El Ministerio Público en el proceso de reforma penal de América Latina
Entrevista al Prof. Julio B. J. Maier
Realizada por Mirna Goransky.
Entrevista al Prof. Julio B. J. Maier
Realizada por Mirna Goransky.
Para la Revista "Pena y Estado", Nº 2, Ed. Del Puerto, Buenos AIres, 1997.
P y E: Los procesos de reforma de la administración de justicia penal en América Latina exigen la discusión acerca del papel que debe desempeñar el Ministerio Público. Su regulación parece ser un elemento central de estos procesos. ¿Cuál cree Ud. que debería ser la posición institucional del Ministerio Público, y cuáles las funciones que debería cumplir, teniendo en cuenta la realidad de los países de nuestra región?
P y E: Los procesos de reforma de la administración de justicia penal en América Latina exigen la discusión acerca del papel que debe desempeñar el Ministerio Público. Su regulación parece ser un elemento central de estos procesos. ¿Cuál cree Ud. que debería ser la posición institucional del Ministerio Público, y cuáles las funciones que debería cumplir, teniendo en cuenta la realidad de los países de nuestra región?
Maier: Depende del margen político que exista para la reforma. Hasta ahora estos procesos se han limitado a consagrar un Ministerio Público en países en los !que no existía ni siquiera legalmente como, por ejemplo, en Chile; en otros países, en los que existía sólo abstractamente, como en Guatemala, se les encargó la persecución penal.
En los procesos de reforma de los sistemas penales latinoamericanos se ha creído necesario que el Ministerio Público adopte la posición que antes tenía el inquisidor: una persona que persigue penalmente. Con esto se ha querido apartar a los jueces del ejercicio de una función que no les corresponde, la de investigar la verdad. Ellos son sólo quienes, para conservar su imparcialidad, deciden el conflicto después de presenciar el debate. Eventualmente, el juez puede intervenir antes del debate pero sólo en aquellas cuestiones que signifiquen alguna injerencia en derechos fundamentales de los individuos, y con el único fin de decidir si autorizan o no tales injerencias —cuando son autorizables, ya que hay injerencias que no lo son como, por ejemplo, la tortura— en cuestiones como el encarcelamiento preventivo o el dictado de una orden de allanamiento de un domicilio. Es decir que cuando esté en juego un derecho fundamental, necesariamente algún juez debe autorizar al Ministerio Público a llevar a cabo la medida que puede afectar esos derechos.
Un segundo papel que se le otorga al Ministerio Público es el de intermediador: los fiscales son un primer filtro de la actividad de la policía. La concepción del Ministerio Público como una cabeza sin manos significa que debe actuar como un intermediario entre la policía y el Juez y, además, debe resguardar las garantías ciudadanas. Ellos pueden cumplir estas funciones porque son juristas, técnicos que conocen su oficio y que saben qué cosas pueden hacerse, qué cosas deben hacerse y qué cosas no deben hacerse o no pueden hacerse.
Estas son las funciones asignadas al Ministerio Público en las reformas procesales latinoamericanas. Claro que se puede pretender que el Ministerio Público ejerza un papel totalmente diferente, como lo explica Bovino en su trabajo La víctima como sujeto público y el Estado como sujeto sin derechos (en “Lecciones y Ensayos”, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1994, nº 59). En un derecho penal más reparatorio, más abierto, que se guíe no tanto por la búsqueda de una legitimación metafísica represiva —la pena ante todo—, sino por una legitimación del procedimiento que resulta útil para resolver conflictos, el Ministerio Público puede tener un papel que le permita balancear las distintas posiciones que tienen víctima y victimario, ofendido y ofensor; y, de este modo, prestar ayuda al menos poderoso en ese conflicto.
Esto significa cambiar todo el sistema penal y, por el momento, no es lo que se pretende políticamente con la reforma del derecho procesal penal en América Latina. La reforma en curso sólo pretende ponernos a tono con el siglo que vamos a abandonar y nada más que esto.
En cuanto a la ubicación institucional del Ministerio Público, soy escéptico, no tengo una respuesta para dar. No me convence que el Ministerio Público sea un órgano extrapoder, me parece una creación un poco ilusionada pero sin demasiada vigencia práctica. No me convence, tampoco, que sea parte del Poder Judicial, porque he visto que esta dependencia lo ha conducido a una especie de burocratización. También ha provocado una verdadera dispersión del Ministerio Público en feudos particulares; cada fiscal tiene su feudo que funciona más o menos igual a un juzgado de instrucción actual. Prefiero opinar, como Maximiliano Rusconi (en Reforma procesal y la llamada ubicación institucional del Ministerio Público, en AA.VV., El Ministerio Público en el proceso penal, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1993), que es más valioso regular la posición del Ministerio Público, no tanto por la posición en sí misma, sino en su interrelación con los otros poderes del Estado. Por un lado, con los jueces, a través del código de procedimientos; con el Poder Ejecutivo, en razón de los requerimientos de persecución que puede tener ese poder del Estado, si el sistema penal sigue como hasta ahora, es decir, si es un sistema penal estatal, y también con el Parlamento, por ejemplo, a través de la legitimación o no de las instrucciones generales al Fiscal General en caso de conflicto con el Ejecutivo.
En síntesis, creo que balancear las relaciones del Ministerio Público con los poderes tradicionales es más efectivo que ubicarlo en un lugar determinado. No estoy en contra de la idea de que el Ministerio Público, en un sistema penal como el nuestro, dependa del Poder Ejecutivo, siempre y cuando existan determinados resguardos que impidan, por ejemplo, que con las órdenes del Ejecutivo se maneje a los fiscales particulares. Esto no me gusta. Me parece que la relación debe darse entre la cúpula del Ministerio Público —el Procurador General de la Nación o el Fiscal General— y el Poder Ejecutivo, y que debe haber una relación democrática entre ambos, de tal manera que el Ministerio Público pueda, con fundamentos, rechazar la orden impartida por el Ejecutivo. En otras palabras, considero más adecuada la regulación que diseñamos con Alberto Binder en el Proyecto del 86. Allí establecimos un mecanismo particular que permitía balancear la relación entre el Ministerio Público como institución y los poderes del Estado. Sobre este tema hay un buen artículo de Maximiliano Rusconi publicado en el libro “El Ministerio Público en el proceso penal” (citado en el párrafo anterior).
En los procesos de reforma de los sistemas penales latinoamericanos se ha creído necesario que el Ministerio Público adopte la posición que antes tenía el inquisidor: una persona que persigue penalmente. Con esto se ha querido apartar a los jueces del ejercicio de una función que no les corresponde, la de investigar la verdad. Ellos son sólo quienes, para conservar su imparcialidad, deciden el conflicto después de presenciar el debate. Eventualmente, el juez puede intervenir antes del debate pero sólo en aquellas cuestiones que signifiquen alguna injerencia en derechos fundamentales de los individuos, y con el único fin de decidir si autorizan o no tales injerencias —cuando son autorizables, ya que hay injerencias que no lo son como, por ejemplo, la tortura— en cuestiones como el encarcelamiento preventivo o el dictado de una orden de allanamiento de un domicilio. Es decir que cuando esté en juego un derecho fundamental, necesariamente algún juez debe autorizar al Ministerio Público a llevar a cabo la medida que puede afectar esos derechos.
Un segundo papel que se le otorga al Ministerio Público es el de intermediador: los fiscales son un primer filtro de la actividad de la policía. La concepción del Ministerio Público como una cabeza sin manos significa que debe actuar como un intermediario entre la policía y el Juez y, además, debe resguardar las garantías ciudadanas. Ellos pueden cumplir estas funciones porque son juristas, técnicos que conocen su oficio y que saben qué cosas pueden hacerse, qué cosas deben hacerse y qué cosas no deben hacerse o no pueden hacerse.
Estas son las funciones asignadas al Ministerio Público en las reformas procesales latinoamericanas. Claro que se puede pretender que el Ministerio Público ejerza un papel totalmente diferente, como lo explica Bovino en su trabajo La víctima como sujeto público y el Estado como sujeto sin derechos (en “Lecciones y Ensayos”, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1994, nº 59). En un derecho penal más reparatorio, más abierto, que se guíe no tanto por la búsqueda de una legitimación metafísica represiva —la pena ante todo—, sino por una legitimación del procedimiento que resulta útil para resolver conflictos, el Ministerio Público puede tener un papel que le permita balancear las distintas posiciones que tienen víctima y victimario, ofendido y ofensor; y, de este modo, prestar ayuda al menos poderoso en ese conflicto.
Esto significa cambiar todo el sistema penal y, por el momento, no es lo que se pretende políticamente con la reforma del derecho procesal penal en América Latina. La reforma en curso sólo pretende ponernos a tono con el siglo que vamos a abandonar y nada más que esto.
En cuanto a la ubicación institucional del Ministerio Público, soy escéptico, no tengo una respuesta para dar. No me convence que el Ministerio Público sea un órgano extrapoder, me parece una creación un poco ilusionada pero sin demasiada vigencia práctica. No me convence, tampoco, que sea parte del Poder Judicial, porque he visto que esta dependencia lo ha conducido a una especie de burocratización. También ha provocado una verdadera dispersión del Ministerio Público en feudos particulares; cada fiscal tiene su feudo que funciona más o menos igual a un juzgado de instrucción actual. Prefiero opinar, como Maximiliano Rusconi (en Reforma procesal y la llamada ubicación institucional del Ministerio Público, en AA.VV., El Ministerio Público en el proceso penal, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1993), que es más valioso regular la posición del Ministerio Público, no tanto por la posición en sí misma, sino en su interrelación con los otros poderes del Estado. Por un lado, con los jueces, a través del código de procedimientos; con el Poder Ejecutivo, en razón de los requerimientos de persecución que puede tener ese poder del Estado, si el sistema penal sigue como hasta ahora, es decir, si es un sistema penal estatal, y también con el Parlamento, por ejemplo, a través de la legitimación o no de las instrucciones generales al Fiscal General en caso de conflicto con el Ejecutivo.
En síntesis, creo que balancear las relaciones del Ministerio Público con los poderes tradicionales es más efectivo que ubicarlo en un lugar determinado. No estoy en contra de la idea de que el Ministerio Público, en un sistema penal como el nuestro, dependa del Poder Ejecutivo, siempre y cuando existan determinados resguardos que impidan, por ejemplo, que con las órdenes del Ejecutivo se maneje a los fiscales particulares. Esto no me gusta. Me parece que la relación debe darse entre la cúpula del Ministerio Público —el Procurador General de la Nación o el Fiscal General— y el Poder Ejecutivo, y que debe haber una relación democrática entre ambos, de tal manera que el Ministerio Público pueda, con fundamentos, rechazar la orden impartida por el Ejecutivo. En otras palabras, considero más adecuada la regulación que diseñamos con Alberto Binder en el Proyecto del 86. Allí establecimos un mecanismo particular que permitía balancear la relación entre el Ministerio Público como institución y los poderes del Estado. Sobre este tema hay un buen artículo de Maximiliano Rusconi publicado en el libro “El Ministerio Público en el proceso penal” (citado en el párrafo anterior).
P y E: ¿Cree que serían necesarios algunos resguardos adicionales, tales como la prohibición de impartir instrucciones particulares a los fiscales?
Maier: Debería establecerse que el Fiscal General pueda oponerse por razones de legalidad a la instrucción del Poder Ejecutivo y que, cuando esto suceda —se supone que sólo en casos graves—, le toque intervenir al Parlamento para decidir la cuestión. Con este sistema, tanto el Ejecutivo como el Fiscal General van a ser muy cuidadosos al plantear estas cuestiones, porque es claro que la decisión del Parlamento a favor de uno implica, prácticamente, que el otro se tenga que ir. De todos modos, creo que ningún método sirve para solucionar el problema que tenemos hoy en la Argentina.
Para ver la entrevista completa ir aquí.
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2 comentarios:
No funciona el vínculo.
Disculpas, no sé qué sucedió. Ahora ya funciona. Gracias por avisar.
Saludos,
AB
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