29 jun 2008

CONTRA LA LEGALIDAD - DE LA VERDADERA "NO HAY DERECHO"

CONTRA LA LEGALIDAD*

Por Alberto BOVINO







I. El origen

La primera consecuencia de estos principios es que sólo las leyes
pueden decretar las penas sobre los delitos; y esta autoridad no
puede residir más que en el legislador, que representa a
toda la sociedad agrupada por un contrato social.

Cesare BECCARIA, De los delitos y de las penas.



En 1764 un autor anónimo publicó una obra que trascendería, con creces, su tiempo. La obra llevaba un título que hoy suena familiar para cualquier penalista, y su influencia resulta difícilmente cuantificable. Entre otras cosas, porque existen quienes sostieen que dicha obra ha sido, más que el producto de una mente brillante, sólo una siste
nmatización inteligente de las ideas de la época. La obra generó, en ese particular momento histórico, acusaciones de rebelión contra el príncipe y contra la religión.

En 1764 BECCARIA publicó De los delitos y de las penas sin su nombre, y sistematizó algunos principios que aún hoy se consideran fundamentales en el diseño de un programa político-criminal. Uno de estos principios fue el principio de legalidad, actualmente contemplado en el ordenamiento jurídico positivo de los estados a través de constituciones, pactos internacionales y leyes penales. La pretensión de ser reconocido hoy como estado de derecho impide el desconocimiento de este principio que tiene por objeto poner un límite a la facultad estatal de imponer castigos.

El Iluminismo reacciona frente al arbitrario ejercicio del poder punitivo desplegado por el antiguo régimen. Los sistemas penales de la época, informados por la ideología inquisitiva, despliegan un poder penal sin más límites que la voluntad del príncipe. El poder jurisdiccional era sólo el largo brazo del monarca que la revolución ciudadana del 1789 pretendió amputar. El panorama punitivo del siglo XVIII era una multiplicación de fiestas públicas en las que las mutilaciones, las torturas y la muerte eran los invitados de siempre. Frente a este panorama se alza el discurso iluminista, con BECCARIA como uno de sus más conspicuos representantes. En el nuevo Estado, sólo el legislador puede prever, a través de la leyes, cuáles serán las conductas que pueden ser penadas y cuáles serán las penas para esas conductas.

El principio de legalidad, en su formulación latina acuñada por FEUERBACH nullum crimen, nulla poena sine lege praevia, se constituye en una de las conquistas centrales de la Revolución Francesa y queda plasmado en el art. 8 de la Declaración de los derechos del hombre del 26 de agosto de 1789, y se erige, como lo señala MEZGER, en “un Palladium de la libertad ciudadana”. El significado político del principio de legalidad es evidente: representa una valla para la vocación punitiva del Estado, una garantía que protege al individuo frente al poder penal. En un plano secundario, el principio cumple con una exigencia de seguridad jurídica que permite la posibilidad de conocimiento previo de los hechos punibles y de sus penas respectivas.

El sentido de la garantía no es más que un reflejo de los profundos cambios en la filosofía política de la época. El nuevo Estado nace con distintos mecanismos e instituciones que pretenden poner ciertos frenos al ejercicio del poder público. En este marco, el principio de legalidad es sólo una consecuencia necesaria de la nueva filosofía política en el ámbito del poder penal.

Más de dos siglos más tarde, el principio de legalidad sigue vigente, reelaborado especialmente a través de la doctrina jurídico-penal. Tomaremos como ejemplo la elaboración propuesta por MIR PUIG (1985). Según este autor, el principio de legalidad presenta diversos aspectos. Una garantía criminal que exige que el hecho se encuentre descripto en una ley; una garantía penal que exige que la pena que corresponda al hecho también se encuentre señalado en la ley; una garantía jurisdiccional que exige que la existencia del delito y la imposición de la pena se determinen por medio de una sentencia judicial; una garantía de ejecución que exige que también la ejecución de la pena se sujete a una ley que la regule. Por otra parte, se imponen ciertos requisitos a la ley penal para reflejar acabadamente el respeto a esta garantía individual, requisitos que pueden clasificarse bajo la triple exigencia de lex praevia, lex scripta y lex stricta. El primer requisito funda la necesidad de que la ley penal sea anterior a la realización del hecho que se pretende penar, impidiendo la aplicación retroactiva de la ley penal que perjudique al imputado. El segundo hace necesario que la norma penal sea escrita y emane del órgano legislativo, tornando ineficaces a las normas penales consuetudinarias o dictadas por el ejecutivo. Finalmente, el último requisito impone un mandato de precisión en la redacción de las normas penales y excluye la analogía en la aplicación de la ley penal.

Imaginemos por un momento que este desarrollo ha sido producto de un legislador imaginario. ¿Qué podríamos decir de sus intenciones? Para arriesgar una respuesta deberíamos pararnos en algún momento histórico anterior a la revolución de 1789 y analizar esta promesa político-criminal. Pocas dudas sentiríamos como para no dejarnos seducir por esta propuesta, formulada como garantía para el individuo y como organización racional e igualitaria de la distribución estatal del castigo. Sin embargo, hay otra mirada posible, y es esa otra mirada la que venimos a proponer. Para ello, resulta necesario volver a la actualidad.


* Trabajo publicado en la Revista "No Hay Derecho " Nº 8, s. ed., Buenos Aires, 1992. Fue una ponencia presentada a uno de los Congresos Universitarios de Derecho Penal y Criminología.

Para leeer el trabqjo completo, hacer cick aquí

2 comentarios:

fahirsch dijo...

El enlace al texto completo está errado

Alberto Bovino dijo...

Arreglado, gracias por la advertencia.

Saludos,
AB