VÍCTIMA Y ALTERNATIVAS AL DERECHO PENAL REPRESIVO
Por Alberto BOVINO (*)
Existen víctimas por nacimiento, nacidas para ser degolladas así como los criminales nacen para ser colgados de la horca. Tú lo puedes ver en sus caras. Existe un tipo de víctima, así como existe un tipo de criminal.
Aldous HUXLEY, Contrapunto.
I. LA NEGACIÓN DE LA VÍCTIMA
El papel que se reconoce actualmente a la víctima en el proceso penal no es el mismo que ella tenía con anterioridad a la instauración del sistema de persecución penal pública. En el ámbito del continente europeo, hasta el siglo XII, el derecho de los pueblos germánicos organizaba un derecho penal fundado en un sistema de acción privada y en la composición. Tal como se señala:
“no se puede decir... que la víctima esté por primera vez en un plano sobresaliente de la reflexión penal. Estuvo allí en sus comienzos, cuando reinaba la composición, como forma común de solución de los conflictos sociales, y el sistema acusatorio privado, como forma principal de la persecución penal. La víctima fue desalojada de ese pedestal, abruptamente, por la inquisición, que expropió todas sus facultades, al crear la persecución penal pública, desplazando por completo la eficacia de su voluntad en el enjuiciamiento penal, y al transformar todo el sistema penal en un instrumento del control estatal directo sobre los súbditos; ya no importaba aquí el daño real producido, en el sentido de la restitución del mundo al statu quo ante, o, cuando menos, la compensación del daño sufrido; aparecía la pena estatal como mecanismo de control de los súbditos por el poder político central, como instrumento de coacción... en manos del Estado” (1).
El modelo de enjuiciamiento penal inquisitivo se afianzó, a partir del siglo XIII, ante los requerimientos de centralización del poder político de las monarquías absolutas que terminaron conformando los Estados nacionales. Surgió, entonces, como ejercicio de poder punitivo adecuado a la forma política que lo engendró. Del mismo modo y con anterioridad, surgió en el seno de la Iglesia para servir a sus vocaciones de universalidad:
“El camino por la totalidad política que inicia el absolutismo, en lo que a la justicia penal se refiere, se edifica a partir de la redefinición de conceptos o instituciones acuñados por la Inquisición” (2).
La idea de pecado era central en este diseño: el pecado, un mal en sentido absoluto, debía ser perseguido en todos los casos y por cualquier método. Esta noción de pecado influyó en las prácticas que el nuevo procedimiento contendría. El fundamento de la persecución penal ya no era un daño provocado a un individuo ofendido; la noción de daño desapareció y, en su lugar, apareció la noción de infracción como lesión frente a Dios o a la persona del rey —crimen lesa majestatis—. Este fundamento, que sirvió para que el soberano se apropiara del poder de castigar y que surgió en un contexto histórico en el que el poder político se encontraba absolutamente centralizado, este fundamento autoritario que implicaba la relación soberano absoluto-súbdito, y que reflejaba la necesidad de ejercer un control social férreo sobre los individuos, no logró ser quebrado con las reformas del siglo XIX y llega hasta nuestros días.
Con el sistema inquisitivo apareció la figura del procurador y un nuevo fin del procedimiento: la averiguación de la verdad.
“El reclamo que efectuará el procurador en representación del Rey necesita la reconstrucción de los hechos, que le son ajenos, y que intenta caratular como infracción. La búsqueda de la verdad histórica o material se constituye así en el objeto del proceso. La indagación será el modo de llegar a esta particular forma de verdad, que nunca pasará de ser una ficción parcializada de lo ocurrido” (3).
En el nuevo método de atribución de responsabilidad penal, el imputado se convirtió en un simple objeto de persecución para llegar a la verdad. Esta redefinición de sujeto a objeto se vio justificada por la necesidad de determinar cómo sucedieron los hechos. Pero el imputado no fue el único sujeto redefinido por las nuevas prácticas punitivas. La víctima, en el nuevo esquema, quedó fuera de la escena. El Estado ocupó su lugar y ella perdió su calidad de titular de derechos. Al desaparecer la noción de daño y, con ella, la de ofendido, la víctima perdió todas sus facultades de intervención en el procedimiento penal. La necesidad de control del nuevo Estado sólo requería la presencia del individuo victimizado a los efectos de utilizarlo como testigo, esto es, para que legitime, con su presencia, el castigo estatal. Fuera de esta tarea de colaboración en la persecución penal, ninguna otra le correspondía.
Con el movimiento reformador del siglo XIX, surgió el procedimiento inquisitivo reformado que, en lo fundamental, conservó los pilares sobre los que se generó el método inquisitivo histórico. La ideología autoritaria sigue presente en nuestros códigos, a través de dos principios materiales de la inquisición: la persecución penal es pública, y la persecución penal hace que el objeto del procedimiento sea la averiguación de la verdad histórica (MAIER). Aun cuando se establecieron ciertos límites, la inquisición sigue entre nosotros. Este modelo, adoptado en un marco histórico de concentración absoluta del poder político y de desprecio por los individuos, persiste en el derecho penal vigente.
La decisión por la persecución de oficio de los delitos implica que ésta es promovida por órganos del Estado. El interés público ante la gravedad del hecho y el temor a la venganza privada justificaron históricamente esta intervención (BAUMAN).
La idea que intenta justificar este extrañamiento de la víctima se vincula al carácter macrosocial que se asigna al resultado de toda ilicitud penal. Así, se afirma sin fundamentos serios que una infracción penal afecta algo más que el bien jurídico concreto de la víctima que fuera lesionado por el delito. Si alguien se apodera ilegítimamente de un libro que nos pertenece, se afirma, sin explicar por qué, que no sólo se afecta la relación de disponibilidad que tenemos sobre ese libro, sino un concepto metafísico que denominamos “patrimonio” (no cuestionamos aquí la utilidad del concepto “patrimonio”, sino la existencia de un bien abstracto que se denomine así. No existe el “patrimonio” abstracto, sólo existe el patrimonio de las personas), y, además, que tal afectación incumbe a la comunidad toda.
Nadie puede explicar, sin embargo, por qué razón, por ejemplo, el acoso sexual es un problema intersubjetivo si está regulado en el derecho laboral y, al pasar al derecho penal, se transforma en un asunto que afecta a la comunidad toda. Se deja de lado, en este camino justificatorio, que los delitos son convenciones humanas contingentes.
La consideración del hecho punible como hecho que presenta algo más que el daño concreto ocasionado a la víctima, justifica la decisión de castigar y la necesidad de que sea un órgano estatal quien lleve adelante la persecución penal. Un conflicto entre particulares se redefine como conflicto entre autor del hecho y sociedad o, dicho de otro modo, entre autor del hecho y Estado. De este modo se expropia el conflicto que pertenece a la víctima (CHRISTIE).
El derecho penal estatal que conocemos surge, históricamente, justificado como medio de protección del autor del hecho frente a la venganza del ofendido o su familia, como mecanismo para el restablecimiento de la paz. La historia del derecho penal muestra, sin embargo cómo éste fue utilizado exclusivamente en beneficio del poder estatal para controlar ciertos comportamientos, de ciertos individuos, sobre quienes infligió crueles e innecesarios sufrimientos, y cómo excluyó a la víctima al expropiarle sus derechos.
Las garantías del programa reformador del siglo XIX no han sido suficientes para limitar las arbitrariedades del ejercicio de las prácticas punitivas, entre otros motivos, porque son los órganos estatales que llevan adelante la persecución los encargados de poner límites a esa persecución, es decir, porque deben controlarse a sí mismos. Frente a la concentración de facultades en los órganos del Estado, los individuos fueron constituidos como sujetos privados, esto es, como sujetos sin derechos.
A través de la persecución penal estatal, la víctima ha sido excluida por completo del conflicto que, se supone, representa todo caso penal. Una vez que la víctima es constituida como tal por un tipo penal, queda atrapada en el mismo tipo penal que la ha creado (si bien los abolicionistas hablan de un proceso de exclusión de la víctima, lo cierto es que se trata de un proceso de inclusión —al definir las conductas punibles, que atribuyen la calidad de víctima— seguido por un proceso de exclusión —al no requerir la voluntad de la víctima para determinar si hubo infracción—. Un desarrollo más acabado de este proceso de inclusión/exclusión en BOVINO, Contra la legalidad, ps. 81 y siguientes).
Para ello, el discurso jurídico utiliza un concepto específico, el concepto de bien jurídico. Lo cierto es que, desde este punto de vista, el bien jurídico no es más que la víctima objetivada en el tipo penal. La exclusión de la víctima es tan completa que, a través de la idea acerca de la indisponibilidad de ciertos bienes jurídicos, se afirma que la decisión que determina cuándo un individuo ha sido lesionado es un juicio objetivo y externo a ese individuo, que se formula sin tener en cuenta su opinión. Al escindir el interés protegido de su titular o portador concreto, objetivamos ese interés, afirmando la irrelevancia política de ese individuo para considerarse afectado por una lesión de carácter jurídico-penal. Esta concepción de la víctima como sujeto privado no es compatible con el carácter de titular de derechos que los actuales ordenamientos jurídicos positivos otorgan a las personas.
La objetivación del concepto de bien jurídico, en este sentido, resulta compatible con un derecho penal que descansa en el concepto de ilicitud como infracción a una norma, como oposición a la voluntad del Estado, esto es, con un derecho penal inquisitivo:
“La Inquisición consiste en perseguir almas descarriadas... El derecho inquisitorio confunde al delito con el pecado y el proceso penal está teñido por esta falta de diferenciación... lo perseguible criminalmente no consiste esencialmente en dañar a otro; la función de la coerción estatal debe dirigirse a castigar a aquellos que se apartan de ciertos ideales de excelencia. No castigamos el consumo de drogas, el menosprecio a los símbolos patrios o las exhibiciones obscenas porque ocasionen daños. Perseguimos estas acciones porque constituyen síntomas de espíritus aviesos, de actitudes pecaminosas. La condena no recae sobre el acto, recae sobre la persona desobediente. De esta premisa se sigue que la víctima carece de importancia; el delincuente no actúa contra sus congéneres sino que desobedece a DIOS” (MALAMUD GOTI).
El modelo de justicia punitiva se caracteriza por definir la ilicitud penal como infracción a una norma, es decir, como quebrantamiento de la voluntad del soberano. En él la persecución penal es pública, no dependerá de la existencia de un daño concreto alegado por un individuo, y los intereses de la víctima del hecho punible serán dejados de lado en aras de los intereses estatales de control social sobre los súbditos (cf. LENMAN, Bruce y PARKER, Geoffrey, The State, the Community and the Criminal Law in Early Modern Europe, en AA.VV., Crime and the Law. The Social History of Crime in Western Europe since 1500, Ed. Europa Publications, Londres, 1980). La consecuencia para quien desobedece la norma, por otra parte, consistirá en la imposición de castigo que estará justificado por las teorías tradicionales de la pena. De este modo, la intervención del derecho penal redefine un conflicto entre dos individuos —autor y víctima— como un conflicto entre uno de esos individuos —autor— y el Estado.
El modelo de justicia reparatoria, por otra parte, se caracteriza por construir la ilicitud penal como la producción de un daño, es decir, como la afectación de los bienes e intereses de una persona determinada —sea que se trate de una persona física o jurídica particular, o un colectivo de personas, o una institución, pública o privada, también concreta—. La persecución permanece en manos del individuo que ha soportado el daño y el Estado no interviene coactivamente en el conflicto —que permanece definido como conflicto interindividual— y, cuando lo hace, es porque alguien —quien puede ser definido como víctima— que ha sufrido una afectación en sus intereses lo solicita expresamente. La consecuencia principal para el autor del hecho en este modelo consiste, en general, en la posibilidad de recurrir a algún mecanismo de composición entre él y la víctima que, genéricamente, puede ser definido como el restablecimiento, fáctico o simbólico, de la situación a su estado anterior.
Cada modelo implica, de este modo, una definición diferente del papel que desempeñan los distintos actores del procedimiento y, además, del carácter que adquiere la consecuencia a imponer por la comisión del hecho que genera el conflicto. Estas dos implicancias de los modelos de justicia penal —el papel de los actores en el procedimiento y el carácter de la consecuencia que genera el hecho— resultan de trascendental importancia para la víctima. Cada modelo le atribuye una posición determinada en el escenario del procedimiento y, a la vez, toma posición acerca del grado de reconocimiento que tendrán sus intereses concretos.
En el camino de la justicia penal de carácter represivo se deja de lado que la única fundamentación que puede tener el derecho penal en un Estado democrático de derecho es la protección de bienes jurídicos de los habitantes —individuales o colectivos—, y no la sumisión a los dictados del ordenamiento jurídico. En este sentido, se afirma, correctamente:
“... [s]i el derecho penal sirve para algo en una sociedad secular, este algo consiste en prevenir daños y, al suceder los daños, en devolverle a las personas el respeto requerido para ser sujetos morales plenos. El chantajeado, el violado y la persona transformada en cosa por la violencia merecen un remedio institucional redignificante. Este remedio es la condena penal lograda mediante la participación del ofendido en el proceso. Llamo a esta versión del derecho, ‘derecho protector’” (MALAMUD).
Es hora de exigirle al derecho penal que reconozca la relevancia política de la víctima. Los desarrollos teóricos deben comenzar a saldar sus deudas con el ofendido y a incluirlo en sus categorías conceptuales. En este sentido, se afirma:
“… intentaré introducir en la consideración… algunos otros factores que han contribuido a hacer de la víctima del delito también una víctima de la dogmática de la teoría del delito” (ESER).
Es justo señalar, sin embargo, que en las últimas décadas ha habido un resurgimiento del interés por la víctima, y es prueba de ello el desarrollo doctrinario, las reformas en el derecho comparado, y la existencia de diversos movimientos por los derechos de la víctima (Maier, Bovino).
Sin embargo, con algunas excepciones, no es mucho lo que se ha hecho por devolver a la víctima su lugar protagónico en el tratamiento del caso penal (ESER). ¿Por qué debe ser el Estado el que defina los comportamientos punibles y asigne las penas? ¿Por qué debe ser el Estado el titular de la acción penal? ¿Por qué debe ser el Estado quien decide en un caso concreto si se aplicará o no el castigo? ¿Que queda a los individuos en este programa?
Para ello es necesario producir cambios más sustantivos, esto es, que alteren el núcleo de los principios estructurales del derecho penal estatal que llega hasta nuestros días (MAIER), a pesar de que tales principios surgieron con la formación del Estado absoluto.
En este aspecto, es necesario impugnar el principio de oficialidad —persecución penal pública—, el principio de legalidad procesal —la persecución obligatoria de todos los hechos punibles—, la regla de la respuesta punitiva frente a todo hecho punible, etcétera.
Sin dejar de conceder relevancia a las recientes reformas de los países de nuestra región que, hasta cierto punto, reconocen derechos sustantivos a la víctima, es necesario algo más. A modo de ejemplo de los mecanismos ya adoptados en estas reformas, vale citar los datos que surgieron de un un estudio reciente sobre el nuevo CPP El Salvador, en el cual se midieron las resoluciones dictadas en casos penales desde el 20 de abril de 1998 —fecha de entrada en vigencia del nuevo código— hasta el 30 de junio de 2000. Los resultados llaman particularmente la atención. Del total de 51.719 causas resueltas en ese período, el 32,21 % —esto es, 19.447 causas— se clausuraron por conciliación entre imputado y víctima (4).
Si queremos producir cambios estructurales en el derecho penal, las instituciones ya adoptadas deberían extenderse y profundizarse, y se debe estar atentos a las posibles perversiones de las medidas supuestamente instrumentadas a favor de la víctima (5).
Nos referimos, por ejemplo, a la conveniencia de incentivar medidas tales como:
a) la ampliación sustancial del catálogo de delitos de acción privada;
b) la conversión de la acción pública en acción privada establecida como derecho de la víctima;
c) la legitimación para querellar de asociaciones cuando se trate de delitos que afecten bienes jurídicos colectivos, o de delitos que repesenten abusos de poder o violaciones de derechos humanos;
d) la intervención del fiscal como abogado particular de la víctima en casos en que ésta desee querellar (6);
e) una mayor cantidad, amplitud y supuestos de aplicación de mecanismos reparatorios no represivos —v. gr., conciliación entre autor y víctima; reparación del daño individual o social causado—;
f) el aumento sustancial de tipos penales dependientes de instancia privada, y la regulación de la revocación de la instancia como causa de extinción de la acción penal;
g) la regulación legal de supuestos de oportunidad en sentido amplio —v. gr., suspensión de la persecución penal a prueba; oportunidad en sentido estricto; reparación del daño particular o social como causa de extinción de la acción penal—.
Los mecanismos regulados en aquellos países que han atravesado por un proceso de reforma sustancial —v. gr, Bolivia, Costa Rica, Chile, El Salvador, Guatemala, Honduras, Venezuela, entre otros— resultan, por supuesto, auspiciosos. Sin embargo, tales mecanismos no han conseguido transformar el modelo de derecho penal represivo en un modelo de derecho penal reparatorio, pues se han sido regulado como instituciones residuales tendientes a descomprimir en cierta medida a la justicia penal estatal represiva para tornarla más eficiente. Es por ello que debemos profundizar la regulación de mecanismos sustantivos y procesales reparatorios para comenzar, de una vez, a abandonar el modelo de derecho penal represivo que otorga a la víctima un triste lugar en la admnistración de justicia penal.
Sólo así podremos elaborar un sistema que nos permita acercarnos al modelo propuesto por MAIHOFER, quien sostuviera:
“En un Derecho penal entre libres e iguales, la reparación debe ser la sanción primera, la terminación del conflicto por composición y por compensación del daño, el procedimiento preferido” (7).
II. UN MODELO ABIERTO
Podemos decir, entonces, que abolir el sistema de justicia penal puede ser una paradoja, una utopía, un snobismo central o una moda local. También puede ser un sueño, un proyecto, una descripción nihilista que paralice, o un programa milenario. O una apuesta más de trabajo cotidiano. Que es lo que cree un buen abolicionista.
Alberto BOVINO, Manual del buen abolicionista.
II. 1. Las necesidades de las víctimas
Y llegamos, finalmente, a la cuestión más conflictiva que plantea la necesidad de generar mecanismos efectivos que atiendan realmente a las personas que sufren agresiones delicitivas. Muchas personas preocupadas sinceramente por esta cuestión, es necesario advertir, quizá esperan del derecho —especialmente del derecho penal— mucho más de lo que éste puede dar.
Se trata de “construir” un “modelo para armar”, es decir, de establecer mecanismos que garanticen que la víctima sea escuchada y que se atiendan sus necesidades legítimas. A nuestro juicio, lo único que puede aportar el derecho en este ámbito, es, precisamente, un modelo abierto, esto es, un modelo que no impida ab initio la consideración de todas las opciones posibles. Diversos estudios demuestran, por un lado, el fracaso del modelo represivo y, por el otro, el hecho de que las víctimas, en muchos casos, no consideran adecuada la respuesta penal (8).
La experiencia concreta del Estado de Michigan, en los EE.UU., confirma esta hipótesis. La significativa reforma de la Ley de Conducta Sexual Delictiva de Michigan (Criminal Sexual Conduct Act), en este sentido, arrojó resultados claros. La reforma de aspectos sustantivos y procesales de la legislación produjo un incremento considerable de sentencias condenatorias impuestas a autores de agresiones sexuales y mejoró sustancialmente el trato que la justicia penal proporcionó a las víctimas. Sin embargo, no tuvo efectos apreciables en cantidad de hechos denunciados (9).
En consecuencia, esa experiencia señala que, aun en las mejores condiciones posibles, las víctimas siguen sin confiar en el tratamiento exclusivamente penal de hechos punibles tan graves como las agresiones sexuales.
Así, los propios criminólogos reconocen la imposibilidad de decidir a priori qué es lo que las víctimas reclaman, o cuál es la mejor solución para sus problemas. Para poner un ejemplo, la experiencia de trabajar con mujeres agredidas sexualmente ha provocado las siguientes reflexiones:
“No todas las mujeres manifiestan abiertamente este reclamo. A veces el pedido de justicia coexiste y se mezcla con otras preocupaciones que pueden aparecer como más urgentes o apremiantes, sobre todo las dudas y temores acerca de las posibles consecuencias físicas, psicológicas o sociales (por ejemplo: contarlo o no a la familia o a la pareja, temor al embarazo o al contagio de ETS, preocupación acerca del impacto sobre la vida sexual” (10).
En este contexto, se sugiere, para poder dar diferentes respuestas frente a necesidades también diferentes, el uso del término “reparación”, que pretende abarcar la amplia gama de soluciones que pueden instrumentarse:
“Aunque no se puede generalizar, lo que nosotras vemos es que, en gran parte de los casos, antes o después, en menor o mayor grado, las mujeres víctimas de violación tienen conciencia de haber estado sometidas contra su voluntad y sus deseos a una situación lesiva o injusta, ejercida por alguien que es responsable de la agresión y, por tanto, sienten que pueden —y en algunos casos que pueden y deben— aspirar legítimamente a una reparación...
Lo que también hemos podido observar en los numerosos relatos que hemos escuchado es que los caminos de la reparación son variados y singulares. Algunas mujeres son capaces de autoreparación (a través de la elaboración intrapsíquica o a través de actos y ritos con fuerte contenido simbólico); para otras puede ser reparatorio el apoyo, la comprensión y la valoración de personas significativas; para otras todas estas formas pueden ser útiles pero no suficientes y necesitarán señales visibles de reparación institucionales y públicas (castigo o repudio social al violador, indemnizaciones, trascendencia mediática, etc.)” (11).
Si se pretende, entonces, atender a estas necesidades, sin caer en abstracciones sobre lo que necesitan “las mujeres” —o “las víctimas˝—, es necesario generar mecanismos que permitan escuchar a cada una de las personas victimizadas, para atender a sus intereses concretos, sin imponerles salidas que, además de resultar ajenas a su propia voluntad, podrían no coincidir —e incluso, oponerse— con sus legítimos intereses y necesidades.
II. 2. El marco legal reparatorio
La tendencia actual —que no limita los mecanismos conciliatorios alternativos a las medidas represivas al ámbito particular de determinado grupo de delitos— expresa una fuerte apuesta al reemplazo de la sanción punitiva a través de diferentes métodos de soluciones composicionales, esto es, acuerdos entre las diversas partes que fueron protagonistas del hecho considerado delictivo. Entre ellos, se destacan mecanismos como el instituto de la “conciliación” regulado en el nuevo CPP Costa Rica. El art. 36 del CPP Costa Rica establece:
“Conciliación. En las faltas o contravenciones, en los delitos de acción privada, de acción pública a instancia privada y los que admitan la suspensión condicional de la pena, procederá la conciliación entre víctima e imputado, en cualquier momento hasta antes de acordarse la apertura a juicio.
En esos casos, si las partes no lo han propuesto con anterioridad, en el momento procesal oportuno, el tribunal procurará que manifiesten cuáles son las condiciones en que aceptarían conciliarse.
Para facilitar el acuerdo de las partes, el tribunal podrá solicitar el asesoramiento y el auxilio de personas o entidades especializadas para procurar acuerdos entre las partes en conflicto, o instar a los interesados para que designen un amigable componedor. Los conciliadores deberán guardar secreto sobre lo que conozcan en las deliberaciones y discusiones de las partes.
Cuando se produzca la conciliación, el tribunal homologará los acuerdos y declarará extinguida la acción penal.
El tribunal no aprobará la conciliación cuando tenga fundados motivos para estimar que alguno de los intervinientes no está en condiciones de igualdad para negociar o ha actuado bajo coacción o amenaza.
No obstante lo dispuesto antes, en los delitos de carácter sexual, en los cometidos en perjuicio de menores de edad y en las agresiones domésticas, el tribunal no debe procurar la conciliación entre las partes ni debe convocar a una audiencia con ese propósito, salvo cuando lo soliciten en forma expresa la víctima o sus representantes legales”.
Como puede apreciarse, la conciliación, según el texto citado, se aplica a una gran variedad de delitos de lo más diversos. Además de que éste es solo uno de los mecanismos composicionales del CPP Costa Rica, es interesante señalar que el juez tiene el deber de promover la reconciliación, según lo que surge de los párrafos II y III de la regla analizada. El papel del tribunal en el supuesto de conciliación surge de modo inequívoco del texto legal. El art. 36, párr. IV, dispone que, toda vez que “... se produzca la conciliación, el tribunal homologará los acuerdos y declarará extinguida la acción penal” (destacado agregado).
Según el claro significado de la disposición legal, el tribunal carece de facultades para negarse a homologar una conciliación ya producida. Esta interpretación se impone por diversas razones. En primer lugar, porque las únicas personas que pueden conciliarse son las partes. Por otra parte, el lenguaje de la regla es claramente ordenatorio: dada la condición de que se produzca la conciliación, el tribunal “homologará” el acuerdo. En tercer término, el legislador ha regulado de otra manera el instituto de la suspensión, donde sí prevé una análisis judicial de la razonabilidad del acuerdo reparatorio, facultad no contenida en esta norma. Por último, tal como surge del párr. V, existe un solo supuesto en el que tribunal no está obligado a homologar la conciliación. Sin embargo, no se trata de una excepción al principio establecido en el párrafo anterior pues, en realidad, se trata de un supuesto en el cual no existe una verdadera conciliación, que es el único requisito legal para que el tribunal declare extinguida la acción penal.
Pero la mayor ventaja de la legislación costarricense consiste, desde el punto de vista procesal, que se prevé un mecanismo que incentiva los acuerdos conciliatorios, operando así el derecho procesal como derecho realizador del derecho sustantivo. Desde el punto de vista sustantivo, lo importante es que no se requiere ningún tipo de requisito formal o material en cuanto al contenido del acuerdo conciliatorio. Sólo en un marco que permita esta amplitud, si los operadores jurídicos se toman en serio su deber de fomentar las conciliaciones equitativamente para ambas partes, será posible trabajar junto a las personas que han sido victimizadas para tratar de buscar la solución, respuesta o medida que más se adecue a las necesidades del caso concreto.
En conclusión, consideramos que un mecanismo como el citado es el que, bajo ciertas condiciones, puede resultar más idóneo para atender a las necesidades de la víctima. Ello pues no predetermina el contenido de la posible salida reparatoria. Por supuesto, no pretendemos afirmar que este mecanismo, por su sola existencia, permitirá un tratamiento adecuado de las personas victimizadas. Para ello resultará esencial, además, que tanto el Estado —v. gr., Oficinas de Asistencia y Protección de la Víctima— como la comunidad —v. gr., asociaciones— intervengan activamente para garantizar la protección efectiva de la víctima.
NOTAS AL PIE
(*) Conferencia dada en el marco del XII CONGRESO NACIONAL DE DERECHO PENAL Y CRIMINOLOGÍA - EN HOMENAJE AL PROF. JULIO B. J. MAIER, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires, 19 de octubre de 2005. El texto utiliza, en gran medida, material de otros trabajos previos, y sólo pretende presentar una primera exposición hacia el problema. Agradecemos a los organizadores tanto por su invitación a dar la conferencia como por la posibilidad de publicar el texto.
(1) MAIER, Julio B. J., La víctima y el sistema penal, en AA.VV., De los delitos y de las víctimas, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1992, ps. 187 y siguiente.
(2) FERNÁNDEZ BLANCO, Carolina y JORGE, Guillermo, Los últimos días de la víctima, en “No Hay Derecho”, s. ed., Buenos Aires, 1993, Nº 9, p. 14.
(3) FERNÁNDEZ BLANCO y JORGE, Los últimos días de la víctima, cit., p. 14.
(4) Cf. MARTÍNEZ VENTURA, Beneficios penitenciarios de las personas privadas de libertad, p. 18, Cuadro Nº 1.
(5) Hay que tener cuidado de que las reformas a favor de la víctima no terminen por adecuarse a los principios del derecho penal estatal.
(6) Sobre esta propuesta, cf. BOVINO, Alberto, La víctima como sujeto público y el Estado como sujeto sin derechos, en “Lecciones y Ensayos”, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1994, nº 59, ps. 30 y siguientes.
(7) Citado por ROXIN, Claus, La reparación en el sistema de los fines de la pena, en AA.VV., De los delitos y de las víctimas, cit., p. 141.
(8) En un servicio de atención a las víctimas de París se determinó que las personas que asistían no hacían diferencias entre asuntos civiles y penales, esto es, que el público no se reconocía en las distinciones puramente jurídicas. También se determinó que acudían espontáneamente personas que, aunque se consideraban víctimas, no tenían la voluntad de perseguir penalmente (cf. HULSMAN, Louk, y BERNAT DE CELIS, Jacqueline, Sistema penal y seguridad ciudadana: Hacia una alternativa, Ed. Ariel, Barcelona, 1984, ps. 107 y s.). Quienes trabajaban en el servicio afirmaron: “Las personas que vienen a este servicio no tienen nada especialmente agresivo. No exteriorizan un ánimo vengativo. Han venido a hablar del perjuicio que sufrieron, simplemente con la esperanza de hacer cesar la situación que experimentan y recobrar, si procede, su dinero. Lo que quieren estas víctimas es obtener reparación y volver a encontrar la paz. Es también hallar a alguien que los escuche con paciencia y simpatía” (ps. 108 y s.).
(9) Cf. TEMKIN, Jennifer,Women, Rape and Law Reform, en AA.VV., Rape, Ed. Basil Blacwell, Oxford, 1986, ps. 28 y siguiente.
(10) RUFFA, Beatriz, Víctimas de violaciones: reparación jurídica. Otras formas de reparación, en “Travesías”, Ed. CECYM, Buenos Aires, 1988, nº 7, ps. 51 y siguiente.
(11) RUFFA, Víctimas de violaciones: reparación jurídica. Otras formas de reparación, cit., p. 52 (destacado agregado).