La huida frente a las penas
Por Carlos Santiago Nino
Un artículo sumamente interesante publicado recientemente por Edgardo Donna 1 , en el que objeta algunas de las conclusiones de la llamada criminología crítica, me llevó a leer el libro de Eugenio Zaffaroni “En busca de las penas perdidas” 2 . A pesar de que disiento con la metodología y con muchas de las tesis de este libro, creo que la seriedad y el prestigio de su autor, como así también el carácter provocativo de las posiciones que defiende, merecen un debate teórico (cosa que no es fácil de motivar en el ámbito penal de nuestro país, como lo experimenté con mis propios trabajos en ese campo).
El profesor Zaffaroni expone la posición que llama “realismo jurídico-penal marginal”, que parte de la deslegitimación del sistema penal vigente, sobre todo en los países subdesarrollados (que pertenecen a lo que él llama “margen”). La causa fundamental de la deslegitimación de tales sistemas estaría dada por el hecho de que ellos irremisiblemente provocan más violencia que la que previenen, principalmente a través de los abusos represivos, prisiones preventivas que se convierten en penas, accidentes de tránsito y abortos que el sistema no impide, etcétera. Frente a ello el abolicionismo se presentaría como una alternativa atractiva; sin embargo ella resulta utópica dada la realidad actual de los países marginales. Según Zaffaroni más razonable sería optar por un principio de reacción penal mínima, que trate de minimizar a la violencia generada por el mismo sistema penal.
La posición de Eugenio Zaffaroni depende en mi opinión, de premisas que corresponden a estas categorías: (I) una descripción del funcionamiento del sistema penal; (II) una valoración de los resultados de la descripción anterior de acuerdo a ciertos principios de moralidad social; (III) una explicación de por qué la valoración moral anterior no es generalmente reconocida; (IV) una postulación de cuál sería la situación óptima en la que se materializaría la valoración referida en II.-, superada la falta de reconocimiento que se menciona en III.-; (V) una postulación de una situación ideal “segunda mejor” si la situación óptima mencionada en IV.- no es materializable; (VI) una prescripción de medios para alcanzar el estado de cosas referido en V.- como segundo mejor. Veamos sucesivamente estos pasos.
I. La descripción del sistema penal
La descripción del funcionamiento del sistema penal que hace el profesor Zaffaroni contiene algunos aspectos obviamente correctos, y en verdad constituye una notable mérito del autor de enfatizar esos aspectos que son generalmente ignorados por la mayoría de jueces y juristas.
La violencia que genera el estado en algunos países como el nuestro a través de abusos de sus fuerzas de seguridad —muertes y lesiones en situaciones no claramente justificadas, apremios ilegales, detenciones arbitrarias, regímenes de arresto indignos, intimidaciones, etcétera— debe ser motivo de preocupación profunda para toda persona honestamente comprometida con la preservación de los derechos humanos. Lo mismo ocurre con aspectos aberrantes de nuestro procedimiento penal, como las prisiones preventivas que se convierten en verdaderas penas a presuntos inocentes, gracias a procedimientos de excarcelación extremadamente rígidos, un proceso judicial atrabiliario en cuanto a su lentitud, burocratismo y opacidad, y un régimen de detención que pervierte gravemente los fines aseguradores de la prisión preventiva de los procesados. La calamitosa deficiencia de nuestros procedimientos penales —sobre todo en el orden nacional— generan considerable grado de riesgo de que las sanciones dispuestas como consecuencia de él recaigan sobre individuos inocentes. Esto se agrava por la inexistencia de un servicio realmente eficaz de defensa jurídica gratuita, lo que coloca en situaciones de gran vulnerabilidad a los individuos de pocos recursos. El procedimiento penal incluye un factor de considerable arbitrariedad al no permitir una política de persecución penal selectiva racionalmente justificada, a través del ejercicio del principio de oportunidad, y promoviendo que haya, en consecuencia, una selección de hecho, encubierta y , por lo tanto, discrecional. Esta discrecionalidad, como otras permitidas por un procedimiento penal formalista y sigiloso da lugar a sospechas y corrupción y parcialidad en el funcionamiento de la justicia penal. La legislación penal de fondo es también sumamente objetable en cuanto contiene normas que responden a una concepción perfeccionista —como las que reprimen el mero consumo de drogas o el adulterio— o incluyen penas absolutamente draconianas en relación a las necesidades de prevención. Por último, la situación carcelaria es verdaderamente dramática: dado el hacinamiento y otras carencias materiales, malos tratos, discriminaciones, corrupción sexual, abusos de drogas, etcétera, es obvio que las cárceles de Argentina, y de muchos otros países de la región se han convertido en un factor de gran poder criminógeno.
Pero esta descripción sucinta de las aberraciones más obvias de nuestro sistema penal es gravemente insuficiente si no se la coloca en un contexto socio-económico. No hay que recurrir a sofisticadas hipótesis de índole sociológica o psicosociológica para advertir que la abismal desigualdad de ingresos, y por lo tanto de oportunidades de educación, de trabajo satisfactorio, de condiciones de vida dignas, que caracteriza a nuestros países, y que sin duda se han agravado en los últimos tiempos, hace que los sectores más pobres sean más proclives a la comisión de una variedad de delitos, los expone con más probabilidad a ser también objeto de sospechas por delitos no cometidos, los hace más vulnerables frente a la actuación arbitraria de las fuerzas de seguridad y más indefensos frente al funcionamiento del sistema penal —que es indudablemente más severo e inflexible con los delitos generalmente cometidos por ese sector social—, los convierte en las peores víctimas del régimen carcelario, etcétera. Si bien sería importante contar con datos estadísticos para corroborar esta vulnerabilidad de los sectores menos favorecidos socialmente al sistema penal, hay evidencias de sentido común de que ello es así (hasta observar en los pasillos de los tribunales penales la fisonomía de quienes son llevados esposados: la mayoría son hombres jóvenes, de tez y cabellos oscuros y pobremente vestidos).
En cambio, no parece tan claro por qué el profesor Zaffaroni incluye las muertes provocadas por accidente de tránsito (pág. 127) y a los abortos (pág. 128) entre la violencia generada por el sistema penal. Es obvio que estos no son daños que el sistema penal produce positivamente. Se podría decir que los produce por omisión, ya que no es suficientemente eficaz para impedirlos. Pero si Zaffaroni suscribiera esta tesis –como yo lo hago en el caso de los accidentes de tránsito, aunque no del aborto— él contradiría su presupuesto, que enseguida veremos, de que el sistema penal carece en forma inherente e insuperable de toda eficacia preventiva. En lo que hace al aborto es sorprendente que el Profesor Zaffaroni tome partido sin fundamentarlo aquí sobre una cuestión tan controvertible y compleja: muchos no aceptarán que los abortos son males generados por el sistema penal, ya que asumen que los abortos no constituyen en sí mismos daños para ninguna persona moral. Yo mismo pienso que sólo en los casos en que el feto tiene un desarrollo considerable el aborto es una mal, pero aun así no siempre la madre tiene la obligación moral de abstenerse de producirlo, y aun cuando tenga tal obligación dificilmente pueda justificarse que el sistema penal procure hacerla 3 .
Dejando de lado este aspecto poco claro de la descripción de Zaffaroni, creo que ella es, en general, correcta, aunque no esté apoyada en datos empíricos o encuentre verificables. Me parece que no se puede exigir siempre corroboraciones minusionas cuando se trata de hechos notorios, que sin embargo son ignorados, que hasta la referencia a ellos considerada de mal tono, en la mayoría de los desarrollos teóricos para los que tales hechos son relevantes. En cambio me parece menos útiles el recursos que hace el texto comentado a metáforas excesivas o al significado motivo de ciertas expresiones, como cuando llama “jaulas” a las prisiones (pág. 139), “secuestros” a las penas privativas de la libertad (pág. 26), “prisioneros de la política” a los condenados a penas privativas de la libertad por la comisión de delitos (pág. 239), o hablar de que “es meridianamente claro que quien quiere hacerse el tonto es porque busca como ubicarse en los cien millones de procónsules o esbirros de los proyectos tecno-apocalípticos” (pág. 126). Toda analogía tiene una ventaja en términos de asociación de ideas y el empleo de lenguaje emotivo permite propagar los sentimientos 4 , pero el exceso de expresiones pictóricas y emotivas reciente la posibilidad de hacer distinciones y precisiones; ello termina debilitando el poder explicatorio y predictivo del discurso teórico riguroso, de los que en América Latina no podemos prescindir so pena de profundizar nuestra situación vulnerable.
Sin embargo, el problema principal que advierto respecto de este tramo del razonamiento del profesor Zaffaroni es que, cuando los males anteriores generado por nuestro sistema penal lo llevan a la conclusión a que este es irredimible, se está suponiendo, primero, que tales males no pueden ser de ningún modo evitados o atenuados, y que, segundo, el sistema no tiene una capacidad para prevenir estos males, de modo que, si los anteriores se atenuaran, esa capacidad podría legitimar al sistema. Este es un punto crucial porque no puede proponerse como punto ideal la abolición del sistema penal y como solución intermedia realista su minimización si no se hace un examen minucioso y aquí sí apoyado por amplias pruebas empíricas sobre la imposibilidad de sanear tal sistema y sobre su eficacia preventiva.
Ese examen y las corroboraciones correspondientes son necesarios porque en este caso la impreciosiones de sentido comun parecen ir en dirección contraria a lo que el autor asume: creo que muchos de nosotros percibimos que la amenza de pena es efectiva en muchos casos para prevenir la comisión de actos dañosos (sin ir más lejos, pensemos, por ejemplo, como se han limpiado últimamente las calles de Buenos Aires de autos mal estacionados ante la amenazada combinada de la grua y el “cepo”). Me parece que muchos de nosotros no estaríamos muy tranquilos si se indultaran, por ejemplo, a todos quienes cometieran homicidios, tormentos, secuestros, atentados, violaciones, y se anunciara que en el futuro no se aplicará por esos hechos ninguna medida coercitiva y se permitirá que sus autores sigan desarrollando su vida normal. Por cierto que puede discutirse qué clase de actos las penas pueden y deben prevenir, pero parece no caber duda que algunos actos debenm y pueden ser disuadidos mediante algún tipo de penas para actos similares. Por ejemplo, no creo que el profesor Zaffaroni se oponga a que los responsables del terrorismo de estado durante la última dictadura militar haya sido objeto de sanciones penales. Dado que coincidimos en los argumentos en contra del retributivismo, supongo que si el autor avalara esa punición lo haría porque supone que ella tiene algún poder preventivo de situaciones similares que podrían producirse en el futuro. Una vez que admite la eficacia del sistema penal para prevenir ciertos daños, debe extenderse la misma conclusión a caso similares. Y una vez que se acepta que hay algunos efectos socialmente beneficiosos de la existencia de un sistema penal, debe demostrarse que esos efectos beneficiosos no permiten legitimar al sistema si es que sus consecuencias deletéreas fueran contenidas o atenuadas.
En especial, pareciera que habría que recurrir al sistema penal para prevenir muchos de los daños que Zaffaroni adscribe correctamente al mismo sistema penal: no se cómo podrían ser prevenidos los abusos policiales, los malos tratos en lugares de detención, la corrupción judicial y por su puesto, los accidentes de tránsito (a lo que Zaffaroni agregaría los abortos) sin algún recurso a medidas coactivas.
Por cierto que esto de ningún modo excluye la posibilidad de que las actuales penas, sobre todo las privadas de la libertad, puedan reemplazarse por otras, con igual o aun mayor eficacia preventiva y con menos efectos deletéreos, y que aun medidas no estrictamente punitivas, aunque probablemente con algún componente coercitivo, pueden sustituir a las sanciones penales. Todo ello debe ser objeto de un examen minucioso, con casos comparados, datos estadísticos, hipótesis sociológicas y sicológicas en mano, para poder extraer conclusiones pertinentes. El movimiento llamado “abolicionista” ha hecho aportes sumamente valiosos al dirigir la reflexión crítica hacia esas posibilidades, aunque a veces su lenguaje parece ir más allá del contenido reformador de sus propuestas concretas 5 .
En suma, el profesor Zaffaroni tiene razón cuando señala los gravísimos males que surgen del sistema penal vigente. Sin embargo, para llegar a las conclusiones normativas a las que llega —la abolición como ideal y la minimización como meta inmediata realizable del sistema penal— necesitaría además demostrar que los males del sistema penal no pueden ser evitados o contenidos y que ese sistema no produce ningún efecto beneficioso que deba ser tomado en cuenta antes que de llegar a conclusiones normativas y adoptar cursos de acción. Sin esa demostración la propuesta que se nos hace es la de dar un salto al vacío, y ella simplemente resulta inocua por el hecho de que no hay muchos que estén dispuestos a darlo.
II. Presupuestos valorativos
También me parece prima facie plausibles las posiciones que adopta el profesor Zaffaroni en materia de principios de moralidad social justificatorios de instituciones y acciones.
Comparto su sensibilidad por la desigualdad y la explotación y coincido con su visión crítica de los arreglos sociales, que exige que ellos sean justificables a la luz de algo más que las meras convenciones o tradiciones de una cierta comunidad.
Sin embargo, hecho de menos en las obras que estoy comentando una articulación mayor de los principios de justicia que el autor asume y lo lleva a tomar las posiciones críticas que adopta. ¿Qué concepción de la igualdad presupone? ¿Una que esté más cerca de la idea de no explotación u otra cercana a la de parificación? ¿Cuál es la concepción de los intereses relevantes y de los titulares de tales intereses? En especial ¿cuál es la posición del autor respecto de la postulación de personas morales supraindividuales, como el proletariado, la sociedad, el pueblo, y de la adcripción de intereses a esas supuestas personas en contraste con los de los individuos de carne y hueso? En el tema específico de la pena ¿cree el profesor Zaffaroni que si ella tuviera una capacidad preventiva y se pudieran eliminar o atenuar sus efectos deletéreos estaría justificada, o que bajo ninguna circunstancia ella es legítima? Si la respuesta a la pregunta anterior fuera positiva ¿cómo resolvería este autor el problema de la distribución, o sea el hecho de que los individuos a lo que la pena beneficiaria son diferentes de los que se ven perjudicados por ella, sin que se pueda acudir —en esto coincidimos— a la retribución para justificarlo? Además de descalificar a mi posición como enseguida veremos, como “neocontractualista”, ¿cuáles son exactamente sus argumentos de fondo, más allá del que inmediatamente analizaremos, para no considerar relevante el consentimiento de los sujetos penados?
Cuando se hacen explícitos principios uno está obligado a aplicarlos coherentemente a situaciones que tal vez quisiera tratar intuitivamente en forma diferente. Vuelvo aquí a casos respecto de los que intuyo que coincidiríamos con el profesor Zaffaroni sobre la justicia y conveniencia de algunas penas —el terrorismo de estado (yo agregaría también el otro terrorismo), las torturas, los actos de corrupción de los funcionarios públicos, las grandes defraudaciones, las violaciones, los delitos de los que son víctimas la gente más desvalida (a veces por obra de otra gente desvalida), las muertes y lesiones provocadas por imprudencia en el tránsito—, y me pregunto cómo distinguimos estos casos de otros que son análogos salvo por provocar reacciones emotivas diferentes, que no pueden ser fácilmente tenidas en cuenta en un sistema penal que respete los principios de legalidad y generalidad.
A veces la obra que comento descalifica diferentes concepciones de moralidad social con poco más que un encasillamiento bajo algún rótulo terminado en “ista”. Por ejemplo, la posición de H.L.A. Hart sobre la pena y la que yo trato de exponer en Los límites de la responsabilidad penal 6 son descalificados como “neocontractualistas” (pág. 85). No veo por qué la tesis de Hart de justificar la pena sobre la base de una maximización de la libertad de elección debería ser considerada como contractualista (con o sin el “neo”): no siempre que valore la libertad de elección (como creo que lo hace el mismo Zaffaroni y por eso le preocupa qué poco gozan de ellas ciertos sectores sociales) es automáticamente contractualista. Yo podría ser un mejor candidato para este rótulo, ya que intento justificar la pena que sea un medio eficaz de protección social sobre la base del consentimiento de la persona sobre quien recae la pena (lo que implica tomar en cuenta una dimensión distributiva totalmente ausente en el enfoque de Hart); sin embargo, yo no me aplicaría a mí ese mismo rótulo poeque no fundamento la validez de los principios justificadores de la pena o de otras instituciones sociales sobre la base del consentimiento real o hipotético de los individuos concernidos, que es lo que distingue a una posición contractualista (como la de Rawls en la actualidad).
Contractualista o no, lo cierto es que me cabe el sayo de la crítica que Zaffaroni atribuye a Marat de que una sociedad injusta la pena retributiva queda deslegitimada (pág. 86 y nota 14). Como yo no defiendo una pena retributiva, traduciría la crítica de esta forma: si no hay una relativa igualdad en las posibilidades de elección el los individuos, no se puede otorgar validez a su consentimiento y asumir una cierta responsabilidad penal, con el objeto de justificar que se le imponga a él una pena socialmente útil. He tratado largamente en mis libros: Etica y Derechos Humanos 7 cuando defendía en contra del determinismo normativo el principio de dignidad de la persona, que permite tomar en cuenta las decisiones y actos voluntarios de los individuos como antecedentes válidos de consecuencias normativas, tales como obligaciones o penas. Sostuve, en efecto, que las excusas o vicios de la voluntad no suponen meramente que la voluntad de un individuo esté determinada por algún factor causal (ya que siempre lo está) sino por algún factor causal que afecte desigualmente a ciertos individuos y no a otros. Creo, por lo tanto, que si la decisión de un individuo de cometer un delito está determinada por graves apremios que no sufren otros individuos de la sociedad, no es posible acudir a su consentimiento para justificar la imposición de una pena, aunque esta sea socialmente útil. Pero aquí se necesita cautela, porque lo mismo se aplicaría al consentimiento del individuo prestado para celebrar un contrato o para contraer matrimonio o para participar de la elección de autoridades. El desconocimiento de la capacidad para decidir y tomar decisiones de ciertos individuos, que debe extenderse coherentemente a los distintos ámbitos donde él, pueda ser relevante, conduce a considerar el individuo en cuestión como un objeto de manipulación con fines benéficos, en todo caso, y no como una fuente de decisiones autónomas. La defensa de ámbitos estructurales en la sociedad que lleven a una distribución más equitativa de recursos, neutralizando así el impacto desigual que ciertos factores causales tienen sobre determinados individuos, no debe llevar, por lo tanto, a la descalificación automática de los actos de voluntad ejercidos en las condiciones sociales presentes; sólo en casos extremos de apremios debidos a una incidencia sumamente desigual de factores causales es plausible descalificar a individuos como generadores de decisiones vinculantes.
Otro aspecto valorativo que queda oscuro en la exposición de la obra que comento es la de la legitimidad del proceso democrático. Al fin y al cabo, los sistemas penales en la mayor parte de los países de “nuestro margen” están avalados por decisiones tomadas a través de procesos democráticos, por más que sean procesos que aún son considerablemente imperfectos. La “deslegitimación” del sistema penal parece presuponer la falta de legitimidad del proceso que ha generado las respectivas normas penales y la designación de los jueces y funcionarios encargados de aplicarlas. Si se presupusiera, en cambio, que ese proceso es moralmente legítimo, ello daría una razón para una aplicación leal de las normas en cuestión, tratando obviamente de minimizar sus violaciones, por más que se propusieran cambios normativos radicales a través del mismo proceso democrático. No está claro si el profesor Zaffaroni cree que las imperfecciones del sistema democrático sobrepasan el umbral antes del cual se puede sostener que éste es más legítimo que cualquier otro procedimiento alternativo de decisión, por lo que el perfeccionamiento del sistema debe hacerse a través del mismo sistema. Por cierto que esto es aplicable no sólo a posible movimientos de intervención o agitación extraconstitucional, sino la misma actividad judicial, ya que el origen no directamente democrático de los jueces no los convierte en los canales más aptos para producir cambios en contra de lo dispuesto por las leyes de origen democrático, si este origen conserva las condiciones mismas que le dan legitimidad.
III. Velos conceptuales
Respecto del punto de los esquemas teóricos que impiden el reconocimiento de la situación fáctica y de los problemas valorativos mencionados en los dos puntos anteriores aquí también Zaffaroni tiene cosas interesantes para decir.
En este punto advierto un acercamiento a posiciones críticas sobre la dogmática jurídica que he intentado promover desde hace tiempo 8 . En efecto, siempre he sostenido que el ocultamiento que hace la dogmática de tomas de decisiones valorativas bajo el ropaje de técnicas aparentemente neutras, como el análisis conceptual, la apelación al legislador racional, la inducción jurídica, las teorías generales del derecho, etc., impiden la deliberación crítica y el control democrático de las decisiones que se toman bajo la guía de la dogmática, como ocurre a través de la administración de justicia.
En esto difiero del enfoque sobre la dogmática que adopta Donna en sus observaciones sobre la criminología crítica, a pesar de que, como se ve, comparto en buena medida, tales observaciones: las garantías cuya preservación él propugna son las del derecho penal liberal, que trascienden a la dogmática por más que sea también avaladas por ella. En el mundo anglosajón no hay ningún desarrollo dogmático y sin embargo se es muy escrupuloso, en general, en la preservación de las garantías que preocupan a Donna 9 . Al contrario, creo que la dogmática pone en peligro el principio de legalidad, cuando hace aparecer como contenidas en la legislación y relevadas por el análisis conceptual, lo que es, en realidad, el resultado de postulaciones valorativas de los juristas que proponen tales soluciones, no controladas por la discusión abierta y democrática. Por otra parte, hace mucho que me he preocupado en resaltar 10 lo que comparte ahora el profesor Zaffaroni, que la progresiva subjetivización de lo injusto en la que está incurriendo la dogmática atenta gravemente contra el principio liberal de intersubjetividad del derecho penal.
Sin embargo, creo que el profesor Zaffaroni no va lo suficientemente lejos en su crítica del aparato metodológico encubridor empleado por la dogmática jurídica. Esto se manifiesta especialmente en su continua adhesión (ver págs. 193 y ss.) a la postulación de Welzel y de otros autores alemanes de “estructuras lógico-objetivas” o estructuras ónticas que la dogmática tendría por misión descubrir. La postulación de una supuesta dimensión de la realidad que no es empírica —y por lo tanto no está sujeta al acceso igualitario a través de la experiencia sensible—, es una forma de hacer pasar opciones valorativas como si fueran percepciones de una realidad trascendente a la que solo pueden acceder, evitando de ese modo la discusión crítica a la que debe ser sometida toda postulación axiológica 11 “no hay nada más democrático que nuestros sentidos y nada más elitista que la apelación a una metafísica no empirística!”.
No obstante, Zaffaroni, toma una distancia significativa de la dogmática, al coincidir (pág. 253) con la posición que defendí en los límites de la responsabilidad penal 12 en el sentido de que la llamada “definición de delito” no es una verdadera definición conceptual sino un conjunto de principios valorativos sobre las condiciones exigibles al legislador o a un juez para prescribir o aplicar penas. Esto le resta a la concepción de las estructuras lógico-objetivas su principal foco de aplicación, ya que excluye que los elementos del delito sea el resultado de una configuración estructural u “óntica” de la realidad.
Fuera de su crítica algo tibia del discurso de la dogmática jurídica, la obra que comento adopta la descalificación general del dsicurso jurídico promovida por la llamada “escuela crítica del derecho”, inspirada sobre todo en el pensamiento de Foucault acerca de la dependencia del saber respecto del poder. Aunque éste no es el lugar para hacerle debida justicia a una escuela defendida por estudiosos sumamente serios, debo decir que siempre me impresionó el tono de sospecha y revelación de cuestiones relativamente obvias que campea en algunos de éstos análisis: por cierto que el derecho es un discurso de poder y dominación; lo que hay que discutir es bajo qué condiciones ese poder está justificado, y por lo tanto cuales son los límites a ese poder (cosa que la filosofía política ha venido haciendo desde sus orígenes). Creo no equivocarme al sostener que esta escuela es insuficientemente crítica de los principios de moralidad social de los que debe partirse para enjuiciar las instituciones sociales —asumiéndolo como obvios—, centrando, en cambio, su atención en un permanente descubrimiento de supuestos aspectos ocultos de tales instituciones, asumiendo que basta sacarlos a la luz para que su intrínseca maldad en función de tales principios indiscutibles se ponga de manifiesto. Generalmente ocurre que lo que se presenta como una singular revelación es bastante evidente, y que, en cambio, lo es menos, cuáles son los principios generales que respaldan la condena de lo que se “revela”, sin incurrir en otras consecuencias inaceptables. Por otra parte, este tipo de enfoque se hace pasible de las críticas corrientes que se dirigen a posiciones relativistas y deterministas, las que no pueden explicar cómo sus propios presupuestos valorativos están exentos de la relativización y de la determinación con que descalifican a todos los demás.
IV. Utopías
La obra que comentamos parte de la base de que el abolicionismo, o sea la desaparición lisa y llana del sistema penal, es el ideal al que se debe intentar llegar, por más que haya obstáculos considerables para su concreción inmediata (pág. 110 y ss.).
Frente a la objeción obvia sobre la indefensión en que se dejaría a la sociedad —e incluso más aun a sus sectores más débiles— sin ningún recurso a instrumentos coercitivos, objeción que reconoce la observación de sentido común que comentamos antes de que la pena tiene alguna eficacia preventiva, el profesor Zaffaroni apela a los cambios que deberían producirse en la misma sociedad (pág. 110). Aquí está obviamente presente la imagen que ha alimentado a tantas utopías de una comunidad fraternal de hombres y mujeres, movidos por impulsos altruistas, en lo que o bien está ausente todo conflicto de intereses o ellos se resuelven por la mera persuasión o por la comunión de sentimientos. El problema de esta imagen no es que sea utópica ya que todo concepción de filosofía política descansa en una cierta utopía, o sea, en una visión de una situación ideal que no puede ser plenamente materializada. El problema esa que se trata de una utopía ilegítima, ya que no nos permite graduar a diferentes conformaciones sociales por su mayor o menor acercamiento al ideal —que es la función que una utopía válida debe cumplir—. En efecto, los grupos comunitarios que parecen acercarse más a este ideal, como las comunidades cerradas o tribales, se alejan en otros aspectos sumamente relevantes, como es el desconocimiento de lo que Rawls llama “el hecho del pluralismo” y la falta de respeto por la autonomía personal, que conlleva la posibilidad de elección de ideales de vida divergentes y a veces conflictivos. Tan pronto se respeta ese pluralismo y esa autonomía, surge la posibilidad de conflictos profundos, que muchas veces sólo puede resolverse por la intervención coactiva de alguien —sea de uno de los que están en conflicto o de una agencia pretendidamente independiente—.
Esto ocurre no sólo porque alguien puede valorar más su concepción del bien que el procedimiento colectivo de toma de decisiones que ha arrojado una que violenta esa concepción del bien, sino también porque alguien puede diferir con el resto acerca de cuál es el procedimiento preferible de toma de decisiones y no hay otro procedimiento superior de tomas de decisiones para dirimir la controversia. Alguien que sea profundamente religioso puede considerar que la salvación de las almas de él mismo y todos los demás tiene una urgencia que supera el valor de la tolerancia de las decisiones de individuos que han tomado una senda que los lleva a la perdición y aún de la decisión democrática que por ejemplo ha decidido que cada uno cuide de su propia alma, pero no de la de los demás; esto lo puede llevar por ejemplo a romper una vidriera para destruir la foto de un desnudo femenino que se exhibe en ella (y que según nuestro amigo está corrompiendo las almas de sus semejantes). ¿Qué se haría con un individuo así en la utopía que entrevé el profesor Zaffaroni? ¿O es que tal individuo no existiría porque todos percibirían la “verdad”?
V. Lo segundo mejor
El profesor Zaffaroni recomienda no tratar de alcanzar de inmediato la utopía abolicionista, no —como dice Ferrajoli— porque ello conllevaría el riesgo de venganzas privadas, sino porque acarrearía el riesgo de que se recurra a medios aún más violentos que la pena para “disciplinar” a la socieclad. Por lo tanto, el autor recomienda adoptar la táctica de la intervención penal mínima (págs. 180 y ss.), tratando de reducir la violencia del sistema penal.
Sin embargo, cuando debe optarse por una solución de “segundo mejor” no siempre es tal la que se aproxima más a la solución considerada óptima. La invalidez del “presupuesto de la aproximación” ha sido demostrada por la teoría económica de lo segundo mejor; como dicen Lipsey y Lancaster: “no es verdad que una situación en la que más, pero no todas, de las condiciones óptimas están satisfechas es necesariamente, o aún probablemente, mejor que una situación en que menos de esas condiciones se satisfacen…” 13 . Según Jon Elster 14 cuando los demás no realizan lo que sería deseable en la situación óptima puede ser totalmente contraproducente actuar como habría que hacerlo en esa situación si todos actuaran de igual modo. A sus ejemplos de que un poquito de socialismo o un poquito de racionalidad pueden ser peligrosos en un contexto capitalista o irracional, yo agregaría que un poquito de abolicionismo (aún suponiendo que éste sea bueno en un mundo ideal), en la forma de intervención penal mínima, puede ser sumamente riesgoso en un marco de considerable violencia.
La presentación que estamos considerando no parece hacer lugar para el hecho de que uno de los factores más relevantes que determinan la debilidad de una sociedad como la argentina es una anomia generalizada que afecta a todos los sectores sociales, y que se manifiesta en los abusos y corrupciones de los gobiernos, la evasión impositiva, las defraudaciones de diferentes grupos económicos, la violencia política, el caos del tránsito urbano y carretero. Esa anomia genera obviamente gravísimos problemas de coordinación del comportamiento colectivo con resultados autofrustrantes para todos los intervinientes. Los problemas de coordinación del tipo del “dilema de los prisioneros” no se pueden resolver por iniciativa ni por buena voluntad individual sino que requieren a veces de una intervención externa aún coactiva. No es aventurado pensar que es la mayor capacidad para cooperar gracias a la coordinación del comportamiento colectiva obtenido a través de la observancia de normas sociales —observancia apoyada en un aparato coactivo aceptablemente justo y eficaz— lo que ha hecho menos vulnerables a otras sociedades frente a la rapacidad de agentes internos y externos.
VI. Medios
En cuanto a los medios para actuar en condiciones no ideales, el profesor Zaffaroni formula una serie de principios (págs. 246 y ss.) que parecerían aceptables si estuvieran dirigidos a hacer más justo y eficiente el sistema penal en lugar de simplemente minimizarlo (tal vez se puede demostrar que la única manera de hacerlo más justo y eficiente es precisamente minimizándolo, pero esto debería ser motivo de una demostración y no de una mera postulación).
En lugar de una mínima intervención penal, parece conveniente propugnar la reforma de la legislación penal de fondo para que ella se dirija a reprimir sólo a aquellos actos que afectan grave e injustificadamente intereses de terceros; la adopción de otras alternativas penales menos cruentas que las penas de prisión; la urgente modificación del procedimiento penal para hacerlo más transparente, expeditivo y garantizador, incluyendo la introducción de jurados; la racionalización del ejercicio de la acción penal; la revisión de la prisión preventiva y de sus condiciones de cumplimiento; la reforma de los mecanismos que deberían permitir un mayor control de las fuerzas de seguridad, incluyendo el recurso a sanciones penales efectivas, la revisión profunda del sistema carcelario, con un control democrático eficaz (por ejemplo, introduciendo un ombudsman carcelario que informe permanentemente al Parlamento sobre las condiciones de las prisiones). Claro está que todas estas medidas serán seguramente rechazadas por responder a un reformismo burgués que, junto con otras modificaciones de la estructura socio-económica, sólo hicieron que países que hasta hace poco tiempo eran generadores de masas de emigrantes se hayan transformado en centros de atracción de grandes caudales inmigratorios y están experimentando uno de los más amplios experimentos asociativos de la historia. Sin embargo, estas propuestas de reforma preocupan mucho más a los defensores del statu quo que los alegatos maximalistas que presuponen que si no se cambia la naturaleza humana los demás cambios no tengan valor alguno.
Desde el punto de vista de los principios para regular la responsabilidad penal El Profesor Zaffaroni acepta (págs. 257 y ss.) aquellos normalmente avalados por la dogmática penal —en lo que va menos lejos que mi propuesta de reformulación de esos principios, salvo en lo que hace a la subjetivización del injusto (pág, 257) y al principio de culpabilidad (pág. 265)—. Aquí parece coincidir parcialmente con la crítica que dirigí en Los límites de la responsabilidad penal 15 a la incorporación de elementos subjetivos a la antijuridicidad y a las causas de justificación y a la teoría normativa que identifica culpabilidad con reprochabilidad, sobre la base de que lo primero implica directamente una posición perfeccionista al incluir manifestaciones del carácter de los individuos en las situaciones que el derecho procura prevenir y que lo segundo hace lo mismo indirectamente al recurrir a un juicio ético sobre la calidad del carácter moral del agente.
En lugar de] principio de culpabilidad el Profesor Zaffaroni propone un denominado “principio de vulnerabilidad”, que toma en cuenta la contribución que ha hecho el sujeto, vis a vis la influencia de otros factores del contexto, para colocarse en una situación de riesgo de selección por parte del sistema penal. No creo que, una vez que despojamos el panorama de las descripciones pictóricas a las que se recurre para explicar este principio, él agregue mucho más a las viejas ideas de la voluntariedad y libertad. En definitiva, como dije, creo que la cuestión depende de si la determinación de la que seguramente fue objeto el comportamiento de la gente se debe a factores que están más o menos igualmente distribuidos en el medio social relevante.
Espero haber mostrado porque me parecen discutibles los diversos tramos del razonamiento de la obra analizada: creo que el pensamiento crítico sobre el sistema penal requiere a la vez una revisión más audaz de los presupuestos teóricos y, en el plano práctico propuestas más prudentes (en el sentido original de la palabra que no es equivalente a “timoratas” sino que denota el uso de los instrumentos adecuados para los fines perseguidos) de reformas profundas de toda la legislación y la práctica punitiva. También espero que estas reflexiones críticas sobre la En busca de las penas perdidas sean demostrativas de mi opinión sobre la importancia de esta obra, que la hacen merecedora de un debate atento y reflexivo, y de mi respeto por las notables condiciones intelectuales y la gran vocación pública de su autor.
Notas
- “Derechos Humanos, dogmática penal y criminología”, en La Ley del 14 de mayo de 1991.
- Bs. As., 1989.
- Ver un desarrollo de este tema en mi “Fundamentos de la práctica constitucional”, Bs. As., Astrea, en prensa.
- Ver en el libro de Michael Foucault “Microfísica del poder”, Madrid, 1980, p. 17, una interesante discusión sobre el uso de metáforas en el discurso “de guerra” y la posición de Althusser sobre el carácter poco riguroso de ese discurso.
- Ver el análisis del abolicionismo en “Los límites de la responsabilidad penal”, Bs. As., 1980, pp. 211 y ss. Ver también en el número 3 de esta misma revista, el interesante artículo de Alessandro Baratta “Resocialización o control social”.
- Bs. As., 1980.
- Bs. As., 1989.
- Ver Consideraciones sobre la dogmática Jurídica con especial referencia l derecho penal, México, 1974; “Algunos modelos de ciencia jurídica”, Carabobo, 1980; “Los límites de la responsabilidad penal”, cit., Cap. I.
- Ver este punto en “Los límites de la responsabilidad penal”, cit., Cap. II.
- Ver “Los límites…”, cit., pp. 331 y ss.
- Ver este punto en “Los límites…”, cit., pp. 89 y ss.
- Ver op. cit., pp. 76 y ss.
- “The Economic Theory of the Second Best”, Review of Economic Studies, 24, 1956-7.
- “Foundations od Social Choise Theory”, Cambridge, 1989, p. 119.
- Ver pp. 49, 331 y pp. 92 y 298, respectivamente.
Zaffaroni contesta a Nino aquí.
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