
Éste es el blog personal de Alberto Bovino. Las notas no son escritas en calidad de miembro de ninguna institución, estudio jurídico o universidad, y expresan nuestras opiniones personales. Las entradas son de exclusiva responsabilidad de quienes la firman.
3 abr 2011
HISTORIAS DE ABOGADO - EPISODIO 14

11 oct 2010
Historias de abogados - Episodio 33
La lógica de los símbolos y el privilegio
Por AB
1
No hace mucho tiempo, la última vez que el maestro Nils Christie nos visitó con motivo de un Congreso organizado por los estudiantes, yo me ofrecí para atenderlo, dado que las chicas y chicos de la organización estaban más que ocupados lidiando con cuanto problema surge en esos megaeventos, a los que suele concurrir muchísima gente interesada y algún que otro megaboludo de esos que pide el certificadito el primer día, aun antes de inscribirse.
En ese momento, Raúl Zaffaroni ya era ministro de la Corte Suprema, y le ofreció a Christie que visitara el Palacio de Justicia de Talcahuano, donde los supremos ocupan el cuarto piso.
Lo pasé a buscar por su hotel (Libertad entre Arenales y Santa Fe), y de allí, a pesar de mis deseos de subirnos a un taxi, tuvimos que caminar hasta Palacio —nunca supe si cuando abogados y judiciales dicen “voy a Palacio” están jodiendo o se lo toman en serio—. Antes de ingresar, pasamos por el estacionamiento —parqueo— exclusivo para jueces y otros funcionarios de esos que no pagan impuestos, y Christie me preguntó qué era eso.
Le expliqué de qué se trataba, y se mostró conmocionado. Entusiasmado, agregué que tanto en Palacio como en Comodoro Py había, además, ascensores para jueces, baños para jueces, comedores para jueces, etcétera. El profesor noruego me miraba atentamente con incredulidad y con un claro gesto de desaprobación. Dado que el inglés no es el idioma materno de ninguno de los dos me preguntó si había entendido bien. Contesté afirmativamente.
Entramos a Palacio, y creo que en algún lugar del cuarto piso nos esperaba alguien de ceremonial y protocolo. El tipo era un aparato que parecía tener un orgasmo cada vez que hablaba de algún ilustre ministro de familia bien. Vimos muchas cosas que ya no recuerdo, yo estaba harto de escuchar a un señor tan ceremonioso, cuando vino lo mejor de la visita guiada: la sala de audiencias de la CSJN.
Realmente, de no creer. No recuerdo mucho de la sala de audiencias. Solo recuerdo que era más bien alargada, y que el alto estrado tras el cual se sentaban los ministros ya de por sí estaba ubicado para hacer sentir a las partes y al público el poder del máximo tribunal. Pero eso no era nada, lo realmente impresionante eran las sillas de los ministros, alineadas prolijamente de manera paralela apuntando de frente a la eventual concurrencia. Los respaldos de madera tenían una altura desmedida; debían sobrepasar en mucho la cabeza de cada ministro. Y lo que realmente daba pánico —aun sin los ministros sentados allí— era la cruz gigantesca que se alzaba sobre el respaldo del asiento destinado a la presidencia. Daba miedo hasta hablar allí, si bien los únicos presentes éramos los tres.
2
La lógica del privilegio es algo tan asimilado entre los miembros de nuestro poder judicial que termina por naturalizarse y por no llamar la atención, a menos que se trate de un suceso excepcional —v. gr., la jueza Parrilli—. Muchas veces este derecho natural al privilegio se origina en decisiones de los mismos miembros del poder judicial, como sucede, por ejemplo, con la negativa a pagar impuestos como el resto de los habitantes.
En otras oportunidades, sin embargo, los privilegios le son ofrecidos a los miembros de esta casa desde el exterior de la corporación. Así sucede, por ejemplo, en la universidad, cuando a los empleados judiciales no se les exige que cursen el práctico en la Facultad de Derecho de la UBA. Lo mismo sucede en los posgrados de algunas universidades privadas, en las cuales a los miembros del poder judicial solo se les cobra la mitad de la matrícula sin que nadie se los pida. En este último caso, tal decisión es manifiestamente inequitativa, debido a que los jóvenes graduados que ya han conseguido un lugar en la corporación cobran mayores sueldos y están en una situación laboral mucho más cómoda —con razón o sin ella— que los jóvenes que trabajan con abogados particulares.
Todo esto lleva a que jueces, funcionarios y empleados judiciales crean que existe algo así como un “derecho natural” a que se les reconozcan privilegios en todos los ámbitos.
Y ello explica el siguiente hecho real. No llevaba más que cinco o seis años de abogado cuando se me ocurrió organizar un Congreso de Derecho Penal para graduados —ya había pasado la época de los Congresos estudiantiles para mí—. Contábamos con la segura asistencia de más de ochocientas personas, y me pasaba todo el día en el Instituto que lo organizaba trabajando con las cinco estudiantes que integraban todo el equipo de trabajo. Siempre estaré eternamente agradecido al esfuerzo de estas cinco estudiantes —hoy brillantes abogadas— por su compromiso incondicional para lograr que el Congreso funcionara. Nos tuvimos que ocupar absolutamente de todo.
Incluso de atender el teléfono y cuanta consulta pelotuda andaba por allí. Por algún motivo en especial que no conozco, yo jamás atendía el teléfono. Pero un día sucedió. Al sonar el teléfono, en vez de esperar a que alguien atendiera levanté el tubo y dije:
- Instituto, buenas tardes.
- Buenas tardes, llamábamos por el Congreso...
- Sí, ¿que desean saber?
- Bueno… nosotros somos cuatro empleados judiciales, y queríamos saber cuál es el descuento que están haciendo a los judiciales…
Es decir, no preguntó si había descuento, sino cuál era…
- En verdad, a ustedes les íbamos a cobrar el doble que a los demás; pero por el principio de igualdad ante la ley, les cobramos como al resto de los asistentes…
Del otro lado de la línea se hizo un silencio, hasta que sentí que colgaron el teléfono. Seguí trabajando de buen humor; la persona que había llamado, a fin de cuentas, solo había recibido una respuesta que merecía.
18 jun 2010
HISTORIAS DE ABOGADOS - EPISODIO 7
Hubo una época en que se hablaba de la “justicia menemista”: conservadora, facha, refractaria a las garantías constitucionales. Sin dudas, una de las épocas más nefastas de la historia de un poder judicial en democracia. Por suerte los vientos cambiaron y sobre todo gracias a la Corte, que en pocos años produjo una revolución judicial en materia de garantías. No estamos en el paraíso, ni mucho menos, pero avanzamos bastante.
Muchos abogados litigantes creyeron que el ocaso de la “justicia menemista” importaría el abandono de ciertas prácticas, persecuciones, aberraciones inconcebibles. Y no era para menos, dado que una catarata de docentes universitarios, que en su mayoría decían estar comprometidos con la defensa de las garantías, comenzó a escalar posiciones en la justicia penal, Consejo de la Magistratura mediante.
Personalmente nunca lo creí, tal vez por desconfiado, tal vez por cierta repulsión que los enunciados fáciles y políticamente correctos me generan de forma natural. A mi escepticismo contribuyó mi experiencia en un par de concursos del Consejo de la Magistratura en los que incursioné más que nada por curiosidad y tal vez, inconscientemente, para conseguir ideas para mis novelas. Lo que vi allí fue espantoso. El Consejo de la Magistratura es un chiste, es una maquinaria destinada a reciclar a los mismos funcionarios de siempre, dando visos de legalidad a un procedimiento que, en lo sustancial, sigue siendo el mismo. Y tengo pruebas, por supuesto. Me guardé los exámenes de los ganadores y de los perdedores, y las impugnaciones y las respuestas y los antecedentes de los jurados. Para que el día de mañana nadie pueda hacerse el distraído.
Pero creo que me estoy yendo por las ramas, porque lo que quiero contar es una anécdota reciente, que me gustaría dar a conocer para encender una luz roja, una señal de alerta sobre el riesgo que las garantías constitucionales corren en la actualidad. Un riesgo mucho mayor al de las épocas de la “justicia menemista” porque ahora (tal vez por una broma del destino o quizás porque era inevitable que así ocurriera), los que pisotean las garantías son los que durante años, se llenaron la boca defendiéndolas, a punto tal que sus carreras, sus logros, sus vidas parecen asociadas de manera indisoluble a conceptos tales como progresismo, garantismo, Constitución, Derechos Humanos.
Nunca fui progresista (y tal vez haya sido por eso que nunca me creí el cuento), pero siempre fui garantista, partidario de un derecho penal ultramínimo, defensor de la libertad y de los derechos humanos.
Otros, que sí lo fueron (y repito, tal vez haya sido por eso), ahora que tienen un poquito de poder, de dinero para sus ONGs, de fama ganada a fuerza de slogans, pretenden emprender a garrotazos contra quienes se interponen en el camino.
Y no voy a hablar de una causa de militares o algunas de esas que se rigen por otra Constitución y otros principios. Voy a hablar de una causa de corrupción. Voy a hablar del caso IBM-Banco Nación en el que me desempeño como abogado defensor desde hace más de una década, y en el que he visto desfilar una carrada de groserías procesales de todo tipo. Pero no hablaré del caso por aquéllas groserías y no sólo porque son cosa del pasado (de la tan vapuleada “justicia menemista”) y porque muchas de ellas las intuyo o las entreví entre líneas, sino porque ya me referí a muchas de ellas en mis dos novelas judiciales.
Voy a referirme al presente. Al juicio abreviado que se llevó a cabo con la intervención de la Fiscal Sabrina Namer y con las ONGs CIPCE y ACIJ, representadas por Pedro Biscay y Ezequiel Nino, respectivamente.
Como defensor aconsejé a mi cliente a firmar un acuerdo con la fiscalía por el cual se le imponía una pena de dos años y tres meses de prisión. Mi cliente lo firmó y luego concurrió al Tribunal Oral y prestó su consentimiento ante los jueces. Mi cliente no ofreció dinero a cambio del acuerdo (como lo hicieron otros, algunos incluso en cuotas a pagar desde el momento de la firmeza de la sentencia). Mi cliente aceptó el acuerdo por sus propias razones. Habían transcurrido más de quince años de proceso y estaba cansado. Además, le expliqué que eso no implicaba renunciar a la posibilidad de recurrir la sentencia, porque el art. 431 bis inc. 6 del CPPN se lo permitía expresamente, con lo cual su agravio relativo a la prescripción (que había operado de forma manifiesta) permanecía intacto.
Se dictó sentencia, nos notificamos, la recurrimos. En mi caso con el único agravio de la prescripción, dado que ya tenía sentencia definitiva y la Corte había resuelto (en un recurso anterior) que no evaluaría la prescripción hasta tanto existiera dicha sentencia. Otro imputado se agravió porque no se habían respetado los términos del acuerdo y doy fe de que en ese caso no se respetaron.
En suma. Contingencias usuales del ejercicio profesional.
Juicios (orales o abreviados), negociaciones, planteos, recursos. Lo de siempre. Lo que siempre hicimos incluso durante la época de la “justicia menemista”. Pero esta vez ocurrió algo impensado (en realidad no fue impensado para mí, porque ya les dije que nunca confié en los dueños de los slogans simpáticos), dado que la Fiscal Sabrina Namer y las ONGs CIPCE y ACIJ (con la firma de los abogados Ezequiel Nino, Alberto Binder, Pedro Biscay y Javier Castelli), presentaron virulentos escritos en los que se expresa lo contrario a lo que el garantismo representa.
La Fiscal Sabrina Namer ordenó la formación de una “lista negra” de abogados, en la que incluyó a los recurrentes (entre ellos, tres defensores oficiales), para ser remitida a todos los fiscales del país, para que “no se vean sorprendidos” con los métodos de defensa que utilizamos.
Como vemos, en pleno post menemismo, en la primavera del garantismo inaugurado por la Corte, de la mano de los nuevos funcionarios que vinieron a oxigenar el sistema judicial, se forman listas negras de abogados para castigarlos por ejercer el derecho de defensa de sus clientes.
El enojo de la fiscal fue acompañado por las ONGs que se auto colocan a la vanguardia del progresismo. Fíjense lo que dice el escrito de los abogados citados previamente “hemos visto muchas actitudes de las defensas tendientes a profundizar el litigio sobre cuestiones menores, de puro incidente, de puro burocratismo, cuyo valor está más cercano a la ficción que a la discusión real y sustantiva sobre el fondo del asunto ventilado en las instancias del proceso penal; pero ninguna de ellas se compara en su magnitud, alevosía y grosería con el carácter vil, indigno e infiel de la presentación efectuada”.
En lo personal, no recuerdo un ataque semejante a la esencia de la labor del abogado penalista, desde las épocas en que Bernardo Neustadt se ponía histérico con las excarcelaciones, los códigos, las trabas para “condenar delincuentes”. O la andanada de ataques de Juan Carlos Blumberg, que terminó en la sanción de leyes vergonzosas que están causando un profundo daño a la sociedad y a la vigencia de los derechos humanos.
No creo necesario recordar a los distinguidos abogados que se enojan por nuestro recurso, que las discusiones de forma son tan importantes como las que atañen a la “discusión real y sustantiva sobre el fondo del asunto”. Salvo que propugnen volver sobre los pasos de Montenegro, Fiorentino, Rayford y todo lo que vino después. En los claustros universitarios dirán que no, que no propugnan ese retroceso. En sus libros o artículos dirán lo mismo. Pero cuando llega la hora de actuar con ecuanimidad (como deben hacerlo los supuestos representantes de la sociedad civil o los fiscales), se molestan porque un imputado presenta un recurso. Un recurso previsto expresamente en el art. 431 bis inciso 6to. del CPP Nación. Un recurso que, como saben, es irrenunciable. Y mucho más, teniendo en cuenta que su objeto específico es plantear una prescripción ya operada en la causa. ¿O también les molesta que alguien invoque la garantía del plazo razonable en su favor? Pero no se agravian dentro de las reglas de juego como lo hacemos los abogados litigantes todos los días (Porque un día me toca acusar y otro defender y lo mismo pasa con los demás colegas; y, entonces, un día se defiende una posición y otro día otra; esas son las reglas de juego). Pero tanto la fiscal Sabrina Namer como los abogados Ezequiel Nino, Alberto Binder, Pedro Biscal y Claudio Javier Castelli, se están agraviando de la propia esencia de la profesión del abogado. De que defendamos, de que recurramos, de que hayamos ejercido una facultada expresamente otorgada por la ley. ¡Y encima tenemos que dar explicaciones sobre eso! ¿Y si no hubiese estado otorgada, qué? ¿Acaso no nos cansamos de recurrir en casación por cuestiones de hecho y prueba en contra de la posición de una Cámara nefasta que se dedicaba sistemáticamente a convalidar fallos injustos? Lo hicimos durante toda una década infame, hasta que la pelea finalmente tuvo sus frutos a partir del fallo Casal. ¿Y ahora tenemos que soportar que nos coloquen en listas negras por ejercer el derecho al recurso, o que nos agravien y nos ataquen por defender a personas acusadas de corrupción? Es lamentable.
Sería bueno que quienes otorgan soporte económico, político y social a esas personas que se compraron el mote de defensores de las garantías (y que en los hechos no las respetan), sepan cual es la consecuencia concreta que tienen sus acciones.
Mariano H. Silvestroni Profesor de derecho penal y abogado litigante
27 may 2010
HISTORIAS DE ABOGADOS - EPISODIO 6
Por Martín de la Canal
Era una noche cerrada y oscura. Mi esposa esperó en el auto y yo bajé a comprar el bendito frasquito. Una joven mujer, dueña o empleada, desconozco el dato, atendía a un hombre mayor, otro esperaba su turno, y dos muchachones de no más de 16 o 17 años aguardaban, también, ser atendidos. Sus aspectos encajaban perfecta y milimétricamente en el estereotipo de lo que comúnmente se conoce como "punga": flacos, desaliñados, sucios, con ropa holgada y zapatillas aparatosas, uno llevaba pelo largo, y ambos con gorros de lana.
El repiqueteo positivista de Lombroso, Garofalo y Ferri, y por qué no, José Ingeniero, retumbaba en mis sienes, aumentando con la proximidad del turno de los dos "altamente sospechosos" individuos.
Llegó el momento en donde quedamos los cuatro solos.
—Chicos, ¿qué necesitan? —preguntó la dama—.
—Atienda primero al señor —respondió escuetamente uno de ellos—.
En este estadio mi mirada teñida de preocupación se transformó en la del cernícalo que avizora su presa en la lejanía del horizonte.
—Pero chicos, estaban ustedes primero, qué necesitan?
Ahora la transformación fue en la voz de la dueña/empleada que se había agudizado notablemente.
—No importa, atienda primero a él —volvió a responder, esta vez con sus manos en el profundo bolsillo de su campera rapera—.
En ese momento, escasos segundos, en los que todos nos cruzamos al unísono las miradas, comenzó la película en mi mente: recordé mis años mozos cuando entrenaba con la selección argentina de TaeKwon-Do de la WTF y estaba hecho una gacela. Ahora, después de más de 15 años de inactividad, me había transformado en una vaca empantanada. Igual confiaba en mis condiciones y entré a merituar las dos posibilidades que se me plantearon: si sacan un cuchillo me haría el héroe y trataría de evitar el inexorable asalto; en cambio, si lo utilizado era un arma de fuego, ya me estaba resignando a entregar mi billetera.
Se acercaron sigilosamente al mostrador. La cara de la dueña/empleada tenía una palidez de tanta magnitud que la tez de la conductora Viviana Canosa se asemejaba a la de una mujer oriunda de Camerún.
Se pararon con firmeza:
—¿Tiene crema para las hemorroides?
—Sí, son 27 pesos.
—Aquí tiene.
—Mucha gracias, hasta luego.
—Gracias.
Se fueron, y la dinámica del paso del tiempo volvió a la normalidad.
—Ayy, que susto me pegué.
—No, no pasa nada, respondí descaradamente.
9 mar 2010
HISTORIAS DE UN ABOGADO - EPISODIO 2. EPÍLOGO
La historia contada se ciñe a la verdad; todo fue tragicómico. Agregaría algo. Cada vez que Alberto comentaba alguna estrategia a seguir (por supuesto desde su perspectiva lógica y jurídica), los colegas lugareños que acompañaban el triste proceso que terminaría en la "destitución anunciada" de Ana María, le anticipaban cuál iba a ser el camino a tomar por el inolvidable Sergnese; Alberto se limitaba a comentar "no puede ser";.
Fueron varios y sucesivos los “no puede ser” que Alberto entonó con diferentes énfasis, acentuaciones y modulaciones durante esos días; uno a uno esos anticipos pudieron ser. Si bien no puedo dar fe —ya que no está bien visto que el género femenino se asome al baño para caballeros—, estoy convencida de que cuando Alberto se daba esos golpecitos, seguía sin creer lo que pasaba y se decía a si mismo "no puede ser".
1 mar 2010
HISTORIAS DE UN ABOGADO - EPISODIO 3
1993, algún día de agosto. En esa época yo vivía en un loft en Anchorena y French. Al día siguiente me iba de viaje a New York, a estudiar a Columbia University School of Law una maestría en derecho. Siempre supe proyectar, cuando tomaba de cisiones de este tipo, lo que me esperaría el lugar a donde iría a estudiar.
Saliendo del relato un segundo, jamás me voy a olvidar la cara de sorpresa e incredulidad de mi hermano mayor —el que tripitió primer año— cuando le dije lo que debía de pagar de matrícula para estudiar en Columbia:
- ¿Qué? Encima de estudiar, ¿tenés que pagar?
Me dijo. Ese día se terminó de convencer de que su hermano estaba loco.
Volvamos a mi casa de ese entonces. Supongamos que viajaba un domingo a las 23 hacia New York. Entonces el sábado hice una fiesta de despedida a mi mismo. En realidad, Martín Abregú —que partía para Washington— y yo nos hicimos nuestra propia fiesta de despedida.
Como era previsible, la fiesta duró hasta tarde. Dado que no tenía que dejar la casa en orden porque un amigo se quedaba alojándose allí, y sólo tenía que llevar lo menos posible de equipaje, me acosté a dormir sin remordimientos.
Cuando me levanté pasado el medio día, no me asusté porque no tendría tiempo, sino que me pegó en plena cara la realidad. Empecé a mirar mi departamento y a pensar en lo que no había pensado, esto es, no a dónde iba, sino lo que dejaba atrás —y no me refiero a mi departamento—. Me agarró un ataque de angustia terrible, y estaba como paralizado.
No sé cómo ni por qué, en ese momento apareció Fabricio Guariglia y, sin hacerme ni una sola pregunta —pero claramente enterado de mi angustia y ansiedad—, se puso las pilas y, entre bromas y gritos, me puso —y se puso— a trabajar. No hablamos más que de lo que debía llevar y dejar, del tamaño de la valija, de qué libro era bueno y qué libro no valía la pena.
Pero los dos sabíamos por qué estaba ahí él. Porque es un amigo como pocos que había advertido mi angustia por venir. Terminamos de armar el equipaje y empezamos a hablar huevadas, del estilo “charla de ascensor”.
- Gracias, Fabricio; sos un gran tipo.
JUSTICIA BIZARRA

UN PROYECTO INCONCLUSO
Estábamos con Lucila Larrandart, Christian Courtis y no recuerdo si había alguien más. Julio propuso que entre los que estábamos allí y algunos insanos más, escribiéramos las memorias de un abogado que terminaba por dejar la profesión porque jamás había ganado un caso, o porque le pasaban cosa demasiado exóticas.
Courtis escribiría el primer capítulo, donde le daría vida a la personalidad de nuestro abogado inexistente (ya que es, por lejos, el más insano), y después cada uno escribiría un capítulo contando la experiencia más absurda o injusta de su carrera.
Creo que si hubiéramos elegido bien a los autorees y autoras, podría haber salido un libro divertido e interesante. Pero después se olvidaron. Yo "diseñé" esta horrible tapa sólo para convencerlos de que el libro se podía hacer, pero no me dieron bola.
Esa foto y ese texto fueron enviados al Facebook, con el objeto de provocar al amigo Julio Virgolini, padre de la criatura.
Éstas fueron las reacciones a la publicación de la foto con el texto anterior:

Haga click en la imagen para verla más grande.

21 feb 2010
HISTORIAS DE UN ABOGADO - EPISODIO 2.2
LO QUE NO HAY QUE HACER CUANDO NOS GANA LA INJUSTICIA
Parte dos. Para entender algo leer antes la primera parte de este episodio.
No me pregunten cómo zafé de la preguntona, seguramente por la funcionaria que mucho no debía querer al Adolfo. La cuestión es que gracias al tarado del supremo provincial que me aconsejó pedir un nuevo DNI, salí con un comprobante que parecía un vale por un envase de cerveza. Si el juez hubiera sido consecuente, no debería haberme permitido matricularme con ese papelucho, pues tampoco era el DNI mencionado en la ley. Pero bueno, a pesar de todo lo que me decían los locales, no terminaba de creer cómo funcionaban las cosas en el reino del Adolfo hasta que me chocaba con ellas. Lo que no se puede negar es que los oficialistas de allá tenían una imaginación sin límites para hacer maldades.
Después de haber jurado y firmado, el miembro del Superior Tribunal me dio mi credencial. La matrícula la daba ese tribunal adolfo-dependiente pues se habían abolido los Colegios de Abogados, a pesar de que su existencia constituía una obligación constitucional[1].
A la mañana siguiente empezó lo que yo creía que sería un juicio. Presidía mi querido amigo Sergnese, presidente del Superior Tribunal por segundo año consecutivo, dejando de lado el pequeño detalle de que existía una regla constitucional que prohibía expresamente la reelección del presidente. Como los adolfistas son prolijitos y respetuosos de la ley, se dictaron alrededor de siete leyes —todas contrarias a la Constitución— para lograr un Jurado de Enjuiciamiento bien obediente.
El amigo Sergnese, antes de presidir el Superior Tribunal, había sido apoderado personal del Adolfo, apoderado del Partido Justicialista, y alguna que otra cosa más, ninguna de ellas relacionadas con la función judicial. Vivía en una casa muy bonita. Muy cerca de ella había uno de esos “puentes” para que los peatones crucen rutas y avenidas sin peligro de ser embestidos por algún vehículo. Algún funcionario chispudo se le había ocurrido pintar la frase “A San Luis la construímos entre todos” ocupando todo el ancho del puente. Y algún resentido y envidioso había escrito del lado contrario, en el mismo tamaño, “Y a la casa de Sergnese también”.
El juicio comenzó el 9 de diciembre de 1998 y terminó el 11 del mismo mes. Fueron tres días donde el tribunal no resolvió ni un solo planteo a nuestro favor, a pesar de que cada impugnación se vinculaba con groseras violaciones a las garantías judiciales del artículo 18 de la Constitución Nacional y al artículo 8 de la Convención Americana.
Debo reconocer que el presidente del Jurado, mi amigo Sergnese, era un tipo muy inteligente y sabía conducir una audiencia. Fuera de ello, estaba más que claro para todos por qué razón se le había extendido la presidencia del Superior Tribunal más allá del límite constitucional: había que aplastar cualquier atisbo de independencia del poder judicial. Y Ana María Careaga fue una jueza con todas las letras que removió todos mis prejuicios, fue una jueza independiente.
No es que tenga ganas de hacerme el simpático con quien desconoció todos y cada uno de los derechos fundamentales de una señora jueza independiente sometida a una persecución política. Pero años más tarde defendería a otra jueza independiente. Años más tarde tendría que defender a la señora jueza Silvia Maluf ante otro jurado de enjuiciamiento integrado a la carta especialmente contra ella. En esa oportunidad, presidiría José Guillermo Catalfamo, a quien bien podrían haber apodado “el ingeniero”, porque de derecho, no sabía ni mierda.
Pero volvamos a lo nuestro. Terminado el juicio, Ana María Careaga confirmó mis temores con una sutileza similar a la mía. Al despedirnos a Gastón Chillier y a mí, me dijo:
- Estuviste bien, Alberto; la verdad, tanto mi padre como yo no dábamos ni un peso por vos.
Siempre estaré agradecido por tu brutal elogio, Ana María.
Algunos días más tarde, regresé a San Luis, esta vez sin Gastón, y tuve una experiencia crudamente inolvidable. Se leyó durante varias horas la sentencia que destituyó a Ana María. No sé cuánto más que yo lo habrá sufrido Ana María, pero si bien yo ya sabía que la injusticia existía en nuestro país, jamás ví tanta obscenidad para jactarse de ella como en esa sala de audiencias.
La lectura se me hizo eterna. La furia me aumentaba a medida en que tenía que escuchar una arbitrariedad tras otra. Jamás pensamos que existía alguna posibilidad de que se hiciera justicia y se absolviera a la jueza. Pero tampoco pude imaginar que sería posible animarse a resolver de esa manera. No solo fue un acto contrario a derecho, fue una cruel manifestación de impunidad y poder.
Mientras se leía la decisión final de la comisión especial formada para destituir a Ana María —y, unos días antes, a la señora jueza Adriana Gallo, otra señora jueza independiente, que fue defendida, también infructuosamente, por Luis Moreno Ocampo—, una diputada nacional que había asistido a la audiencia en apoyo de mi defendida me hacía señas continuamente. ¿Qué señas me hacía? Moviendo su mano derecha, me decía que sacara a Ana María de la sala de audiencias, temiendo seriamente que la detuvieran en ese mismo acto. No recuerdo si consulté a Ana María o no, pero no me pareció razonable hacerlo. Pensándolo nuevamente, debí hacerlo. Lo que escuché no fue una sentencia, y ese grupo de matones no era un jurado de enjuiciamiento.
Terminada la lectura de la sentencia, por unos segundos el silencio aturdía. No recuerdo en qué dirección miraba yo en ese momento, pero no era hacia el público, ubicado a mi derecha. De repente, se escucha que alguien comienza a aplaudir. Clap… clap…clap. Pensé:
- ¿El que aplaude se volvió loco o le habrán pagado para que lo haga?
Miré hacia mi derecha y ví a un señor mayor que yo, alto, que aplaudía solitario. Sus aplausos comenzaron a acelerarse, y advertí que no era un loco, era el padre de Ana María. Igual que su hija, no se acobardó frente al poder.
Sus aplausos desencadenaron un abucheo generalizado y la gran mayoría de los asistentes pudo liberarse de la furia contenida. Sergnese intentó imponer el orden pero esta vez perdió el control, los verdugos tuvieron que salir casi corriendo de la sala de audiencias.
Salí rápidamente detrás de Ana María, y al cruzar la puerta de la sala, una periodista de un medio nacional me preguntó qué opinaba de la decisión.
- ¿Y qué te parece que voy a opinar, pelotuda… pensé. Ella no era culpable de nada, así que mi pensamiento me hizo sentir culpable a mí.
No sé cómo había logrado permanecer callado cuando el público hizo salir a las puteadas a los miembros del jurado. No podía embarrarla ahora. Logré decir algo así como que estaba demasiado consternado como para opinar en ese momento. Y se me notaba en la cara.
Traté de huir del lugar pero debí esperar a Ana María, quien estaba siendo entrevistada por la periodista de La Nación. Al día siguiente, saldría en las primeras páginas de ese diario nacional —el segundo en tirada en nuestro país—. Ana María declaró sobre las irregularidades del juicio, y terminó contestando cómo se sentía. Dijo algo así como:
- Aún no he procesado esto. La verdad, estoy muy preocupada por mi abogado.
¡Tremendo pelotudo su abogado...! Yo estaba allí para defenderla, no para que ella se preocupara por mi bajo nivel de tolerancia a la frustración. Para quienes quieren saber en qué terminó el caso judicial, les advierto que aún no se ha resuelto ni en el ámbito interno, y tampoco ante la Comisión Interamericana, donde tramitan juntos los casos de Ana María Careaga, Adriana Gallo y Silvia Maluf[2].
Pero antes de me quiera matar algún lector impaciente, ¿qué es lo que NO hay que hacer cuando nos gana la injusticia?
No se debe, entre otras cosas, levantarse de la mesa donde uno está almorzando con quien defendió y personas amigas inmediatamente después de escuchar esa sentencia.
No se debe, tampoco, ir al baño del restaurante, dejar correr las lágrimas para tatar de calmar la furia contenida, mientras uno se golpea la cabeza una y otra vez contra la pared.
Pero lo que de ningún modo hay que hacer, cuando entra un camarero al baño a ver qué le sucede a usted que se golpea la cabeza, es contestar de esta manera:
- ¿Se siente bien, señor?
- Si, gracias, estoy bien… Dos o tres golpecitos más y salgo.
[1] Un excelente resumen del sometimiento de la justicia puntana se puede leer aquí, en el capítulo “Sin justicia en las provincias” del Informe Anual del CELS del año 2002, ps. 16 y ss., redactado por Andrea Pochak.
[2] En esta página del sitio del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), se pueden leer o descargar varios documentos del desarrollo de los procesos de las tres juezas en ante la justicia local, y del desarrollo de la petición que las tres presentaron conjuntamente ante la Comisión Interamericana.
19 feb 2010
HISTORIAS DE UN ABOGADO - EPISODIO 2
LO QUE NO HAY QUE HACER CUANDO NOS GANA LA INJUSTICIA
Dedicado a las señoras juezas Ana María Careaga, Adriana Gallo y Silvia Maluf
El 8 de diciembre llegué por primera vez en mi vida a la Ciudad de San Luis, provincia del mismo nombre, República Argentina. Al día siguiente comenzaba el juicio para destituir a la jueza Ana María Careaga. Para variar, no había encontrado mi DNI y partí para San Luis con mi pasaporte…
Yo recién había ingresado al caso, que era un caso del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Me habían preguntado si podía colaborar en el juicio con Gastón Chillier (actualmente Gastón es el Director Ejecutivo) y, para mi sopresa, dije que sí.
¡Iba a defender a una jueza! Yo detestaba a todos los miembros del poder judicial en ese entonces… [La señora Ana María Careaga fue enjuiciada por ser una verdadera jueza, defender la independencia del poder judicial e investigar a un intendente por un hecho de corrupción. Lo mismo les sucedió (antes) a la Sra. Adriana Gallo, y (luego) a la Sra. Silvia Maluf. Abundante información sobre los tres casos aquí].
Bajamos del avión con Chillier y lo primero que alguien le dice a Ana María cuando le doy la mano al ser presentado es:
- Bovino odia a todos los jueces…
“Esto empieza bien” pensé yo, mientras trataba de imaginar qué cuernos decir frente a la mirada de la pobre Ana María. Después de romper el hielo de tan elegante manera, marchamos directamente a la sede del Superior Tribunal de San Luis, pues allí debía prestar juramento para que me matricularan y yo pudiera intervenir en el juicio. Cuando llegamos al tribunal, el único integrante allí presente se negó a tomarme el juramento porque la ley provincial decía que yo debía acreditar mi identidad con el DNI. Mientras seguía exhibiendo mi pasaporte, dije:
- Doctor, el único sentido posible de la cláusula legal es que se acredite la identidad. En este país creo que aún hay personas que no tienen DNI, sino libreta cívica (las damas) o libreta de enrolamiento (los caballeros). Este pasaporte es un instrumento público… etcétera.
Error. Terrible error. Estaba en el San Luis del Adolfo. Su señoría se limitó a decirme:
- La ley dice DNI, y usted no tiene el DNI.
Después de que pude salir de mi estado de sorpresa, y autoputeándome mentalmente por imbécil y desordenado, dimos la vuelta y comenzamos a caminar hacia la salida. Todos cabizbajos y meditabundos…
Imagino que Ana María se estaría preguntando de dónde había salido el abogado inimputable que le había mandado el CELS. Ella creía que era un organismo serio… Y lo que estaría pensando Gastón ni lo quiero imaginar… Por supuesto que él es un excelente abogado que podía hacer un buen trabajo solo, pero no es lo mismo estar solo en una sala de audiencias que estar con un compañero al lado. De hecho, conocía el caso mejor que yo.
Y en ese momento el tarado del juez se equivocó…
- Si hace el trámite pidiendo un nuevo DNI en el registro civil, podría prestar juramento y matricularse…
Volvieron mis esperanzas. Pero en nuestro país, para obtener un DNI nuevo —al menos en esa época—, uno podía hacerlo en un lugar distinto a su domicilio legal, solo si hacía cambio de domicilio. Entonces Gachi, una de las abogadas de confianza que ya había representado a Ana María y a otras mujeres del poder judicial víctimas de la caza de brujas desatada por el Adolfo, me dijo:
- No hay problema, hacé cambio de domicilio y ponemos el domicilio de mi estudio, y se te preguntan algo decís que te mudaste a San Luis porque vas a trabajar conmigo.
Yo, obediente, asentí, con cara de “yo no fui”. Marchamos al Registro Civil. Comenzamos a hacer el trámite. Íbamos y veníamos de una ventanilla a otra. El trámite era más complicado que diseñar la versión 5.10 de un terminator.
Para que puedan mínimamente comprender de qué se trata esto, sepan que en las tierras del Adolfo nadie critica al Adolfo (tampoco al Alberto) o a cualquier oficialista. A menos que esté hablando protegido por el “cono del silencio”, y que uno esté hablando con su mamá. Y eso si uno es hijo único y su mamá está de muy buen humor.
Por un momento, creí en la existencia de Dios. Una funcionaria de cierto rango que se dio cuenta de lo que estábamos haciendo, se nos acercó y nos dijo:
- Déjenme que yo les hago sellar los formularios en esa ventanilla, porque si no, no se los van a sellar.
Rápidamente obedecí sin chistar, y esta mujer corajuda cuyo nombre no recuerdo logró que sellaran mis múltiples formularios donde yo afirmaba que deseaba desesperadamente vivir en las tierras de los hermanitos Rodríguez Saa.
Después de rebotar por dos o tres ventanillas más, me tocó hablar con una empleada a la que le tenía que contestar algunas preguntas.
- ¿Y cuál va a ser su nuevo domicilio?
- Ahí lo dice [dije desesperadamente, porque soy tan boludo que me lo había olvidado]… Eh… la calle Piruchi, número… 75.
Afortunadamente aún no tenía la presbicia galopante que tengo ahora, pues si no, ni con una lupa habría podido leer la dirección de Gachi. Entonces le expliqué con todo detalle que me mudaba a San Luis porque me había asociado con Gachi, que trabajaríamos conjuntamente como socios en el estudio jurídico, y no sé cuántas mentiras más. Y entonces la cagué, y de qué manera.
- ¿Cómo es el nombre completo de su socia?
Silencio. Me quedé petrificado y absolutamente mudo. No tenía ni la más remota idea de cómo se llamaba Gachi.
Continuará…