28 sept 2015

EL ENCARCELAMIENTO PREVENTIVO, ¿ES EXCEPCIONAL?







 

Principio de excepcionalidad



1. La promesa

Cuando los constituyentes aprobaron el texto de la Constitución Nacional de 1853, nos hicieron una promesa: ninguno de nosotros cumpliría una pena sin haber sido juzgado y condenado en un juicio justo hasta que la sentencia adquiriera firmeza. En 1994, los constituyentes ampliaron esa promesa, agregando al juicio previo y justo la revisión integral de la sentencia condenatoria por otro tribunal. Sin embargo, esta promesa se rompe con cada prisión preventiva dictada.

La promesa constitucional jamás ha sido cumplida. En el ámbito de la justicia nacional, tanto el Código de Procedimientos en Materia Criminal que estuvo en vigencia hasta 1992, como el Código Procesal Penal de la Nación que rige desde entonces no solo admitieron un amplio uso del encarcelamiento preventivo sino que, además, lo regularon como regla.

Así, en este contexto normativo, se repite hasta el cansancio que la prisión preventiva no rige como regla. Ello pues debido al principio de excepcionalidad derivado del principio de inocencia, el encarcelamiento cautelar se puede aplicar excepcionalmente. Así lo dispone, por ejemplo, el art. 9.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos: “La prisión preventiva de las personas que hayan de ser juzgadas no debe ser la regla general...”.

Es claro que un principio como éste debe ser bienvenido, pues debería tener un fuerte efecto limitador del uso de la prisión preventiva. Sin embargo, el principio de excepcionalidad pareciera tener mayor efecto tranquilizante de conciencias que efectos reductores del abuso de la prisión cautelar.

2. ¿Aplicación práctica?

La justicia penal pone en evidencia que el principio no opera, pues tanto los textos normativos como las prácticas judiciales aplican el encarcelamiento preventivo como regla. Así, por ejemplo, la subsistencia de presunciones legales de peligro procesal (http://bit.ly/1gNXGbx), la escasa regulación legislativa de medidas cautelares, la ausencia de responsabilidad de fiscales y jueces ante los resultados de las investigaciones, la práctica judicial, la necesidad de castigar en plazos breves con un procedimiento decimonónico, entre otras, son causas de que en casos de media y alta gravedad se suela recurrir al encarcelamiento anticipado de personas inocentes.

En este sentido, los abogados nos equivocamos cuando afirmamos que la “gente no comprende” que se trata de una medida cautelar. Los que no comprendemos, en realidad, somos nosotros. La gente tiene claro que la justicia penal solo puede responder rápidamente con la imposición de castigo a través del encierro anticipado. El procedimiento decimonónico que aún opera en el ámbito nacional no puede funcionar eficazmente en esos casos sin la imposición de prisión (solo) formalmente preventiva.

El legislador, por su parte, no había demostrado voluntad política de modificar este estado de cosas, pues su principal obliga consiste en dar un marco procesal para que esto no suceda. En este punto, el nuevo CPP Nación, por un lado, ha regulado una amplia variedad de medidas cautelares (art. 177) y, por el otro, ha previsto audiencias orales para resolver la discusión de las medidas cautelares (art. 190). Ambas medidas podrían ser promotoras de un cambio que reduzca la práctica de encarcelar preventivamente como se ha hecho siempre. De todos modos, habrá que ver cuándo y cómo se implementa el nuevo código, y cómo respondemos a él los operadores jurídicos.

3. Problemas del principio de excepcionalidad

El principal problema del principio de excepcionalidad es que éste es, por definición, relativo, en el sentido de que lo excepcional es lo que se aparta de la norma general. Pues bien, lo que sucede en la práctica es que se limitan a declamar que se aplica excepcionalmente pero no hay manera de que, en una resolución judicial, se determine cuán excepcional es aquella que ordena la detención cautelar.

Ello pues el principio exige que: a) el encarcelamiento siempre se aplique excepcionalmente; y b) que no haya una medida cautelar menos restrictiva de derechos que pueda neutralizar el peligro procesal. Ninguno de estas exigencias puede ser verificada en la decisión por la cual se ordena la detención. En primer lugar, la decisión no toma en cuenta el contexto general de los privados de libertad. En segundo término, no se realiza ninguna justificación seria respecto de la imposibilidad de que funcionen medidas cautelares menos lesivas de derechos en el caso concreto.

De esta manera, el principio no opera, en la práctica, como mecanismo protector de la libertad y del principio de inocencia. Ello pues, o bien el legislador incumple con su obligación de regular un amplio catálogo de medidas cautelares menos lesivas que el encarcelamiento preventivo, o bien porque tales medidas, a pesar de haber sido legisladas, no son aplicadas por los operadores judiciales. Se suelen aplicar las leyes procesales como si el programa legislativo previera el encarcelamiento preventivo como regla.

En verdad, en nuestro caso, debemos preguntarnos si el único medio "absolutamente indispensable" para evitar la fuga de los imputados es su encarcelamiento o si, por el contrario, existen otras medidas menos restrictivas que puedan obtener análogo fin.

Es claro que lo que favorece la rebeldía es, en verdad, la propia prisión preventiva, o la amenaza de tal medida, pues sin amenaza de prisión anticipada no podríamos pensar siquiera en el peligro de fuga, ya que no existirían motivos para mantenerse fugados de la justicia (en tal sentido, dicho temor sólo existiría una vez que adquiriera firmeza una sentencia de condena, o poco tiempo antes). En otros términos, el único motivo para pensar que alguien puede no presentarse ante la justicia durante el proceso es el temor a ser encarcelado (de modo tal que el riesgo de fuga desaparece cuando se asegura la libertad del imputado durante el proceso).

4. Un  problema conceptual

Hasta aquí hemos visto prácticas de la justicia penal. Más allá de ello, el principio trae un problema intrínseco a él. En efecto, aun si se cumpliera con el programa normativo del principio de excepcionalidad, el cumplimiento en la mayoría de los casos de no aplicar el encarcelamiento no tendría virtualidad para justificar la privación de libertad anticipada en aquellos casos en los cuales “excepcionalmente” se aplicara.

Ello pues el ordenamiento jurídico no establece que sólo a la mayoría de los imputados se le debe respetar el principio de inocencia, sino a todos ellos.

Veamos como ejemplo el caso de Costa Rica. Este país contaba con un 47,40 % de presos sin condena en 1981. En los años siguientes, el porcentaje disminuyó notablemente, alcanzando porcentajes inferiores al 20 % en 1992, 1993 y 1994[1]. Lo llamativo es que estos porcentajes se alcanzaron con un código procesal prácticamente idéntico al CPP Nación aún vigente.

Si bien se ha señalado con preocupación la tendencia, posterior a la de los años citados, al aumento de los porcentajes de presos sin condena, también es cierto que se admite que el “Poder Judicial costarricense ha hecho significativos esfuerzos por reducir el número de personas sometidas a prisión preventiva”. Entre los factores más importantes que han contribuido a la disminución de las tasas de presos sin condena, se señala la “intervención” de la Sala Constitucional sobre la jurisdicción penal, que determinó el cambio de “una gran cantidad de prácticas viciadas que ocurrían alrededor de la detención, poniendo en evidencia los límites constitucionales y legales a la actividad de los policías, de los fiscales del Ministerio Público y de los jueces en relación con la detención de personas”[2].

Es interesante señalar el reconocimiento de los propios jueces penales de la cuota de responsabilidad que les correspondió en el desencadenamiento del proceso protagonizado por la Sala Constitucional:

“Desde luego que esa intervención nos la ganamos los jueces de lo penal, en virtud de los rígidos criterios y las interpretaciones extraídas de los preceptos que regulaban la prisión preventiva y la detención policial, de espaldas a la Constitución Política y las convenciones internacionales sobre Derechos Humanos”[3].

Como muestra el ejemplo, en las mejores condiciones posibles, y con un poder judicial comprometido con la defensa de la libertad, alrededor de un 20 % de las personas detenidas eran presos sin condena. El principio de excepcionalidad no funcionó para ellos, pues fueron sometidos a la medida de coerción más violenta del orden jurídico vigente. Si, como dice el Pacto Internacional:

“… La prisión preventiva de las personas que hayan de ser juzgadas no debe ser la regla general…” (art. 9.3, destacado agregado).

La regla citada es un mandato que tiende a proteger a la mayoría de los imputados, pero no a todos ellos. Así, aun cuando el principio de excepcionalidad se cumpliera, siempre habría un grupo que “excepcionalmente” se hallará privado de su libertad. Piénsese en la diferencia de efectos que el principio produce en relación a detenidos y a imputados en libertad. A algunos les garantiza la libertad; a otros —aunque sean los menos— los coloca en idéntica o peor situación que a los condenados.


¿Cómo conjugar esta injusticia, esta desigualdad de trato? ¿Con qué palabras le explicamos a las personas detenidas que ellas gozan del mismo estado jurídico de inocencia que quienes están en libertad? Sería como decirles:

“No se preocupe, señor. Respetamos su principio de inocencia, pues a pesar de que lo detenemos preventivamente, lo hacemos de modo excepcional...”.

Una decisión así solo serviría para justificar aquellos casos en los que no se aplicara el encarcelamiento preventivo sino una medida cautelar menos restrictiva de derechos. En las mejores condiciones en que se reduzca la tasa de presos sin condena, sin embargo, este principio no justificaría la aplicación “excepcional” de la privación anticipada de libertad.







[1] En 1992 el porcentaje fue del 14,7 %; en 1993, del 14,5 %; y en 1994, del 18,5 % (cf. Editorial, El aumento del número de presos sin condena, en “Ciencias Penales”, Ed. Asociación de Ciencias Penales de Costa Rica, San José, 1995, nº 10, p. 1).
[2] Editorial, El aumento del número de presos sin condena, p. 1
[3] Editorial, El aumento del número de presos sin condena, p. 1





25 sept 2015

EL FIN PROCESAL, ¿JUSTIFICA ALGO?






¿JUSTIFICAN EL ENCARCELAMIENTO PREVENTIVO LOS FINES PROCESALES?


1. La irrelevancia del fin


Según la doctrina más garantista, “la presunción de inocencia no puede significar la prohibición del dictado de la prisión preventiva... La solución sólo puede descansar en la concepción que sostiene que la prisión es prohibida como pena anticipada y que debe diferenciarse entre esta medida coercitiva y la pena privativa de libertad...”[1].

Sin embargo, se reconoce, al mismo tiempo, “que la prisión preventiva y la pena privativa de libertad no se pueden diferenciar sustancialmente en la intensidad de la restricción a la libertad. Entre ambas solamente es posible una distinción que parta de los fines de la privación de libertad en cada una de ellas”[2]. En este sentido, se sostiene:

“La diferencia entre la coerción material y la procesal no se observará por el lado del uso de la fuerza pública, ni centrando la mira en aquello que implica la privación de libertades otorgadas por el orden jurídico, elementos que caracterizan a toda coerción estatal y que, por lo tanto, son comunes a ambas; sólo se puede establecer por el lado de los fines que una y otra persiguen…”[3].

Es necesario señalar que no es cierto que la diferencia entre coerción procesal y material no se pueda establecer por el lado del uso de la fuerza pública, “ni centrando la mira en aquello que implica la privación de libertades otorgadas por el orden jurídico, elementos que caracterizan a toda coerción estatal y que, por lo tanto, son comunes a ambas”. La magnitud de “aquello que implica la privación de libertades” podrían diferenciarse perfectamente estableciendo un régimen mucho menos restrictivo de derechos para la coerción procesal que el de la coerción sustantiva. Tampoco es cierto que la magnitud de la restricción de libertades “caracterizan a toda coerción estatal”, pues el Estado cuenta con facultades jurídicas para imponer medidas de coerción de diverso contenido, finalidad y alcance de la restricción de derechos.

Así, la doctrina justifica que el Estado imponga una restricción de la libertad a una persona inocente que en nada se diferencia de una pena. Según esta misma doctrina, tal restricción es legítima por el fin que el Estado cumple con la privación de libertad. Así, se sostiene en la doctrina más restrictiva del encarcelamiento preventivo:

“… la detención judicial… [s]e asemeja en su apariencia externa a la pena privativa de la libertad, consistiendo ésta… en el encarcelamiento en un lugar cerrado, pero no tiene la finalidad de constituir un mal al afectado, que pudiera merecer en razón de su hecho, sino de prevenir el entorpecimiento de la realización del proceso y, consiguientemente, de causar las afectaciones imprescindibles a su finalidad preventiva”[4].

Veamos, entonces, qué tenemos. Por un lado, tenemos un individuo jurídicamente inocente, al cual, se supone, el Estado no puede someter a medidas coercitivas de carácter represivo. Por el otro, tenemos órganos estatales que necesitan atentar contra la libertad de esta persona inocente, con la finalidad de aplicar una medida materialmente represiva. Olvidémonos por un momento del eufemismo del fin cautelar. En lo que todos están de acuerdo es que la restricción de derecho a la libertad que sufre un inocente y un culpable son sustancialmente idénticas.

Frente a esta coyuntura, se admite que si la finalidad del órgano estatal es procesal, esto es, la finalidad de garantizar la realización del derecho penal, éste puede aplicar sobre el inocente una medida de carácter materialmente represiva.

Si, como se reconoce expresamente, no hay diferencia sustancial entre la pena y el encarcelamiento preventivo, la única circunstancia que distingue a este último de la sanción represiva consiste en su fin pretendidamente cautelar.

Sin embargo, la garantía que protege al inocente debe analizarse, para determinar si ha sido respetada o no, desde el punto de vista del individuo cuya libertad protege. Desde este enfoque, debe reconocerse que se impone al inocente la misma medida que al condenado. Difícilmente se pueda afirmar que la restricción de la libertad del inocente varíe en algo, para él, por el pretendido fin que, desde el punto de vista del Estado, se le atribuya a la detención. También hay un problema con el fin atribuido, no sólo porque pocas veces, en la realidad, la prisión preventiva se aplica con fines procesales sino porque, además, no sabemos en la voluntad de quién debemos hurgar para determinar cuál es la finalidad real de la detención.

En este sentido, Andrés Ibañez señala:

“Se ha podido comprobar en el caso de Carrara, paradigmático por su sinceridad. Y es también advertible en un autor, Hélie, de obligada referencia cuando se trata de discurrir sobre la naturaleza y razón de ser de la prisión provisional. Es sintomático que el autor se encuentre en el deber de iniciar su discurso con la afirmación de que ‘la privación preventiva de libertad (détention préalable) de los inculpados no es una pena, puesto que ninguna pena puede existir donde no hay culpable declarado tal en juicio, donde no hay condena’. Después, señalará que aquélla, ‘si se la descompone en sus diferentes elementos, es a la vez una medida de seguridad, una garantía de la ejecución de la pena y un medio de instrucción [nota omitida].

En la expresión de Hélie, la prisión provisional no es (realmente) una pena sólo porque (jurídicamente) no debe serlo, habida cuenta, sobre todo, del momento en que opera. Lo que equivale a aceptar la evidencia de que entre una y otra se da una clara comunidad de naturaleza, que se hace patente tanto en la identidad de los bienes personales afectados en cada caso como por el modo en que se produce esa afectación. Así la única diferenciación posible entre ambos institutos habrá que buscarla en un dato externo: su función formal-procesal [nota omitida]. Y es precisamente ésta la dirección en la que se han proyectado los esfuerzos dirigidos a proponer criterios de discernimiento convicentes entre ambas instituciones”[5].

El principio de inocencia no existe para prohibir al Estado imponer al inocente medidas sustancialmente represivas con fines también represivos, sino para prohibir al Estado imponer al inocente toda medida sustancialmente represiva, independientemente de los fines atribuidos a tal medida.

El derecho a ser tratado como inocente requiere un trato material ajeno al fin del Estado; es un derecho del imputado que genera obligaciones de no hacer para la autoridad pública. La pretendida finalidad que la autoridad le atribuya a un hacer que tiene prohibido no justifica su acción.

2. Jerarquía axiológica del fin procesal


Retomemos por un instante los criterios de interpretación que deben guiar la privación de libertad de personas inocentes. Para que el fin atribuido a la medida que anula por completo el derecho protegido —la libertad ambulatoria— pueda justificar la magnitud de esa restricción, ese fin debe ser, necesariamente, axiológicamente superior a la libertad conculcada.

Si fuera de idéntico valor, por ejemplo, no podría justificar la anulación íntegra del derecho a la libertad del imputado, pues se debería adoptar una solución de compromiso que permitiera equilibrar la tensión entre la restricción y el ejercicio del derecho.

Sin embargo, el principio de inocencia significa, precisamente, que se ha reconocido mucho mayor valor a la libertad individual que a la necesidad de garantizar el normal desarrollo del proceso penal. Y este mayor valor adquiere máxima trascendencia, especialmente, cuando peligran los fines procesales, pues en los demás casos no existe necesidad de restringir la libertad. Si no fuera así, la garantía no tendría sentido limitador alguno.

Dado que los fines procesales, por decisión expresa del principio de inocencia, revisten menor jerarquía que la libertad ambulatoria del inocente, sólo pueden permitir, en todo caso, restricciones mínimas a la libertad del imputado, que jamás pueden asemejarse, por su intensidad o duración, a la pena misma. Esto es lo que sucede, precisamente, con la prisión preventiva, y es exactamente lo que el principio de inocencia prohíbe.

Varios autores ya se han pronunciado sobre la inconstitucionalidad del encarcelamiento preventivo. Ferrajoli, por ejemplo, ha puesto la cuestión de la ilegitimidad del fin supuestamente procesal en sus justos términos:

“La debilidad de esta posición de compromiso, que ha demostrado ser incapaz de contener el desarrollo patológico de la privación de libertad sin juicio, radica en su incoherencia con la proclamada presunción de inocencia, enmascarada bajo el patético sofisma de la naturaleza no penal del instituto, y es la misma debilidad que ya había aquejado a la posición de los ilustrados. Los principios ético-políticos, como los de la lógica, no admiten contradicciones, so pena de inconsistencia: pueden romperse, pero no plegarse a placer; y una vez admitido que un ciudadano presunto inocente puede ser encarcelado por «necesidades procesales», ningún juego de palabras puede impedir que lo sea también por «necesidades penales»[6].

Pero este autor no ha sido el único:

“1) La primera cuestión ha sido objeto de análisis desde antiguo y ha sido reflotada hoy por diversos autores. Se expiden en favor de la inconstitucionalidad de la prisión anterior a la sentencia firme de condena, entre otros, José GARCÍA VIZCAÍNO, Libertad bajo fianza, en El Derecho, Bs. As., T. 92, 1981; Gabriel E. PEREZ BARBERÁ, Prisión preventiva y excarcelación, en La Ley, Córdoba, diciembre de 1992; Graciela LEDESMA, Presos sin condena: inocentes condenados, en Ponencias, VIII Congreso Nacional de Derecho Penal y Criminología, Universidad Nacional de La Plata, 1996;  Eugenio Raúl ZAFFARONI, Alejandro SLOKAR y Alejandro ALAGIA, Derecho Penal, Parte General, EDIAR, Bs. As., 2000; Matilde M BRUERA, Cárcel, en Universitas Iuris, Publicación de Alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina, año 2, nº 10, 1996, ps. 3 y ss.; pareciera ser ésta, también, entre los trabajos argentinos, la posición de Fabián I. BALCARCE, Presunción de inocencia -Crítica a la posición vigente-, Lerner, Córdoba, 1996; Luigui FERRAJOLI, Derecho y Razón -teoría del garantismo penal-, Trotta, Madrid, 1989. Esta es también la tesis que tuve al ocasión de defender en mi artículo La prisión de presuntos inocentes, en Revista de la Facultad de Derecho y C. S. de la Universidad Nacional del Comahue, nº 1, año 1993 y Deslegitimación constitucional de la prisión durante el proceso, en revista Universitas Iuris, Universidad Nacional de Rosario, año 3, n° 14, julio de 1997” (Resolución de la Cámara de Apelaciones de Neuquén, del 1 de noviembre de 2001, voto de Gustavo Vitale).

En segundo término, la justificación de la privación de libertad del inocente invocando la necesidad de neutralizar los peligros procesales carece de sustento lógico. Veamos. El principio de inocencia prohíbe aplicar una medida represiva a toda persona a quien se le atribuya la comisión de un hecho punible pero no se haya demostrado en juicio tal imputación. Ello implica que para aplicar una sanción represiva por un hecho delictivo ya cometido debo demostrar la responsabilidad del autor en un juicio. En síntesis, sin juicio previo no puede haber pena.


No se puede justificar, entonces, que como no puedo aplicar una pena sin realizar un juicio, puedo anticiparla con el supuesto fundamento de que ocurrirá un hecho futuro que no es punible y que podría dificultar la realización del juicio. Además, no podemos dejar de lado que la ocurrencia de un hecho futuro es indemostrable. Así, como no se puede aplicar una pena sin un juicio, la aplico anticipadamente por si acaso no pudiera realizar tal juicio. Esto no es una justificación, es un absurdo.

3. Conclusiones


En síntesis, la muletilla de los fines procesales no distingue lo que en el mundo es igual: el encarcelamiento preventivo, como la pena, son medidas represivas. El fin que se le asigne no puede justificar su pretendida legitimidad.

Así, por ejemplo, no se podría justificar que se trate a una persona como esclava para evitar una sedición, o para realizar el bien común. La Constitución Nacional prohíbe que se atribuya a cualquier persona la calidad de esclava, y la bondad de nuestros fines no puede justificar una medida semejante. Del mismo modo, la Constitución prohíbe aplicar medidas represivas a los jurídicamente inocentes, y tales medidas no pueden ser justificadas, si son represivas, por sus pretendidos fines procesales.

El principio de inocencia no existe para obligar al Estado a moverse con determinados fines, sino para impedir que éste aplique medidas represivas a los inocentes.

En segundo término, la existencia del peligro procesal que supuestamente legitimaría la imposición de la privación de libertad anticipada descansa sobre presupuestos fácticos de prueba imposible. En efecto, para afirmar la existencia de un peligro procesal hay que considerar probadas circunstancias que indiquen la eventual ocurrencia de hechos y conductas que tendrán lugar en el futuro.

Como se ha demostrado en numerosas investigaciones empíricas criminológicas, los estudios sobre condenados permiten cuestionar gravemente las predicciones sobre comportamientos humanos futuros, lo que agrava el problema de la legitimidad del encierro carcelario respecto de las personas efectivamente condenadas a una pena privativa de libertad.

Con cuánta más razón tales métodos deben ser criticados si los aplicamos a personas inocentes, respecto de quienes aún ni siquiera se ha comprobado si han cometido un comportamiento delictivo, y respecto de quienes resulta imposible predecir un comportamiento que pueda ser considerado como “peligro procesal”.

El principal problema que enfrentan las predicciones sobre comportamiento futuro es que no son pasibles de ser demostradas ni refutadas, razón por la cual su legitimidad es dudosa en todos los casos.

Por último, cuando se aplica sobre la base —aun inconsciente— de criterios sustantivos, como ha señalado el justice Marshall, de la Corte Suprema de los EE.UU., “las sanciones de encarcelamiento preventivo no son impuestas a todas las personas que se considera peligrosas, sólo a aquellas que están sometidas a persecución penal. Así, es la presencia de la culpabilidad que surge desde la imputación aún no demostrada la que actúa como disparadora de la detención”[7]. Se debe tener en cuenta, por lo demás, que la detención preventiva, en los EE.UU., se aplica con fines penales sustantivos a los que eufemísticamente, se los llama “regulatorios”[8]. Así, en el caso “Salerno”, la Corte tuvo que decidir si la detención previa al juicio de los imputados violaba el debido proceso sustantivo y la cláusula que prohíbe la caución excesiva de la Enmienda VIII de la Constitución federal. El voto de la mayoría analizó si la detención previa al juicio violaba el debido proceso sustantivo, y se preguntó si se trataba de una “sanción inaceptable previa al juicio”[9] —con lo cual parece aceptarse que hay “sanciones aceptables previas al juicio”—.






[1] Llobet Rodríguez, La prisión preventiva, p. 171 (destacado agregado).
[2] Llobet Rodríguez, La prisión preventiva, p. 175 (destacado agregado).
[3] Maier, Derecho procesal penal, t. I, p. 514.
[4] San Martín Castro, Derecho procesal penal, t. II, p. 818.
[5] Andrés Ibáñez, ¿Neutralidad o pluralismo en la aplicación del derecho? Interpretación judicial e insuficiencia del formalismo, ps. 10 y siguiente.
[6] Ferrajoli, Derecho y razón, p. 555 (destacado agregado).
[7] Pernell, The Reign of the Queen of Hearts: The Declining Significance of the Presumption of Innocence. A Brief Commentary, nota 55 y texto que la acompaña.
[8] Ver la opinión de Rehnquist en US v. Salerno, 481 US 739, 746-747 (1987).
[9] Pernell, The Reign of the Queen of Hearts: The Declining Significance of the Presumption of Innocence. A Brief Commentary, notas 47-50 y texto que las acompaña.