De la publicación digital "http://noticias.iruya.com" Nota: Luis Caro Figueroa.
Por una vez que el Gobernador de Salta se pone poético y es capaz de echar mano de la ironía más o menos fina para sostener un pensamiento lógico, viene esa contradicción andante que habita dentro de él y le arruina la foto.
En relación con la enseñanza de religión en las escuelas de Salta, el Gobernador ha dicho lo siguiente: "Hasta que no se cambie la Constitución Argentina, en las escuelas se enseñará religión". "Discutir eso es como discutir la salida del sol; es un dato de la naturaleza y hasta que no cambie habrá que bancársela".
Nadie en tan pocas palabras ha sido capaz como él de transitar de lo bueno a lo malo, de lo brillante hacia lo burdo.
Acierta el Gobernador cuando avisa que la enseñanza religiosa se sostiene -bien es cierto que de forma muy dificultosa- en un precepto constitucional y que -guste o no-, hasta que no se modifique, el Estado tiene una excusa para extender la esfera de lo público hacia un asunto estrictamente privado como es la religión de las personas.
Pero cuando se creía que el Gobernador abría, siquiera tímidamente, una puerta para debatir el tema de la educación religiosa y valorar la conveniencia de una reforma constitucional, añade a continuación una frase que no hace sino confirmar dos cosas: 1) su deseo que, con la constitución o sin ella, en la escuela pública se enseñe religión; y 2) su creencia que las constituciones por las que nos regimos forman parte "de la naturaleza".
Se trata, si se me permite, de una forma de pensar marcadamente antipolítica.
Lo es sencillamente porque todas las regulaciones constitucionales se pueden discutir, y en cualquier momento, porque no existe nada -ni siquiera ese extraño artefacto que es la constitución- que se halle por encima de la política.
El fundamentalismo constitucional forma parte del arsenal de guerra de ciertos autócratas como el Gobernador de Salta, que siempre han querido ver en los textos constitucionales una especie de catálogo de verdades reveladas por los dioses (por el único Dios verdadero o -últimamente- también por la Pachamama).
Ahora resulta que discutir -civilizada y democráticamente- la enseñanza de la religión en las escuelas no es un asunto de la política (recuérdese que hay política allí justamente donde existe una divergencia de intereses materiales o morales en una sociedad) sino un asunto de la astronomía; y que a las leyes que organizan nuestra convivencia (incluso las fundamentales) no se las puede discutir porque hacerlo es tan inútil como discutir la salida del sol.
Así piensa el gobernador Urtubey, para quien el terreno de la extrapolítica es cada vez más ancho y fecundo.
Es muy probable que el Gobernador piense también que discutir el equilibrio presidencialista en los poderes y funciones del Estado, cuestionar el bicameralismo, debatir sobre los límites de la autonomía municipal o impulsar el reconocimiento de los derechos políticos de las minorías, es tan inútil como discutir la lluvia, las puestas de sol, los eclipses o la órbita de los cometas.
El mensaje es el siguiente: "Mientras yo gobierne, la discusión sobre asuntos esencialmente políticos equivale a escupir hacia el techo". En el fondo, el Primer Mandatario de Salta es también nuestro primer humorista, pero como él mismo dice (con ese lenguaje tan fino que lo caracteriza) habrá que 'bancárselo'.
El Gobernador de Salta se da perfecta cuenta -al igual que yo- de que la política en una sociedad es una especie de gran libro colectivo.
La diferencia estriba sin embargo en que, para mí, se trata de una novela desordenada de final abierto escrita con retazos de nuestros debates y discusiones, mientras que para él, algunos capítulos -por no decir todos- nos vienen impuestos por una pluma superior, a la que más vale acatar y no contradecir. Una 'pluma' en la que el pensamiento del Gobernador se siente misteriosamente reflejado.
Esta forma de pensar no es -¡ya quisiera!- propia y exclusiva del Gobernador, sino quizá, más bien, producto de una cultura de tradición dogmática, como lo es la nuestra, en la que la expresión de una discrepancia intelectual tiende a confundirse con un intento de agresión personal, que promueve reacciones defensivas tan cerradas como innecesarias.
En el fondo, en esta particular, sutil y casi intrascendente diferencia se advierte mejor la distancia que separa a un demócrata libertarista de un autócrata reaccionario y preconciliar.
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