El funcionario está delante de la máquina de escribir. El
interrogado, sentado ante él,
contesta a las preguntas titubeando un poco, pero tratando de decir todo lo que
tiene que decir en la forma más
precisa y sin una palabra de más:
«Esta mañana temprano fui al sótano para encender la estufa y encontré esas botellas de vino detrás del cajón del carbón.
He cogido una para bebérmela en la cena. No sabía que la bodega de arriba
hubiera sido descerrajada».
Impasible, el funcionario
teclea velozmente su fiel transcripción:
«El abajo firmante, habiéndose dirigido en las primeras
horas de la mañana a los locales del sótano para poner en
funcionamiento la instalación
térmica, declara haber
casualmente incurrido en el hallazgo de una cuantía de productos vinícolas, situados en posición posterior al recipiente destinado al contenido del
combustible y de haber efectuado la extracción de uno de dichos artículos con intención de ingerirlo durante la comida vespertina, no hallándose en conocimiento de la
fractura sobrevenida en el establecimiento situado en el piso superior».
Todos los días, sobre todo de cien años a esta parte, por un proceso
hoy ya automático, miles de nuestros
conciudadanos traducen mentalmente a la velocidad de máquinas electrónicas
la lengua italiana en una antilengua inexistente.
Abogados y funcionarios,
gabinetes ministeriales y consejos de administración, redacciones de periódicos y de telediarios, escriben, hablan y piensan
en la antilengua. La característica
principal de la antilengua es lo que yo definiría como «terror
semántico», es decir, la huida de todo vocablo que tenga un
significado en sí mismo, como si ‘botella’, ‘estufa’ o ‘carbón’ fuesen palabras obscenas, como
si ‘ir’, ‘encontrar’ o ‘saber’
indicaran acciones infames. En la antilengua los significados son continuamente
eludidos, relegados en el fondo a una perspectiva de vocablos que nada quieren
decir en sí mismos o quieren decir algo
vago e inaprensible. «Tenemos una línea finísima, compuesta de nombres unidos por preposiciones,
por una conjunción o por algunos verbos vaciados
de su fuerza», como muy bien dice Pietro
Citati, que ha hecho en estas columnas una eficaz descripción de este fenómeno.
El que habla la antilengua
siempre tiene miedo de mostrar familiaridad e interés por las cosas de las que habla, y se siente en el
deber de dar a entender: «Yo
hablo de estas cosas casualmente, pero mi función está
muy por encima de las cosas que digo y que hago, mi función está por encima de
todo, incluso por encima de mí mismo». La motivación psicológica de la
antilengua es la falta de un
verdadero contacto con la vida, es decir, en el fondo, el odio por uno mismo. La lengua, en cambio, vive sólo de una relación con la vida que
se traduce en comunicación, y de una
plenitud existencial que se traduce en expresión. Por
ello, allí donde triunfa la
antilengua –el italiano de
los que no saben decir «he hecho» sino que tienen
que decir «he efectuado»– la lengua es
asesinada.
...
El texto completo aquí.
1 comentario:
En algùn lugar leì que los diccionarios son una delicia...incluso los diccionarios jurìdicos...y màs aùn los bilingues...Es como la afirmación de quien se tomó todo el vino de la mona jimenez transformado en la pregunta inquisitiva por el autor de haber bebido toda la existencia de productos vitivinìcolas...pero las delicias báquicas dan para todo, como por ejemplo el glosario de las palabras groseras u obscenas de la antigua grecia...o la delicias de la poesía austriaca contemporánea y el uso de las mismas en las costumbres forenses de tucucity...
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