PARA LEER A DICK TRACY
Por Víctor Abramovich y Alberto Bovino
Dick Tracy no es una historia policial, es una historia penal (*). La imagen del héroe ha sido gestada por el delito, tanto como los rostros desfigurados que naturalmente identifican a los delincuentes. Ninguno existe más allá del otro. Los criminales viven para delinquir, y Dick Tracy para liquidarlos. La máscara ocupa el lugar del sujeto y el exagerado tratamiento de los roles pone al desnudo la problemática de la represión penal, permitiendo localizar en la trama elementos que sirven al tradicional discurso represivo.
Las radios informan con histeria la suerte de los inermes ciudadanos a merced del delito. La ciudad corre peligro. Tracy se prepara para salir a las calles, enfundado en su impecable sobretodo amarillo: sólo tanto orden puede frenar tanto caos.
En otro sitio, esa otra especie biológica: los delincuentes. Sus figuras deformes, horrendas, repulsivas, los identifican, aun en las sombras, por ello no merecen siquiera tener un nombre, atributo reservado a los honestos. Nadie puede dudar acerca de quien es el criminal, y como no hay dudas tampoco habrá juicio, ni delito, ni condena. Frente a ellos solo una cosa puede hacerse: disparar. Estos monstruos lombrosianos nacieron para el delito, son naturalmente culpables de lo que "son" y no interesa lo que hagan. El protagonismo es la antítesis estética y moral, tiene nombre y apellido, es justo por lo que "es" y no interesa lo que haga.
Sin embargo, ¿es Dick Tracy un defensor de la ley?
Mientras los ciudadanos sufren el flagelo del delito, "Cabeza Chata" grita desafiante: "tenemos derechos", y "Grandulón", en la escalinata de los tribunales, se queja ante la prensa porque lo han detenido sin pruebas. Ellos, los delincuentes, tienen derechos, nada más urticante que tamaña osadía, ¿a quién defiende la ley? Cuando el héroe detiene al primero de ellos, quien pretende comunicarse con su abogado, le arroja el teléfono luego de haber cortado el cable. Amenaza y tortura a "Murmullos". Viola domicilios, detiene sin pruebas, mata fácilmente. Los únicos que se animan a sugerirle que ha transgredido las normas son, por un lado, sus dos camaradas lentos, torpes y burócratas, policías de "oficina", y por otro, el fiscal, funcionario "corrupto" que aspira a ser alcalde y es empleado a sueldo de los criminales.
Para Tracy, el delito se combate violentamente y en la calle. Por ello, menosprecia la "oficina" (incluyendo los tribunales) y desprecia la política. Al ser interrogado sobre si se postulará como fiscal, responde: "no quiero bajar de rango". Si la ley es un obstáculo para "cazar" delincuentes, surge como deber ineludible su trasgresión. El defiende la ciudad, no la ley. Las garantías procesales y la prueba de los hechos son, durante toda la historia, la mejor arma del enemigo y el escollo mayor para su empresa.
La defensa del sistema (del orden establecido), aun a costa del derecho, se evidencia en la relación con los delincuentes. Ninguno sobrevive en la historia y cada muerte es un triunfo de la ley, a la vez esperado, emocionante y tranquilizador. Por lo demás, cuando el niño pobre que Tracy rescata del delito, le pregunta por qué debe ir a un orfelinato, le responde resignadamente: "es la ley". Aquí se "confunde" ley con sistema, y es la única oportunidad en que está dispuesto a respetar la "ley".
La dicotomía ciudadano-delincuente, nombre-apodo, se refleja en dos procesos de transformación. El músico de "Suspiros" Mahoney, según ella, "el mejor pianista de la ciudad", se convierte en "Teclas 88" apenas roza el delito. Su personalidad, su imagen, su rostro, sus movimientos, manifiestan inequívocamente la metamorfosis. En un sentido inverso, el "Niño", sucio, harapiento y ladronzuelo, al que atrapa Tracy luego de una encarnizada persecución, que incluye la simbólica destrucción de su casa, se regenera junto al héroe, convirtiéndose en Dick Tracy Jr., un pequeño psicópata, que supera a su modelo en la obsesiva lucha contra el delito. La importancia que reviste en la historia la adjudicación de un nombre pone en claro la existencia del referido proceso de transformación.
Dos son las ideas básicas que aparecen en la historia en relación al problema criminal. Por un lado, un retomo a las tesis de la criminología positivista de corte lombrosiano, que presentan al delincuente como un ser biológicamente determinado al crimen y a la criminalidad como una realidad social, preconstituida respecto de la actividad de los integrantes del sistema penal. Estas tesis olvidan que es ese sistema penal el que selecciona a ciertos individuos y les atribuye la condición de delincuentes, en función de determinadas cualidades, relacionadas generalmente con la pertenencia a ciertos estratos socioeconómicos. Por otro lado, el discurso que procura fortalecer el poder del aparato represivo policial, aun a costa de las garantías individuales, como único método válido para asegurar la eficacia en la lucha contra el delito. Ambas ideas se complementan, por cuanto la dureza de la represión recaerá únicamente sobre el "delincuente", no afectando jamas al "honesto ciudadano" (cuando Tracy es detenido, no sufre torturas, ni coacciones, ni balazos). Se pretende convencernos, mediante las campanas de "ley y orden", de que necesitamos urgente protección, y de que sólo puede protegemos una mano dura -por ello, ningún malhechor terminará vivo.
Desde la legalidad, Tracy también es un delincuente. Representa esa otra forma de criminalidad encubierta en la autoridad del estado. Sólo que, a sus armas diabólicas, no las carga el diablo.
(*) Masotta, Oscar, "Dick Tracy castiga duro", Página/12, 11.07.90.
1 comentario:
Alberto:
Siempre me gustó este breve artículo.
Hace mucho lo leí y en ese momento desconocía quienes eran los autores.
Excelente.
Abrazo,
Seba
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