada que llevaba la causa me informó, para mi sorpresa,
que el peritaje previo era práctica habitual cuando se trataba de agresiones
sexuales. No conocemos ningún caso, en cambio, en que se ordene un peritaje de
ese tipo cuando se trata de denuncias de hurto o robo...
Cuando acompañé a declarar a mi
sobrina, la jueza salió un momento de su despacho para explicarnos que se había
ordenado esa medida debido a que en estos delitos siempre había poca prueba —algo que no sucedía en este caso concreto—. La intención de la jueza había sido
darnos un “trato amable”. Mientras hablaba, yo veía la justa indignación en la
cara de mi sobrina. Cuando le tomaron declaración, luego del relato de los
hechos, la empleada le dijo: “¡Ah! Pero no te penetró...”. Al ver la expresión
de mi sobrina, la empleada cambió de tema rápidamente.
Esto es solo un ejemplo, y no muy grave,
pero la discriminación de las resoluciones judiciales en este ámbito es
gravísima y manifiesta. En este sentido, la construcción del bien jurídico como
un bien macrosocial ajeno a la víctima, el análisis de la conducta de la
víctima “provocadora” y la impunidad del victimario son cuestiones corrientes
que surgen de las decisiones de los jueces (ver acá, acá y acá).
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¿Puede ser, entonces, que el dogma de que
“no se puede juzgar a los jueces por sus sentencias” siga tolerando prácticas
que discriminan abiertamente a las mujeres? Si los jueces no son responsables
por las decisiones que toman, ¿por qué pueden ser responsabilizados? Resulta absurdo
que, por ejemplo, se vea como inconducta grave que un juez asista en su tiempo
libre a un casino y, al mismo tiempo, se toleren prácticas como la del voto del
cuchillo tramontina y las 20 puñaladas.
¿Cómo es posible que se tolere, por
ejemplo, que el juez de un superior tribunal de provincia diga algo como esto?
Al referirse al problema de la productividad y el
rendimiento en los juzgados, Goane dijo: "Aquí hay otro problema y van a
decir que soy un fóbico de las mujeres, pero desde que se intensificó el
ingreso de personal femenino (a las dependencias judiciales) se trabaja menos
tiempo, mal que le pese a la doctora Carmen Argibay (vocal de la Corte de la
Nación), que creó una oficina de género que discrimina a los varones". A
continuación atribuyó a las mujeres la "instalación de la cultura del
medio día". Añadió: "Quieren entrar a Tribunales para tener la tarde
libre. ¿Quién les dijo que eso era así? Cuando yo era empleado y funcionario
hacía jornadas de doble turno (...). Llevábamos al día los despachos y
—reitero— todo era a mano. Aplicábamos una técnica realmente artesanal" (ver).
El juez fue denunciado al Consejo de su
provincia, órgano que desestimó rápidamente la denuncia (23/6/2011).
En este caso se trataron de manifestaciones públicas, no de una sentencia. Sin
embargo, sucede lo mismo con sentencias de contenido similar.
Este ejemplo no se trata de discriminación por género,
pero es igual de brutal. Nos referimos al fallo de Bisordi, Catucci y Rodríguez
Basavilbaso que anuló la condena de tres skinheads que habían sido condenados y a quienes se les aplicó la
ley antidiscriminación, por haber golpeado a la víctima al grito de “judío de
mierda”, “mueran los judíos”. Para los tres casadores, tales expresiones no
demostraron la motivación discriminatoria, sino que se trató de un simple
“grito de guerra del grupo” (¿?). Fueron denunciados, pero la denuncia,
finalmente, se rechazó.
Las prácticas de las resoluciones judiciales
discriminatorias no solo tienen consecuencias en el caso en que se dictan. Su
influencia excede el caso, y determina prácticas que consolidan y naturalizan
la violencia contra la mujer. El Estado tiene el deber jurídico de cumplir con
los deberes que le impone, entre otros instrumentos, la Convención sobre la
eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (art. 75, inc.
22, CN).
No es posible, entonces, que aquellas
resoluciones judiciales que de manera grosera y evidente representen actos de
discriminación contra las mujeres no puedan hacer responsables a los jueces que
las dictan. Si queremos tomarnos los derechos de las mujeres en serio, tales
sentencias deben generar responsabilidad.
1 comentario:
Absolutamente cierto. Sólo la observación de que el tema de las sentencias discriminatorias o "sociológicamente retardatarias" excede el tema de la desconsideración de la mujer, como bien se señala. Porque no es menos verdad que el mismo juez -o jueza- de acuerdo a quien sea juzgado o quien sea la víctima, curiosamente, pueden variar el prisma. Hay sentencias machistas cavernícolas para unas y feministas ultramontanos para otras de parte de idéntico(a magistrado/a.
Ni hablar el descuido o negligencia o impunidad que campea en lo que refiere a la evaluación del contenido de la sentencia, de su formato y logicidad, cuanto de sus referencias jurídicas y axiológicas.
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