01) En una de los primeros trabajos incluidos en su libro “En torno de la jurisdicción”, publicado en nuestro país, Ud. habla del concepto de “interpretación operativa”. ¿Podría explicar brevemente en qué sentido utiliza el término?
02) Ud. es uno de los pocos juristas que destaca continuamente la inmesa relevancia de las cuestiones de hecho y su estrecha relación con las reglas normativas en el proceso de interpretación y aplicación del derecho en las decisiones judiciales. Sin embargo, en los modelos de enseñanza del derecho de las universidades latinoamericanas y, al menos según creo, en las de su país, se insiste, en el mejor de los casos, en la enseñanza de casos hipotéticos y en un desprecio por las cuestiones de hecho y prueba. ¿A qué se debe este fenómeno?
PAI: Me parece que son dos los factores a considerar para dar razón de esta situación. Uno propio de la cultura jurídica general; otro más bien específico de la subcultura de los jueces.
El primero pertenece, creo, al universo conceptual del positivismo dogmático y es la banalización de la quaestio facti. En esta concepción del derecho los hechos son un mero dato, no un problema. Están dados como tales en la propia experiencia y bastaría tomarlos (da mihi factum…) para operar jurídicamente con ellos. A esto se debe que, mientras la teoría del derecho sugiere cautelas frente al lenguaje del legislador y proporciona recursos técnicos para operar con él; se pierde de vista que los hechos para el jurista, y en particular para el juez, son discursos cuya interpretación plantea particulares dificultades. Algo de lo que, sin embargo, se prescinde.
En el caso de los jueces hay que remontarse al momento en que las legislaciones liberales acogen el principio de la libre convicción en la adopción de las decisiones de hecho (ya vigente, contra o praeter legem en la práctica de las altas cortes europeas). Ese principio, que reclamaba un modo de operar racional, justificado y justificable y planteaba relevantes cuestiones epistemológicas ya entrevistas por los juristas ilustrados, fue asumido por los jueces en clave psicologista, irracional, como si los habilitase para decidir por iluminación. Así acotaron un espacio de auténtica soberanía. Por ello, una reinterpretación del mismo, en la clave reclamada, por ejemplo, por un Carrara, suponía para ellos pérdida de poder, de un poder extranormativo y directamente político. Y, además, una complicación, pues la alternativa llevaba directamente, como lleva, al terreno de la motivación, complicándoles la vida. Es lo que justifica una endémica resistencia, ideológicamente fundada en argumentos como el de que lo que hace el juez conecta con “lo inefable”. Vamos, como si la judicial fuera una experiencia mística.
03) En un trabajo de hace varios años, Ud. realizó una crítica aguda del encarcelamiento preventivo. Entre otras cuestiones, afirmó:
“… la convicción de que el trabajo de quien administra un instituto tan contaminado de ilegitimidad, y tan contaminante, como la prisión provisional, termina siendo, inevitablemente y aún en el mejor de los casos, trabajo sucio.
…
Se trata, en suma, de reconocer que no existen prácticas limpias de la prisión provisional… Pues, del principio al fin, la prisión provisional es siempre y ya definitivamente pena. Y es, precisamente, anticipando de iure y de facto ese momento punitivo como cumple el fin institucional que tiene objetivamente asignado”.
¿Qué cree que pueden —y deben— hacer los tribunales y los litigantes en el marco de procesos concretos para reducir la gravedad y magnitud del problema?
PAI: La prisión provisional mantiene a los juristas y, en particular, a los jueces, en un callejón sin salida. De un lado por su más que problemática relación con el principio de presunción de inocencia. De otro, por la función que efectivamente cumple en los vigentes órdenes penales.
En cuanto a lo primero, es claro que no puede ser una pena anticipada. Pero lo cierto es que, como el sujeto del chiste, que fumaba en el autobús, “va pudiendo”, porque lo que realmente no puede es ser otra cosa; cuando, como ocurre, priva de derechos fundamentales a quien tiene la consideración de inocente.
Por lo que hace a lo segundo, se la presenta como un recurso subsidiario, instrumental, pero lo cierto es que ocupa el centro del sistema, que, en sus constantes actuales, no podría funcionar sin ella. Debido a que ha llegado a subrogarse en gran medida en el papel de la pena.
Es por lo que los jueces tienen tan difícil, si no imposible, hacer un uso limpio del terrible instituto, universalmente constitucionalizado. Así, la única opción es tratar de sujetar su empleo al cumplimiento de exigencias de carácter procesal y tomarse muy en serio el —aquí especialmente difícil— deber de motivación, en la línea constitucional más estricta, es decir, con la vista puesta en la jerarquía de los valores y derechos en juego.
En cualquier caso —lo he dicho alguna vez— que el juez sensible experimente, al menos, un grado de mala conciencia en estos casos, podría ser una cierta garantía de orden cultural.
PS: Agradecemos especialmente al amigo Perfecto por su riquísima y rápida respuesta. Un auténtico señor juez de verdad.
PAI: El concepto “interpretación operativa” fue acuñado tempranamente por Ferrajoli, en un trabajo de 1966 —y, por cierto, recogido por Wroblewski, el gran especialista polaco en lógica jurídica en un texto de 1972— por oposición al de “interpretación doctrinal”, para referirse a la que hacen los juristas prácticos con vistas a dar solución a una necesidad de esta índole. Mientras en la segunda el intérprete trabaja con una norma, como texto, en sí misma dotada de un significado a determinar; en el caso de la primera el material de trabajo viene dado por un segmento de la experiencia jurídica, en el que norma y hecho se interpelan recíprocamente ya desde el primer momento y si el hecho interesa es porque resulta jurídicamente relevante en concreto y, diría, además problemático. Esto, debido a que suscita una cuestión que reclama respuesta. Lo explica muy bien Ferrajoli: en tal clase de supuestos no hay un hecho y una norma en espera de ser conectados, sino que uno y otra aparecen indisociablemente unidos por una relación funcional, ya desde el inicio. Diría que la “operativa” es la interpretación por antonomasia, pues en ella se actualiza el auténtico papel social del derecho. Además, plantea problemas particulares, debido a la importancia de los factores pragmáticos, a la relación —tensión— de las necesidades en presencia. Es por lo que, también muy expresivamente, Ross señaló que lo realizado en tal género de situaciones es “un acto de naturaleza constructiva” y “no un acto de puro conocimiento”.
02) Ud. es uno de los pocos juristas que destaca continuamente la inmesa relevancia de las cuestiones de hecho y su estrecha relación con las reglas normativas en el proceso de interpretación y aplicación del derecho en las decisiones judiciales. Sin embargo, en los modelos de enseñanza del derecho de las universidades latinoamericanas y, al menos según creo, en las de su país, se insiste, en el mejor de los casos, en la enseñanza de casos hipotéticos y en un desprecio por las cuestiones de hecho y prueba. ¿A qué se debe este fenómeno?
PAI: Me parece que son dos los factores a considerar para dar razón de esta situación. Uno propio de la cultura jurídica general; otro más bien específico de la subcultura de los jueces.
El primero pertenece, creo, al universo conceptual del positivismo dogmático y es la banalización de la quaestio facti. En esta concepción del derecho los hechos son un mero dato, no un problema. Están dados como tales en la propia experiencia y bastaría tomarlos (da mihi factum…) para operar jurídicamente con ellos. A esto se debe que, mientras la teoría del derecho sugiere cautelas frente al lenguaje del legislador y proporciona recursos técnicos para operar con él; se pierde de vista que los hechos para el jurista, y en particular para el juez, son discursos cuya interpretación plantea particulares dificultades. Algo de lo que, sin embargo, se prescinde.
En el caso de los jueces hay que remontarse al momento en que las legislaciones liberales acogen el principio de la libre convicción en la adopción de las decisiones de hecho (ya vigente, contra o praeter legem en la práctica de las altas cortes europeas). Ese principio, que reclamaba un modo de operar racional, justificado y justificable y planteaba relevantes cuestiones epistemológicas ya entrevistas por los juristas ilustrados, fue asumido por los jueces en clave psicologista, irracional, como si los habilitase para decidir por iluminación. Así acotaron un espacio de auténtica soberanía. Por ello, una reinterpretación del mismo, en la clave reclamada, por ejemplo, por un Carrara, suponía para ellos pérdida de poder, de un poder extranormativo y directamente político. Y, además, una complicación, pues la alternativa llevaba directamente, como lleva, al terreno de la motivación, complicándoles la vida. Es lo que justifica una endémica resistencia, ideológicamente fundada en argumentos como el de que lo que hace el juez conecta con “lo inefable”. Vamos, como si la judicial fuera una experiencia mística.
03) En un trabajo de hace varios años, Ud. realizó una crítica aguda del encarcelamiento preventivo. Entre otras cuestiones, afirmó:
“… la convicción de que el trabajo de quien administra un instituto tan contaminado de ilegitimidad, y tan contaminante, como la prisión provisional, termina siendo, inevitablemente y aún en el mejor de los casos, trabajo sucio.
…
Se trata, en suma, de reconocer que no existen prácticas limpias de la prisión provisional… Pues, del principio al fin, la prisión provisional es siempre y ya definitivamente pena. Y es, precisamente, anticipando de iure y de facto ese momento punitivo como cumple el fin institucional que tiene objetivamente asignado”.
¿Qué cree que pueden —y deben— hacer los tribunales y los litigantes en el marco de procesos concretos para reducir la gravedad y magnitud del problema?
PAI: La prisión provisional mantiene a los juristas y, en particular, a los jueces, en un callejón sin salida. De un lado por su más que problemática relación con el principio de presunción de inocencia. De otro, por la función que efectivamente cumple en los vigentes órdenes penales.
En cuanto a lo primero, es claro que no puede ser una pena anticipada. Pero lo cierto es que, como el sujeto del chiste, que fumaba en el autobús, “va pudiendo”, porque lo que realmente no puede es ser otra cosa; cuando, como ocurre, priva de derechos fundamentales a quien tiene la consideración de inocente.
Por lo que hace a lo segundo, se la presenta como un recurso subsidiario, instrumental, pero lo cierto es que ocupa el centro del sistema, que, en sus constantes actuales, no podría funcionar sin ella. Debido a que ha llegado a subrogarse en gran medida en el papel de la pena.
Es por lo que los jueces tienen tan difícil, si no imposible, hacer un uso limpio del terrible instituto, universalmente constitucionalizado. Así, la única opción es tratar de sujetar su empleo al cumplimiento de exigencias de carácter procesal y tomarse muy en serio el —aquí especialmente difícil— deber de motivación, en la línea constitucional más estricta, es decir, con la vista puesta en la jerarquía de los valores y derechos en juego.
En cualquier caso —lo he dicho alguna vez— que el juez sensible experimente, al menos, un grado de mala conciencia en estos casos, podría ser una cierta garantía de orden cultural.
PS: Agradecemos especialmente al amigo Perfecto por su riquísima y rápida respuesta. Un auténtico señor juez de verdad.
2 comentarios:
Glorioso Alberto.
Muy buena sección, y un excelente aperitivo para que nos pongamos a leer / releer a PAI.
Brillante lo de PAI.
Su preocupación por la realidad y los hechos es una preocupación que muchos de sus colegas deberían compartir, pero que el propio PAI explica, será dificil de erradicar.
Esperemos que en algún futuro cercano alguien teorice y levante esas banderas en nuestras tierras.
ABrazos
JP
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