¿Vale la pena?
Por Eugenio Raúl Zaffaroni
Primera parte del debate aquí.
En el número anterior publicamos un artículo de Carlos Santiago Nino: La huida frente a las penas, en el que comentaba críticamente el libro de Zaffaroni: En busca de las penas perdidas. Dicho artículomotivó la presente respuesta.
Los libros, una vez publicados, devienen hijos emancipados; siguen su curso autónomo de ediciones, traducciones y, críticas. Esto sucedió también con “En busca…”. En dos años fue editado tres veces en castellano, traducido al portugués y criticado desde dispares ángulos y tonos. En cuanto a las críticas, me resulta imposible responder a todas, en parte por el tiempo que demandaría, pero también porque algunas —como la de Carlos Elbert en la Argentina— me plantean cuestiones sumamente serias, pero en las que no he profundizado, porque sé muy bien que no tengo capacidad ni entrenamiento para desarrollar una teoría de la sociedad ni una teoría del estado, por ejemplo. Confieso que otras han despertado mi curiosidad: son las que me hacen decir lo que no pienso. Supongo que porque a sus autores les agradaría que lo pensase para imputarme lo que afirman que pienso, etiquetarme y recobrar la calma colocándome en su vitrina entomológica, rodeado convenientemente de antipolillas.
Dejo a otros especialistas las curiosidades y también admito que me halagan otros planteamientos más abarcativos, pero la prudencia me indica que mis limitaciones me impiden alcanzar su ámbito, aunque reconozco su extrema importancia. Desde el nivel teórico mucho más modesto que me propuse, encuentro en Nino al crítico más ajustado al mismo, o sea, a la acotada área del sistema penal, aunque —como es lógico— no se considere a este ámbito aislado del mundo.
Existe otra razón por la que pienso que un diálogo con Nino —aunque nunca nos pongamos de acuerdo, lo que, por otra parte, es bueno— puede resultar fructífero: Nino es un liberal en el mejor sentido de las palabras, que procura un derecho penal garantizador y, aunque los caminos sean dispares y hasta incompatibles, en el fondo hay una mira común. En definitiva, “En busca...” no pretende más que salvar al derecho penal liberal del violento vendaval que lo azota por parte del pensamiento autoritario, de la debilidad que le brinda una fundamentación científicamente falsa y, de la infección con que lo contaminan los que se llaman “penalistas liberales” porque comparten sólo sus errores de fundamentación. En esto percibo un interés por parte de Nino que nos enrola en una única empresa, aunque a veces creo que no se percata de algunas trampas que el autoritarismo tiende en el camino.
Me parece ver en las presuposiciones criminológicas de Nino algunas afirmaciones que ningún sociólogo contemporáneo podría compartir. En cuanto a la crítica al sistema penal en América Latina, estimo que es demasiado estrecho el criterio que se limita a explicarla por la vía de nuestro “subdesarrollo” y a confrontarlo con un sistema penal supuestamente no selectivo, no violento, no corrupto y no reproductor, que seria el modelo de los países centrales. Simplemente —y eso lo explico claramente en el libro— nuestro sistemas penales marginales, porque corresponden a sociedades más estratificadas, son más violentos, más selectivos, más corruptos, y más reproductores, pero estas características las tienen todos los ejercicios del poder punitivo. La criminología liberal, la de la reacción social e incluso, dentro de ésta, la radical, señala esto, con argumentos de cuño interaccionista, fenomenológico, etnometodológico y hasta marxista (en diversas variables del marxismo teórico), y estos trabajos e investigaciones, practicados en los marcos teóricos más dispares, no vieron la luz aquí ni referidos a nuestros sistemas penales, sino que estudiaron estas características en los sistemas penales centrales, y sus autores son estadounidenses, ingleses, franceses, italianos, alemanes, etc.
No es sólo una cuestión de que nuestros pobres sean más proclives a la comisión de ciertos delitos y mis vulnerables, como dice Nino. En cierto sentido esa sería una explicación de la criminología socialista de comienzos de siglo (W. Bonger, por ejemplo), sino también de que nuestros invulnerables son más proclives a la comisión de ciertos delitos y más invulnerables. Esto no hace más que resaltar la invulnerabilidad y los otros caracteres estructurales, pero no los crea. El “white collar crime” no fue teorizado aquí, sino allá y hace más de medio siglo, como que se erigió en el argumento más difícil de digerir por el funcionalismo sociológico estadounidense.
Con respecto al tránsito, tenemos estadísticas terribles, que no pueden ignorarse. Y algo parecido, aunque su investigación sea más difícil, sucede con el aborto. (En cuanto a este último, aparte de que la vida deba protegerse desde la concepción como regla de derecho positivo internacional, no creo que Nino ni nadie sostenga que su aumento y frecuencia masiva sea recomendable). En cuanto a la producción por el poder punitivo de ambos fenómenos, en algún momento creí, como Nino, que sólo se podía imputar omisivamente. Pero ahora creo —e insisto— en una contribución activa —causal— a la producción de esas muertes: el sistema penal crea la ilusión de una solución y, como generalmente sucede, la pacífica aceptación de que el problema se resuelve con el sistema penal (o la no menos tranquilizante de que si no se resuelve es por un defecto coyuntural del sistema penal), cancela el problema, normaliza la situación y, con ello, impide la búsqueda de soluciones efectivas: a nadie se le ocurre investigar cómo protegerse de la lluvia y menos invertir millones de dólares en esa investigación; si se está mojando porque tiene un paraguas agujereado, aunque se moje, sabe que es por el paraguas defectuoso. Pero el aborto no es lluvia.
En cuanto a lo que Nino llama “metáforas excesivas” o “significado emotivo”, creo ser bastante sobrio y casi exclusivamente descriptivo, por no decir “costumbrista”. Soy altamente conservador al llamar “jaulas” a las prisiones, y si alguien lo duda lo invito a acompañarme a visitarlas a lo largo de la región. En tal caso podría mostrarle datos de alguna capital, con el 3 % de mortalidad anual en la población penal (dato oficial). La expresión “institución de secuestro” no me pertenece, pero es jurídicamente correctísima: una privación de libertad no legítima es un secuestro. Con respecto a la mala conciencia de algunas personas, es un fenómeno comprobable empíricamente, aunque no por ello pretendo generalizar ni inventar teorías conspirativas, tan falsas como pasadas de moda. No creo caer en el “exceso metafórico” sino remover expresiones tranquilizantes y dramatizantes. Convengo que no es sencillo operar con las palabras para suprimir sedaciones y dramatizaciones, porque se “desnormaliza” una situación y por eso parece que se dramatiza lo que estaba sedado y se seda lo que estaba dramatizado. Esto es tan inevitable como molesto, pero admito que si provoco esa molestia, me alegro mucho, porque justamente es lo que me propuse: desnormalizar una situación para mover una reinterpretación más racional o razonable de la realidad, que permita comprenderla mejor y reducir sus niveles de violencia. Creo que el lenguaje “no emocional” que cree emplear Nino es tan intencional como el mío, sólo que se le pierde su intencionalidad en la normalización que llama “sentido común”.
A renglón seguido me parece que Nino me plantea demasiados problemas juntos y con pocas distinciones: presupone que la pena tiene efecto preventivo general, me atribuye una posición anarquista que no comparto, identifica coacción con pena y parece invocar un difuso “sentido común”, no sin presuponer que los excesos del poder punitivo sólo pueden corregirse con poder punitivo y pretender argumentar el favor de la pena con ejemplos de conflictos tan dispares como la infracción de estacionamiento en lugar prohibido y el genocidio. Responder a todo esto requeriría escribir otro libro, pero intentaré ensayar al menos algunas líneas maestras.
En principio, no hay ninguna verificación del efecto preventivo general de la pena, ni positivo ni negativo. El ejemplo de Nino, con la grúa y el cepo en las calles es el mejor ejemplo de la ineficacia preventiva de la pena. En ningún momento sostengo la deslegitimación de la coacción en general, y aunque cargue con la defensa de otros, justo es decir que no la sostienen tampoco los abolicionistas. El derecho administrativo y el constitucional conocen una larguísima disputa sobre los límites de la coacción directa. No pretendo resolver aquí y ahora este problema, pero por lo menos quiero dejar en claro que, al menos, es bueno distinguir entre la coacción pública que detiene una lesión en curso o que aparta un peligro real e inminente, y una pena. Si un agente del estado detiene a quien me persigue con un puñal o le impide poner una bomba a un terrorista, eso es claro que no es una pena, de la misma manera que si detiene a un puma hambriento o a una cobra venenosa.
Pues bien: la grúa que se lleva el vehículo (o el cepo que obliga a retirarlo dentro de las tres horas) no son penas, sino coacción directa que remueve (u obliga a remover) un obstáculo que está perturbando el tránsito por estrechar los canales de circulación.Pena es la multa que impone luego el tribunal de faltas, porque el pago del acarreo o de la liberación del vehículo no es más que la retribución de un gasto que debe efectuar el estado para remover u obligar a remover el obstáculo. La pena existía y no previno nada. El efecto preventivo de que habla Nino es el de la coacción directa.
En ningún momento pretendo deslegitimar la coacción directa y menos aún la coacción jurídica, aunque, por supuesto, creo indispensable perfeccionar su control jurídico. Me parece que es un grave reduccionismo penalístico pretender que toda la coacción jurídica se identifica con la pena o la pretensión de que del destino de la pena dependa el de toda la coacción jurídica.
En cuanto al genocidio, creo que nadie afirma seriamente que si Europa no sigue hoy a otro Führer es debido al efecto preventivo general de Nürenberg. Me parece que la cuestión es otra: cuando nos hallamos frente a conflictos tan aberrantes que por su magnitud y brutalidad no tienen solución ¿quién puede reprochar que se inflija un dolor a los pocos causantes que se ponen al alcance del reducido poder punitivo? En estos casos la punición no pasaría de ser una forma de lo que hoy se llamaría “uso alternativo del derecho”, que siempre se ha practicado (porque no es un patrimonio del marxismo teórico.
Como hemos dicho, Nino parece pasar por alto toda la criminología sociológica, principalmente estadounidense, y con ello no repara en que cualquier sistema penal es selectivo, que siempre van a dar a la cárcel los protagonistas de conflictos burdos, que las cárceles no están llenas de asesinos y violadores psicópatas (que son la ínfima minoría que se usa para propaganda), sino de ladrones fracasados, que no hay ningún genocida, y que todo esto se observó y explicó al menos desde los tiempos de Sutherland, pero lo más curioso es que invocando el “sentido común” afirme que se siente tranquilo porque en todo el país hay unos pocos miles de ladrones fracasados presos. Yo no me siento nada tranquilo ni a salvo de la amenaza de homicidios, genocidios, robos, etc., al menos no por las razones que invoca Nino, aunque quizá sí por otras.
Aunque deba cargar nuevamente con la defensa ajena, me parece que Nino pasa por alto también la literatura abolicionista, porque no conozco a nadie que proponga que se suelten a todos los presos, se cierren los tribunales, se quemen los manuales de derecho penal y se premie a los homicidas. Lo que los abolicionistas proponen son modelos diferentes de solución de los conflictos (reparadores, terapéuticos, conciliadores, transaccionales, etc.). Tener presos a unos 15.000 ladrones pobres y fracasados, aunque sean ladrones —y lo son— y aunque “algo” haya que hacer —y hay que hacerlo— no pasa de eso mismo y nada más. No se resuelve ningún conflicto, no se repara a ninguna víctima, no se asegura a nadie contra lo que le podamos hacer los treinta millones que andamos más o menos libres, sino que, simplemente, se tiene encerrados a los 15.000 ladrones más torpes y rudimentarios de todo el país.
Pero me parece que hay una cuestión más general en las consideraciones de Nino; creo que cae en una trampa que nos tiende el pensamiento antiliberal. En efecto: Nino me reclama pruebas complejísimas que verifiquen empíricamente que el poder punitivo “no tiene ningún efecto beneficioso”. Ante todo, es menester aclarar que en el plano social no hay nada que no tenga “ningún efecto beneficioso”. No es necesario ser funcionalista para aceptar esto, porque la cuestión va mucho más atrás: no existe el mal absoluto. Eso seria como construir un “anti-Dios” o algo parecido. Un fenómeno de poder tan extendido y complejo como es el poder punitivo, debe tener algún aspecto positivo, aunque no sea fácil identificarlo. Sin ir más lejos, me parece claro que la descripción que hace el preventivismo general positivo es bastante cercana a la realidad: tiene un efecto tranquilizante o sedativo (normalizador). El problema es otro: se trata de saber si el precio que se paga en vidas y dolor de los pocos fracasados que se ponen a su alcance y las limitaciones a la libertad que sufrimos todos con el pretexto de penar a esos torpes, están ética y políticamente justificados y si no hay disponibles otros mecanismos de solución de conflictos más eficaces (que incorporen a la víctima) y que, en definitiva, serían pacificadores y no meramente tranquilizantes, porque serían auténticos.
Creo que Nino cae en una celada que le tiende un pensamiento ajeno: frente a un ejercicio de poder público violentísimo, inevitablemente selectivo y probadamente ineficaz respecto de lo que dice ser y claramente impotente frente a cualquier conflicto más grave o sofisticado (que nunca pudo resolver), no me incumbe probar algo tan imposible y falso como que es un mal absoluto. Desde que el poder punitivo asumió su forma actual, el peor delito fue siempre dudar de su efectividad y utilidad: Kramer y Sprenger dedicaron muchas páginas al comienzo de su obra para “probar” que la peor de las herejías es no creer en las brujas y, aunque hasta hoy nadie pudo probar que las brujas no existen, no por eso seguimos usando el Malleus en los tribunales, pese a que seguimos su sistemática al escribir nuestro libros de derecho penal.
En cuanto a que me incumba el deber de demostrar que los males del sistema penal “no pueden ser evitados ni contenidos”, es una cuestión que tampoco la veo bien planteada. Ante todo, no es lo mismo evitarlos que “contenerlos”: creo que se los puede reducir, pero no creo que se los pueda evitar porque son estructurales. Debo reconocer que hay autores sumamente sagaces que creen en la posibilidad de evitarlos, pero en una sociedad futura y diferente. Diritto e ragione, de Luigi Ferrajoli, constituye la más acabada versión de esta tendencia, proyectando un poder punitivo reducido y al servicio del débil. Debo insistir en que no soy abolicionista, sinoagnóstico respecto del sistema penal, porque no sé que pasará en un modelo de sociedad diferente y futura que no puedo imaginar. No hay prueba histórica que me permita creer en un sistema penal que no sea selectivo ni violento, pero tampoco puedo negar la posibilidad de la utopía, sólo que se trata de una utopía y, en mi caso, mi interés preferente es mucho más inmediato. La pregunta de Nino no la puedo responder. La posibilidad de que la pena cumpla una función preventiva y de que se puedan eliminar sus “efectos deletéreos” es del campo de la utopía, en una sociedad futura y diferente que no puedo imaginar.
Pero Nino vuelve de la utopía y en esta realidad supone que coincidiríamos en la necesidad de algunas penas y ejemplifica con conflictos muy dispares. Es claro que podemos coincidir coyunturalmentey usar ese poder en forma táctica y nadie puede reprochármelo frente al genocidio (cuya impunidad no hace más que confirmar mi tesis de la extremísima selectividad, violencia, corrupción y reproducción), pero en una visión macrosocial esto no es racional (y la planificación de la solución de los conflictos es una cuestión macrosocial): no me parece que se resuelva la tortura condenando a prisión a dos o tres policías de baja graduación y meros autores materiales; no creo que se resuelva la corrupción condenando a algún funcionario que perdió el poder y al que sus competidores —no menos corruptos— denuncian; no se resuelve el problema de la discriminación y el sometimiento de la mujer condenando a un par de violadores psicópatas que por ser tales se dejan sorprender. Por brutal que sea lo que hayan hecho, por justificada que esté nuestra indignación y hasta nuestra venganza, por inevitable que sea que se debe hacer “algo”, lo que no podernos pasar por alto es que la estructura del poder punitivo, en cualquier sistema penal históricamente dado, desde el siglo XII hasta hoy, hace que ineludiblementesus objetos sean siempre los más inhábiles, torpes y hasta tontos. Sin esa torpeza no caerían bajo ese poder, como lo prueban los muchos más que Nino y yo saludamos a diario por las calles. Esto es lo que Nino no parece comprender: los presos no están presos por lo que hicieron —aunque lo hayan hecho—, sino porque lo hicieron con notoria torpeza, sin perjuicio de que lo hayan hecho en unos poquísimos casos (bien explotados publicitariamente, por cierto) sea repugnante.
No veo cuál es la desesperación por justificar la pena sobre un 95 % de ladrones pobres y torpes en base a un 5 % o menos de infractores de otros rubros. Aunque coincidiera con Nino en la legitimidad del 5 % (lo que no hago porque en ese porcentaje también es selectivo) el problema seguirá pasando por el 95 %.
No puedo concebir ningún acuerdo o consentimiento en la pena. El funcionamiento selectivo y azaroso del sistema penal hace que el 95 % de la población penal lo perciba como una ruleta y reflexione en la cárcel sobre la próxima oportunidad, que será la “buena”. Ignora que esa ruleta está cargada y que para él no habrá “buena”, porque no está entrenado para hacerlo “bien”. El poder selectivo punitivo le despierta y fomenta la vocación de jugador y el ladrón que puebla las “jaulas” es el eterno perdedor al que, al igual que los “fulleros”, alguna vez lo entusiasma con un “chance”.
Dejando de lado la discusión acerca del contractualismo (creo que si el consentimiento implícito en la elección de la conducta legitimaría la pena, debe presuponerse un contrato previo, a nivel de metáfora, por supuesto, como en todo contractualismo), Nino no me prueba la “utilidad social” de la pena más que a través de un nebuloso “sentido común” —que se acerca bastante al “por algo será”— y, por mi parte, nunca he negado la elección y la libertad del hombre, sino la supuesta “utilidad social” que, en definitiva no es más que nuestra vieja conocida, la “defensa social”, con finos afeites.
En cuanto a la vinculación con el sistema democrático, no entiendo bien la objeción. Es claro que prefiero que la criminalización primaria la lleve a cabo una agencia legislativa de elección popular y no la CAL, pero esto no significa que quien critique la criminalización primaria emergente del Congreso Nacional sea un “golpista”, pues con ello se afirmaría que todo lo que emerge de un parlamento democráticamente electo sería legítimo, aunque fuese aberrante.
Pero además, me parece que en el fondo lo que prima es un grave error de percepción del poder: el poder punitivo no lo ejerce el legislador, porque éste no tiene forma de controlar la criminalización secundaria, salvo muy indirectamente (comisiones parlamentarias, por ejemplo). El poder punitivo lo ejercen las agencias ejecutivas y los únicos que pueden controlarlas cercanamente son los jueces. Prueba de lo que afirmo es que la desvaloración “democrática” de los jueces que hace Nino sería calurosamente aplaudida por las agencias ejecutivas.
Al propugnar una ampliación del poder de los jueces no me decido en una opción “poder popular vs. poder judicial”, sino en una pugna entre “empleados del poder ejecutivo” y “poder judicial”. La criminalización primaria es un programa legislativo pero irrealizable: son los empleados del poder ejecutivo los que eligen a los poquísimos candidatos a la criminalización secundaría y los que, con el pretexto de hacerlo, nos prohiben a Nino y a mí, transitar sin documento de identidad por nuestra ciudad y, nos amenazan con penarnoscon prisión si no les gustan nuestras caras. No sería necesario que nos encontremos en el mismo calabozo para percatarnos de que allí no nos metieron los representantes del pueblo.
Creo que estas opciones formales ocultan datos de realidad del poder cuya ignorancia es muy peligrosa para la profundización y consolidación de los procesos democráticos. En el seno de todo estado de derecho hay un estado de policía y cuando se debilita el primero emerge el segundo. No hay estados de derecho puros, sino estados de derecho que tienen más controladas las pulsiones del estado de policía que contienen.
Coincido con Nino en cuanto al significado de la teoría del delito y es correcta su apreciación en cuanto a que el uso que hago de las sachlogischen Strukturen no alcanza la extensión etizante de WeIzel. Welzel lo empleaba para un funcionalismo ético-social que no comparto (nunca lo compartí) y que en definitiva no es nada distinto del funcionalismo preventivista contemporáneo. Me parece que ese funcionalismo siempre es autoritario, sea en versión etizante o preventista y, además, es inmoral, porque consagra como ética y expresa la teoría del chivo expiatorio (mediatiza al hombre). Lamentablemente parece que es el único que hoy parece nutrir la idea de “utilidad social” de la pena, o sea, el llamado “valor simbólico”, que Melossi calificó recientemente como “teatral”. Es claramente inmoral la legitimación de la pena sobre el más torpe y vulnerable como precio para tranquilizar al resto y darle una sensación de seguridad falsa, sedación que la etización de la posguerra llamó “fortalecimiento del mínimo ético” y que —como vimos— hoy se llama “normalización”.
En el párrafo que Nino llama “utopías” me parece que con entera buena fe se aparta directamente de lo que digo. Además de insistir en un valor preventivo de la pena que no prueba, el atribuirme la deslegitimación de toda la coacción jurídica me hace aparecer como partidario de una utopía bucólica, en que todo se resuelve por “persuasión” o por “comunión de sentimientos”. Aunque creo descubrir una cierta dosis de etnocentrismo en su descripción de las sociedades “cerradas”, que no dejan de ser conflictivas, nunca negué el peligro de las utopías bucólicas, o sea, de los sueños de “sociedades sin conflictos”. No creo en las sociedades sin conflictos, ni comunistas ni idílicas, y hace muchos años que escribí eso refiriéndome al generoso pensamiento de Dorado Montero. En el propio libro que Nino comenta recuerdo el caso del malogrado Pasukanis. No por ello dejo de creer en la posibilidad de sociedades con menores niveles de conflictos, pero en lo que creo, sobre todo, es en sociedades con mayor capacidad de resolución de conflictos, lo que, por cierto, es una cosa bien diferente. En definitiva me parece que esa es la esperanza y el motor de todo jurista democrático.
En el caso que me plantea Nino creo que es legítima la coacción directa que detenga al fanático que pretende romper la vidriera porque hay un desnudo. En caso que ésta fracase, no dudo de la legitimidad de la coacción jurídica dirigida a que repare inmediatamente el daño material y moral. Sí la coacción directa fuese eficaz o si la coacción jurídica reparadora se ejerciese en uno o dos días, creo que se alcanzaría un resultado bastante preventivo. Es claro que el fanático podría reiterar su conducta hasta parecer que estuviese dispuesto a agotar su patrimonio rompiendo esa vidriera. En tal caso me parece que ya sería prudente la intervención de algún psicólogo o psiquiatra. Aunque reconozca los peligros del autoritarismo psiquiatrizante, tampoco pretendo soñar con una sociedad sin locos.
¿Y qué haría Nino? O mejor: ¿qué haría este sistema penal? Llevaría al fanático a una comisaría, se consultaría telefónicamente al secretario del juez, se lo pondría en libertad para que se presente al tribunal al día siguiente o se lo llevaría al tribunal al día siguiente y se lo liberaría después de una declaración prestada ante un empleado. No me parece que esto explique la utilidad social de la pena, como no sea vendiéndome la ilusión de que con eso estamos a salvo de los fanáticos.
En cuanto a lo “segundo mejor”, creo que hay una amplia respuesta en el mismo libro. Distingo nítidarnente entre el poder punitivo y el derecho penal; dedico muchas páginas a esa distinción y trato de reconstruir el discurso jurídico-penal como dicurso limitador. No me inclino por ninguna regla inflexible, sino por un cálculo deviolencias posibles que debehacerse en cada caso para decidir la táctica menos violenta. Hace años que me percaté del fenómeno que Nino destaca y me refiero a él con motivo de la descriminalización en un trabajo recopilado en Políticacriminallatinoamericana (1982). La clave está en no creer que el derecho penal regula al poder punitivo, que es la eterna ilusión en que nos han entrenado. El derecho penal liberal bien entendido no puede ser más que un discurso limitador y no tiene por qué ser legítimamente. Esto es lo que permite la aparente paradoja de que para limitar al poder punitivo haya que extender el derecho penal.
Lo que no puedo compartir en modo alguno e incluso me parece una cuña de extraña madera en el pensamiento de Nino, es que crea que acudiendo al poder punitivo resolverá los problemas de anomia de la sociedad argentina. Creo que este párrafo sólo se explica por la omisión de distinciones, que lo lleva a confundir poder punitivo y coacción jurídica y a identificarlos. No obstante, su formulación es suficientemente elocuente respecto del riesgo que implica esta confusión. Creo que Nino quiere decir algo diferente de lo que expresa literalmente y que, por cierto, no por obvio es menos verdadero: una sociedad anómica necesita normas y las normas requieren cierto grado de coacción. Esto es innegable, pero si se identifica coacción jurídica con poder punitivo, surgen dos riesgos gravísimos: a) el de alentar desmesuradamente al estado de policía, tras la ilusión de que el poder punitivo ejercido por empleados del ejecutivo, reduciendo arbitrariamente los espacios de disidencia y de crítica, puede revertir la anomia; b) el de debilitar al estado de derecho y potenciar la anomia, al poner en crisis la confianza en cualquier clase de coacción jurídica, como consecuencia del descrédito en que finalmente cae la arbitrariedad punitiva.
El párrafo referido a “medios” no me resulta claro: a Nino le parecen aceptables los que propongo, pero a condición de que en lugar de estar destinados a reducir el “poder punitivo”, estuviesen dirigidos a hacer “más justo y eficiente el sistema penal”. No acepta que la reducción del poder punitivo sea saludable, exigiéndome que lo demuestre. Aparte de que nuevamente pasa por alto toda la criminologíacontemporánea, especialmente la liberal, lo que me sorprende es que a renglón seguido propone una serie de medidas de reducción del poder punitivo que en sus líneas generales coinciden con las que vengo postulando y proyectando desde hace años.
Justamente todo el libro se propone pasar en limpio un debate e instrumentar soluciones de inmediato, perono sólo en lo legislativo —de lo que no me ocupo casi en el libro— sino especialmente en lo doctrinario y judicial: quedarse esperando las reformas legales reductoras del poder punitivo es casi tan inútil como quedarse esperando la “revolución social”. Hace muchos años que sé que la “revolución de salón” no molesta a nadie y que, en lugar, la concreta reducción del poder punitivo en todos los frentes, molesta a muchos, y mucho más cuando se propone una jurisprudencia reductora de dicho poder y ampliatoria del poder controlador de los jueces sobre los funcionarios ejecutivos. La crítica contra los alegatos “maximalistas” que formula Nino no me cuadra, por lo que no creo que la dirija contra mí.
Por último, no es cierto que reemplace “culpabilidad” por “vulnerabilidad”, sino que agrego a la culpabilidad (entendida en sentido tradicional y estricto de culpabilidad de acto) el correctivo reductor de la vulnerabilidad. Lamento que a Nino le molesten las descripciones “pictóricas” (aunque la expresión encierre una redundancia), pero la selectividad es una característica estructural de los sistemas penales que yo no he inventado ni descubierto: me remito nuevamente a los criminólogos de todas las corrientes y recomiendo una mirada al Atlas de Lombroso (no sería posible creer que los únicos autores de delitos de su tiempo fuesen los que tenían esas caras horribles). La selectividad punitiva es un inevitable dato de la realidad y nada se resuelve con ignorarla discursivamente —como hacen muchos autores— ni en considerarla un defecto anecdótico, como hacen otros, confiando en que milagrosamente habrá de surgir un poder punitivo utópico no selectivo, cuando esté en “manos del proletariado”, cuando lo regulen los representantes del pueblo o cuando se recuperen las “reservas morales”.
No me explico la conclusión de Nino. Creo que si en algo podría parecer exagerado sería en los presupuestos teóricos (quizá en cierto modo pueda tener razón Elbert en cuanto a que soy tímido en propuestas prácticas). El mismo Nino cree que soy conservador al no atacar a la dogmática y luego concluye en que mis propuestas no son prudentes y propone reformas legislativas que no mencionamos en el libro, porque básicamente es una obra sobre la dogmática —tal como lo señala el subtítulo— y no sobre la política penal legislativa, de la que nos hemos ocupado con un equipo importante en Sistemas Penales y Derechos Humanos en América Latina (1986).
En general, creo comprender el desconcierto de Nino, a partir del proceso que yo mismo he debido padecer para poder comprender e incorporar datos de las ciencias sociales y, particularmente, la selectividad estructural. Me produjo una gran angustia la amenaza de naufragio del discurso jurídico-penal de garantías o liberal y la sensación de esquizofrenia que apenas ahora puedo superar al comprender que la salvación del discurso reductor y garantista es posible a través de una teoría negativa de la pena. Todos somos producto de un entrenamiento que en buena medida nos condiciona, porque nos enseña a ver algo y, simultáneamente, a no ver muchas más cosas. A ello se debe que sea muy difícil responder con severa autocrítica la más ardua pregunta sobre la pena:
¿Vale la pena?
1 comentario:
Quise seguir, y encontré el debate completo acá:
http://www.stafforini.com/nino/zaffaroni1.htm
Slds,
V
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