El Estado Clínico (*)
Por Fernando Savater
En un texto publicado póstumamente, Omnes et singulatim, Michel Foucault distingue entre el Estado Gestor y el Estado Pastor. El Estado Gestor tiene como tarea servir de intermediario y si es posible de armonizador entre los conflictos que surgen entre los ciudadanos, procurando administrar del modo menos incompetente las parcelas de probado interés colectivo. El Estado Pastor, en cambio, se empeña en garantizar la felicidad de cada súbdito, tal como el buen pastor no descansa hasta que cada una de sus ovejas, incluso la más pequeña y gozosamente descarriada, vuelve al redil. Este uso pastoril del Estado entiende la felicidad de cada cual ante todo como su salvación: de la incertidumbre del futuro, de la inseguridad del presente, de la impiedad ideológica y de la perdición moral. Los del todo así salvados deben quedar contentos, es decir tranquilos fieles: o, como rubrica la acostumbrada fórmula, convertido cada cual para el Todo en su “seguro servidor”. No hace falta decir que tanto un modelo como el otro son paradigmas artificialmente puros y que en la realidad histórica no hay gestor tan aséptico que no se consienta sustanciosas ofertas pastoriles ni pastor que no peche con disidencias y rivalidades en su rebaño imposiblemente unánime. Y también puede señalarse que cada uno de los usos estatales cuentan con partidarios que lo reclaman en cuanta falta de manera demasiado patente: así los partidarios de audacias y negocios no piden sino Estado Gestor, mientras quienes sufren duelos y quebrantos echan de menos al Buen Pastor que da su vida por sus ovejas.Por Fernando Savater
De una especial simbiosis entre el uso gestor y el uso pastoril, surge lo que yo me atrevería a llamar Estado Clínico: si no me equivoco, en él vivimos ya, tal como la mayoría de las democracias llamadas occidentales. El empeño fundamental del Estado Clínico es conservar, pulir y dar esplendor a la salud pública. En esta mágica noción de “salud pública” se potencian los contenidos pastoriles con la legitimación de instrumental de la gestión eficaz, y se amanceban lo utilitario y lo teológico, el rendimiento productivo y la moralina. No hay noción más ideológica que ésta y por tanto se presenta disfrazada de obviedad de sentido común. Su emblema es la lámina de fisiología utilizada para reforzar la lección de catequesis dictada por el capataz de la fábrica. Quizá sea provechoso intentar una definición de salud pública en cuanto obligación primordial del gobierno moderno. Propongo ésta: “El Estado ha de impedir que nadie, sea por accidente o propia voluntad, disminuya su capacidad productiva o la de otros, requiera superfluos gastos de reparación o acorte sin permiso de la superioridad la duración de su servicio activo como peón de brega en este mundo”. Cuando hablo de gastos de reparación o superfluos me refiero a aquellos no compensados suficientemente por su vinculación a la estructura productiva: el tabaco es un vicio a erradicar, pero no el uso de automóviles (aunque provoque muchos más muertos y lesionados) o la minería, pese a la silicosis. En cuanto a nuestro servicio activo sin permiso… bueno, baste recordar que tanta obligación tenemos de conservar la vida por el interés de la patria como de perderla si ese mismo interés llegada la bélica ocasión nos lo demanda.
De modo que, si no me equivoco, en esto consiste la salud pública que el Estado Clínico tiene como obligación no ya de garantizar sino imponer. Supongo que no es difícil captar el fuerte matiz diferencial entre “garantizar” e “imponer”. Imaginemos que hubiera otro modelo de salud, al que llamaremos “salud de los ciudadanos”. Respecto a ella, la obligación del Estado sería algo parecido a esto: “el Estado se compromete a asistir a aquellas personas que lo soliciten para ayudarles a suprimir o paliar sufrimientos de índole física o psíquica, por los que se sientan agobiados o disminuidos, así como a colaborar por medio de una información veraz y de una educación sanitaria preventiva a que cada ciudadano pueda hacer de su cuerpo el uso que crea más conveniente”. Naturalmente, este segundo modelo de salud sería una garantía brindada por el Estado, no una imposición, como lo es la salud pública. Este segundo modelo parte del principio que la salud no es un efecto fisiológico ni un condicionamiento social, sino ante todo una invención personal. Vamos, que no hay salud hecha en serie ni siquiera pret-a-porter, sino sólo a la medida. Hablo por supuesto de países perfectamente desarrollados, como el nuestro, en los que —por ejemplo— el Estado garantiza la libertad religiosa, pero no impone ninguna ortodoxia por beneficiosa que algunos entusiastas puedan considerarla desde un punto de vista teológico. Tan totalitario es el intento de imponer desde arriba un tipo de salvación religiosa, como lo es imponer un modelo de salud pública, aunque hoy ya no creamos en los controvertibles dogmas teológicos y se hallen en cambio más asentados los menos controvertibles dogmas médicos.
En el fondo se trata de la contraposición de la vida entendida como funcionamiento y la vida entendida como experimento. La vida como funcionamiento, si es posible como buen funcionamiento, es la vida tal como la entienden las mentalidades colectivistas de izquierdas o derechas: la pauta de funcionamiento y el baremo por el que se juzga a sí éste es bueno o malo queda establecida de modo único para todos los casos. Si alguien funciona o si funciona bien no es cosa que deba determinar él mismo, sino la colectividad. La vida como experimento es la vida pensada desde lo irrepetible y lo insustituible, es decir, desde el sujeto individual, que a base de elementos recibidos, tradiciones asumidas o rechazadas, pactos con los demás e iniciativas propias va fraguando lo nunca visto: la vida de cualquiera de ustedes o la mía. Que el experimento vaya saliendo bien o no, que mantenga su interés o resulte un completo fiasco es cosa que sólo se puede decidir desde dentro del experimento mínimo, nunca desde fuera. En la vida como funcionamiento, lo importante es añadir años a la vida; pero si se la entiende como experimento, lo fundamental es añadir vida a los años. Por supuesto que todo experimento conlleva incertidumbre y riesgos que deben ser asumidos: si siempre debe haber una instancia superior que tenga el deber de remendarme cuando me desgarro, no hay experimento que valga. Pero también es cierto que la contigüidad e interdependencia de nuestros experimentos reclama una cuota de solidaridad o si se prefiere complicidad entre ellos. Mi vida humana es un experimento y por tanto ningún experimento humano puede serme ajeno… lo cual no equivale a decir que tenga patente de corso para interferirlos o uniformizarlos a mi conveniencia burocrática. Por decirlo de una vez: en la vida como experimento el individuo se toma en serio su libertad y en la vida como funcionamiento el Estado se toma serias libertades con los individuos. Por supuesto, no sin ser invocado a ello por parte de los individuos mismos, pues no olvidemos que bajo su bata blanca el Estado Clínico oculta la piel de oveja del Buen Pastor.
Déjenme insistir en un punto: el Estado como salvaguardia contra la libertad, como seguridad de que nuestra libertad nunca tendrá efectos nocivos no ya sobre los otros –es lógico que un estado se preocupe de eso- sino sobre nosotros mismos. El paciente del Estado Clínico tiene este credo: “quiero ser libre, verdaderamente libre, y que además nunca pueda pasarme nada malo por serlo”. Pero lo cierto es que la libertad puede traer buenas o malas consecuencias, de otro modo no es libertad (1). El Estado puede —y, a mi juicio, debe— ayudarme a sobrellevar o corregir si son posibles los malos efectos de mi libertad, pero no puede prevenirlos nunca del todo sin esclavizarme. Soy y yo quiero ser libre de intentar subir al Naranjo del Bulnes, aún a sabiendas de lo que puede ocurrirme por intentarlo; si quedo atrapado a medio camino, querré con razón que alguien venga a ayudarme a volver a mi casita: pero sería indecente que yo exigiese al Estado prohibirme subir al monte, so pretexto de que nadie –sobretodo, ni yo mismo- puede garantizar que lograré llevar la proeza a buen termino. La libertad tiene efectos reales y nada limita tanto las posibilidades de la libertad futura como los efectos anteriores de mi libertad pasada. En los sueños, yo puedo saltar desde un sexto piso y encontrarme luego tomando café con unos amigos: pero en la vida de vigilia, el resultado de mi iniciativa podría ser muy otro. Y la libertad que queremos no puede ser la falsa libertad de los sueños, la libertad sin efectos ni consecuencias. Por lo tanto, saltar desde un sexto piso en la vida real condiciona mis posibilidades razonables de estar tomando cinco minutos después un café con mis amigos; pero sería absurdo decir que no soy libre porque la primera acción dificulta o impide la segunda. Ya lo dijo Aristóteles en su Ética Nicomáquea: soy libre de tirar o no tirar la piedra que tengo en la mano, pero no de hacer que si una vez arrojada me arrepiento vuelva a mi puño. Que no se diga pues que si utilizo mi libertad para beberme una botella de coñac todas las tardes pierdo mi libertad aunque me vuelvo alcohólico; no la pierdo, sino que la invierto de tal modo que sus efectos restringen mis posibilidades de opciones posteriores, como siempre ocurre al practicar la libertad, sea para bien o sea para mal. Lo que me quitaría por completo sería que se me prohibiera e impidiera beber, por no hablar de que se me diera veneno en lugar de mi bebida favorita. Pero la jaculatoria del paciente del Estado Clínico es ésta: no nos dejes caer en la tentación. O, como dice con mejor garbo la Zerlina de “Don Giovani”; “Presto non son piú forte…”. Vamos filfa: porque no hay más libertad que la del “vorrei o non vorrei?”. Por esto la drogadicción, su fomento, su publicidad y sus espectaculares remiendos (que forman parte esencial de su fomento) es el nervio funcional del Estado Clínico. Surgen nuevas drogadicciones todos los días, como es sabido. Lo mismo que, puesto que existe ETA y su mitología emancipatoria, no hay comarca que no sueñe con unos guerrilleros que la dispensen de no ser más que lo que es y le den rango de colonia oprimida pero insumisa, de igual modo cualquiera que tiene una manía o chaladura quiere que le den trato heroinómano. El otro día escuché por radio a una señora a la que se presentaba como ejemplo a una nueva droga: las máquinas tragaperras. La buena mujer se había gastado de tales adminículos el dinero que tenía y el que no tenía; describía con trémolos copiados la seducción irresistible del instrumento del mal, tarareando melodías en el bar donde ella bajaba cada mañana a tomar su cafelito. ¿Cómo va una a resistirse, gemía? ¡La culpa la tiene el gobierno, que no prohíbe esas máquinas! Y el locutor le daba la razón. A ninguno de los dos parecía pasársele por las mentes que la culpa tenía la señora y que lo que debía hacer para resolver su problema era no jugar. Por lo visto, en cuanto alguien anuncia que ha perdido su libertad tiene ya bula y hay que achacarle los desperfectos del gobierno, a la sociedad o a quien sea. Así no cabe duda de que el éxito de la drogadicción está asegurado. Y que nadie escucha al valiente fumador portugués que harto de tanta advertencias oficiales contra su vicio, escribió en una pared: “Atención, el tabaco advierte que el gobierno puede ser perjudicial para la salud”.
Vamos a centrarnos ahora, para concretar cuanto venimos diciendo, en un caso paradigmático por antonomasia, la drogadicción de la Droga. Es el ejemplo más nítido del estado de las cosas —es decir del Estado Clínico— al que nos venimos refiriendo, aunque en modo alguno el único posible. También podríamos hablar de las enfermedades mentales y de sus administradores, sin ir más lejos, pero ese tema lo dejaremos para otra ocasión. Quiero hacer constar que si me refiero al tema de la Droga (la mencionaré siempre con mayúscula, como la mitología exige) no es solamente por proponer una solución práctica a los crímenes y sufrimientos establecidos por su zarabanda (esa solución la conoce cualquiera que haya estudiado con algún detenimiento el problema y no carezca del todo de sentido común) sino ante todo como ilustración de una situación política que considero indeseable, es decir, lo que me interesa aquí es la cuestión de principio. Hoy, solicitar la despenalización de la droga no es sólo proponer la única solución a la delincuencia drogo-inducida, las muertes por adulteración o sobredosis, el gangsterismo internacional de este tramo, etcétera… sino ante todo dar un paso para salir del Estado Clínico en el que la libertad democrática se está viendo confinada. No será éste, sin duda, el último esfuerzo porque habrá que hacer en tal dirección, pero indudablemente ha de ser uno de los primeros. Como método a seguir, renuncio a exponer una vez más de forma positiva las razones para la despenalización de la droga, su propugnada eficacia política, económica y ética: quien se interese en esa perspectiva puede hallarla desarrollada en mi Tesis socio-políticas sobre las drogas, incluido en Ética como amor propio. Hoy responderé de una en una las principales objeciones desde el Estado Clínico se efectúan contra la despenalización. Me refiero, naturalmente, a los representantes del Estado Clínico, que tienen la amabilidad y la honradez de intentar razonar, en lugar de limitarse a tronar prohibiciones e infundíos sin permiso a réplica. Tales objeciones son, si no me equivoco, fundamentalmente éstas: primera, la droga mata; segunda, permitir lo inmoral es una inmoralidad; tercera, la despenalización aumentaría el número de drogadictos en lugar de disminuirla; cuarta, los grandes traficantes seguirán haciendo negocios por medio de las multinacionales farmacéuticas; quinta, los drogadictos no son delincuentes al menos son enfermos de los que hay que ocuparse y la despenalización no resuelve qué es lo que debemos hacer con ellos. Tal es el quinteto contra la muerte contra la solución despenalizadota de la droga. No incluyo, para no darme facilidades retóricas, la de quienes arguyen que la despenalización es cosa difícil de de lograr por su alcance internacional (tampoco parece que acabar con el tráfico ilegal resulte fácil) o las de los que mencionan las experiencias supuestamente frustradas de Amsterdam o Londres (como si alguien hubiese sostenido que despenalizar aquí mientras se penaliza en todas partes o despenalizar aquí mientras se penaliza en todas partes o despenalizar de cualquier modo tras tantos años de prohibición y sus miserias fuese la panacea más recomendable). No, vamos a las cosas serias, y dejemos las frivolidades insulsas para quienes consideran preventivamente que la propuesta despenalizadora es frívola.
Primero: La Droga mata. No cabe duda, admitámoslo sin rebozo, que Droga, es decir, las drogas, pueden causar la muerte. Es cosa que también ocurre con la mayoría de las sustancias que ingiere o recibe de cualquier modo el organismo humano. Se trata de un problema de dosis: uno se puede matar a base de cianuro o de huevos fritos, pero con el cianuro necesitará una cantidad mucho menor. Albert Hoffmann, el sintetizador del LSD, dice que la cuestión estiba en conocer la proporción existente entre la dosis activa de una sustancia y su dosis letal, es decir, entre la mínima cantidad que afecta perceptiblemente al organismo y la máxima que le destruye. Si en la aspirina esa razón puede se uno de quinientos, pongamos por caso, en la heroína será de uno a cuatro. De modo que deberé tener muchísima más precaución al dosificar la segunda que la primera, porque el limite en el que me muevo es más ajustado. Si yo deseo conseguir mis drogas sin saber de manera fiable, por culpa de la clandestinidad, cuál es realmente la cantidad que manejo me expongo a muy graves peligros. Pero una cosa ha de quedar clara: conociendo las cantidades que se toman, se puede convivir con la heroína o con cualquier otro fármaco. He conocido heroinómanos (casi todos ellos relacionados de un modo u otro a la profesión médica y por tanto con más fácil y seguro acceso al producto) que han practicado su rutina durante veinte a treinta años, toda su vida. Dependían de la heroína, desde luego, tal como el diabético depende de la insulina: pero no perecieron destruidos por ella. No sé si su carácter o su forma de vida se resintieron mucho por esa costumbre, pero tampoco conozco a las ventajas que les proporcionó. No aconsejaría a nadie tomar heroína, como no le aconsejaría trepar al Everest, meterse a cartujo o cruzar el estrecho de Gibraltar a nado. Son cosas peligrosas y recompensadas a mi juicio de forma discutible; pero a cualquiera decidido a hacerlas, le aconsejaría desde luego que se preparase bien y tomase algunas precauciones. En el caso de la Droga, lo que mata sin lugar a dudas es la mitología prohibicionista, que impide conocer la dosis que se toma, el estado de pureza o mezcla del producto, que favorece los cortes son sustancias venenosas inesperadas, que obliga a conseguirla por medios delictivos o recurriendo a delincuentes, que somete a los usuarios al stress permanente de una demanda económica desorbitada de la persecución policial.
Quizá me digan ustedes que “los expertos” aseguran que la droga mata. En esta cuestión, lo primero es preguntar, ¿qué expertos? Porque no todos opinan ni mucho menos igual, ni los que son más manejados por ciertos medios de comunicación resultan los más fiables. Voy a darles un ejemplo. Últimamente abundan los “expertos” que nos informan sobre los horrores de la adicción a la cocaína, de la que se dice que puede llegar a ser aún más peligrosa que la propia heroína. Pero he leído muy recientemente un trabajo de Bruce K. Alexander, del Departamento de Psicología de Simon Fraser University de Canadá, titulado precisamente El verdadero peligro de la cocaína. Alexander maneja los estudios más reputados sobre el tema, los de Arnold Trebech, Peder Cohen, James Bakalar, Steven Wisotsky, Patricia Erison, Norman Zimberg, etc… y llega a la conclusión de que la cocaína, utilizada con los conocimientos y garantías de pureza, no tiene efectos más dañinos que muchas otras prácticas habituales recomendadas. Este es el último párrafo de su informe: “El verdadero peligro de la cocaína no son lo efectos que provoca sobre la salud o el comportamiento. Es más bien el hecho de que provee a los americanos y eventualmente también a los europeos de una explicación fácil de los verdaderos males que afligen a la sociedad. Aparta la atención de sociedad en masse de las causas reales de esos males y por consecuencia de toda posibilidad de resolverlos”.
Segundo, es inmoral permitir la Droga aunque resulte socialmente pragmático. Los que así argumentan se apoyan en el “daño” potencial que se causaría a los drogadictos permitiéndoles su vicio, aunque ello resolviera los problemas sociales del gangsterismo con él relacionado. Pero resulta que el “daño” que sufrirían los llamados drogadictos —es decir, los usuarios voluntarios de tal o cual sustancia ahora prohibida— sería asumido y elegido por ellos, según su proyecto de experimento vital, mientras que el daño que a padecen viene de alimañas que se aprovechan de la prohibición para curarse, productos incontrolables y adulterados, agujas infectadas de SIDA, necesidad de buscar dinero inmediato y en cantidad enorme, disposición oficial hacia ellos hecha paternalismo regresivo y maternalismo asfixiante, etc… Lo moral no es rezar “no me dejes caer en la tentación”, es decir, anula mi libertad para que nunca sepa lo que realmente soy, sino “desarrolla y permite mi capacidad de autodominio responsable”. Quienes se preocupen por la “inmoralidad” deberían ante todo considerar la que entraña el medio de inducción al delito para atrapar a pequeños traficantes y consumidores practicado por la policía de tantos países o la destrucción plantaciones en países extranjeros por quienes no permitirían esa injerencia de sus viñedos californianos, por mencionar un ejemplo. Por no hablar de los atentados a la intimidad y dignidad personal de los registros anales o vaginales, etc… Es muy de agradecer que ya incluso los prohibicionistas concedan que la mayoría de los problemas sociales derivados de la Droga se remediarían con la despenalización, pero hay que insistir en que tal medida no se trata solamente de una cuestión pragmática, sino ante todo de principio. Como dijo Thomas Szasz, existe un problema de la Droga en el mismo sentido en que Hitler habló de un “problema judío”: lo crea la persecución y el prejuicio, no la cosa en si misma. El uso e información de sustancias químicas en el derecho, que como todo derecho entraña riesgos y abusos, pero no por ello deja de ser reclamable, el derecho a la automedicación. En cuanto tal, el llamado “problema” del “vicio” o la “inmoralidad” de la Droga no debe ponerse junto al terrorismo o la polución atmosférica, sino junto a otros supuestos vicios inmorales que, en realidad son derechos, tal como el respeto a la homosexualidad, el aborto o la libertad de expresión.
Tercero, la despenalización aumentaría el número de drogadictos. Quiere decirse, claro está, de usuarios de determinadas drogas hoy difícilmente accesibles. Tales personas no son más “enfermos” que los homosexuales o los ateos, que quede claro de una vez por todas (2). En efecto, en un primer momento es muy probable que personas que antes no se atrevieron a utilizar tales productos prueben ahora: después de todo la propaganda de la satanización ha hecho este fruto prohibido anormalmente deseable. Pero, como ocurrió en el caso de la pornografía, a un interés curioso que siguió a su despenalización lo prolongará una estabilización del consumo. Sin la excitación morbosa y autodestructiva de la clandestinidad, el empleo de tal o cual sustancia reducirá a sus prestaciones placenteras, contrapesadas por sus riesgos de deterioro fisiológico. Pero la cuestión no es disminuir el consumo de tales o cuales sustancias (lo cual ya hemos dicho que no es sino un derecho de los ciudadanos de países libres en el siglo XX), sino sus riesgos por falta de información o adulteración. Los drogadictos, por llamarlos así, serán más o menos, pero no tendrán que prostituirse ni robar para conseguir sus dosis, podrán regularlas a su conveniencia, tendrán un control oficial sobre la calidad de lo que compran y no deberán pagar precios abusivos por ello. La oferta se diversificará y aparecerán compuestos sintéticos con determinadas ventajas sobre las sustancias hoy conocidas, que conservarán la mayoría de sus efectos positivos y disminuirán o atenuarán los negativos. En una palabra, se utilizarán más drogas, pero se les prestará una atención menos morbosa y se emplearán de modo más seguro. Discriminalizadas, perderán atractivo suicida y ganarán en utilidad práctica. Y sobre todo tanto las personas que quieran ocasional o habitualmente emplearlas, como las que no, serán tratadas por los poderes públicos como ciudadanos adultos, no como tiernos e influenciables huéspedes de guardería o como vasallos de Jomeini.
Cuarto, el comercio de la droga continuaría por medio de ls multinacionales farmacéuticas. Lo más curioso es que este argumento suele emplearlo no sólo izquierdistas de esos que cuando oyen la palabra “mercado” echan mano de su plan quinquenal sino también respetados partidarios de la libertad de comercio. Las multinacionales farmacéuticas supongo que no son peores que las que fabrican electrodomésticos y quizá son mejores que las que fabrican armas. Muchos reparos pueden hacerse al sistema de las multinacionales, pero no parece lid abominar de ellas sólo cuando se menciona esta cuestión de las drogas: que la reforma del sistema económico empiece por otro lado y después ya veremos… En un artículo sobre la despenalización de la Droga, Umberto Eco apuntaba una reserva inteligente, pero no primordial: si la despenalización arruina el negocio gansteril de los traficantes (y por supuesto Eco no duda de que lo haría) ¿a qué otro negocio ilegal dedicarían éstos su infraestructura criminal? Quizá al tráfico de armas, la trata de blancas o cosas aún peores. Ciertamente, la despenalización no es la solución de todos los problemas que hoy nos afligen, lo mismo que Droga no es en modo alguno el mayor de ellos: al día siguiente de la despenalización, siento decirles que tampoco veremos al fiero león pastar junto a una humilde oveja. La abrogación de la Ley Seca acabó con el imperio de los Capones de Chicago, pero no con los negocios ilícitos ni con la delincuencia, que simplemente sufrió una reconversión. ¿Diremos sin embargo que no se resolvió un serio problema puntual? Ya veremos con qué nos salen mañana los sempiternos bandoleros, pero hoy hagámosles pensar un poco suprimiéndoles su mayor fuente de ingresos actual. Les revelaré en cambio un temor personal, al que no he visto concedida la debida atención. Que de un modo u otro, siguiendo una u otra graduación, la Droga acabará por despenalizarse es cosa que ya nadie medianamente informado pone seriamente en duda. Ahora bien, si dicho vuelco no ha sido procedido de la necesaria mentalización sobre los abusos permanente del Estado Clínico y sobre un reforzamiento consciente de la responsabilidad y el autodominio individuales (es decir, de la moral en su más exigente sentido) temo que sea el propio Estado quien prescriba la Droga por salud pública, lo mismo que ayer la prohibió por tal motivo. A fin de cuentas, ¿por qué la preocupación por la salud pública debe limitarse a lo que no debemos tomar, en lugar de extenderse a prescribirnos lo que nos servirá de tranquilizante o reconstituyente? Dado que hay gentes que sufren infartos por excesos o descompensaciones en la alimentación, ¿para cuándo el prohibir las grasas no menos que el tabaco o el dictarnos por real decreto la dieta ideal para conservarnos saludables y laboriosos? Un tipo de Estado acostumbrado a manipular las adicciones positivas sin especial contradicción. Quienes no se quejaron del prohibicionismo no tendrán luego derecho a rechazar la píldora obligatoria o la fortificante gimnasia rítmica matutina a toque universal de gong.
En quinto y último lugar, los drogadictos son enfermos a los que hay que ayudar, cosa que la despenalización no resuelve. Para empezar, el uso de las drogas no tiene por qué ser considerado una enfermedad, si quien las emplea no tiene el más mínimo interés en dejar de tomarlas. Hay un uso represivo de la noción de “enfermedad” que la convierte en algo puramente objetivo, que se establece desde fuera y sin que la opinión del interesado cuente para nada. La enfermedad es algo malo que le pasa a uno lo sepa o no y que debe ser curado quiera o no. Este criterio represivo se considera un adelanto respecto a la mentalidad tradicional que le castigaba a uno por lo que hacía: hay quien considera más “progresista” ser cleptómano que ser ladrón como toda la vida. O quien ve un avance en que la homosexualidad sea tenida por una enfermedad en lugar de un delito. Con un criterio semejante pero con menor aplauso público se encerró en la URSS a los disidentes del régimen no por adversarios políticos sino por enfermos mentales… En realidad, cualquier persona con un mínimo de sentido de la libertad prefiere que le impongas una pena a que le impongan un tratamiento. La culpabilidad es una relación humana y por tanto discutible, convencional, reversible; la enfermedad es un proceso biológico que nos somete a su necesidad. Desde un punto de vista libertario, o quizá sencillamente liberal en el sentido menos conservador del término (ese que la derecha española jamás conocerá), es una enfermedad un problema que tengo conmigo mismo y un delito contensioso que la sociedad tiene conmigo. En ambos casos soy sujeto libre, en el primero para solicitar ayuda o automedicación, en el segundo para que se respeten las garantías jurídicas del procedimiento. Hay personas que utilizan las drogas y que se consideran “enfermos”, es decir que no están a gusto consigo mismos y reclaman ayuda médica. Las circunstancias actuales en las que se utilizan las sustancias ilegales –desde la adulteración y la imposibilidad de fijar dosis hasta el stress de conseguir diariamente su precio- favorecen sin duda que sus usuarios enfermen. Sea como fuere, es lógico y justo que la colectividad les brinde ayuda, por lo mismo que acude a rescatar al alpinista en apuros. Para eso pagamos impuestos y a este tipo de ayudas se destinaría los aranceles de peligrosidad que podrían gravar determinadas sustancias el día que se legalicen. Pero otros usuarios de sustancias actualmente prohibidas no se consideran enfermos, sino hostigados por un prejuicio puritano de la sociedad. Lo que reclaman para todas las sustancias es control sanitario, libertad de comercio e información suficiente. Esta gente no tiene —no tenemos— ningún afán suicidario ni destructivo, lo mismo que quien sale a pasear en coche no quiere partirse la crisma en la carretera, aunque es cosa que muy frecuentemente pasa. Y quien tenga ganas de suicidarse, es problema suyo; si comete algún delito contra los demás, que sea castigado, pero en otro caso que le dejen vivir en paz pues nadie puede cometer un delito contra sí mismo en un estado libre. Pero ¿y quien ha sufrido una víctima en su familia por culpa de la Droga, acaso no es lógico que quiera prohibirla? Aparte de que tal víctima habrá sido causada más por la prohibición que por la sustancia, no tiene ningún derecho especial a solicitar su ilegalización, lo mismo que el padre que ha perdido a su hijo en un accidente de moto no puede esperar que por ello se prohíba el motorismo. Existe además todo el mundo de los que se refugian en esa institución clínico-paternalista, la drogadicción, para reclamar interés de sus familias o de una sociedad que los mantiene en el paro u el abandono. “Ahora ya soy drogadicto, es decir no soy responsable ni tengo voluntad. Ocuparos de mí o moriré matando”. En una sociedad en que toda renuncia a la libertad de elección individual tiene su prima y donde no se presta atención más que a quienes convierten su problema en un problema de orden público, meterse a drogadicto es una tentación razonable y una estrategia con riesgo pero sin recompensas.
Concluyamos retornando a nuestros planteamientos del comienzo. En el Estado Clínico los médicos se ven constreñidos a convertirse en sacerdotes y aún inquisidores de la salud, apoyando a los políticos que la instituyen en obligación pública por ellos definida. Se trata de una nueva versión de la antigua y muy retrógrada alianza entre el Trono y el Altar, ahora entre el Despacho y la Camilla. Determinadas sustancias, como determinados comportamientos o hábitos quedan convertidos en reos de insalubridad y canalizan los afanes persecutorios de individuos adoctrinados de tal modo que temen más los peligrosos efectos de la libertad que el peligro de perderla. Para todo lo que nos conviene hay que pedir receta o atenerse a las consecuencias. A comienzos de este siglo, a Gustav Klimt se le encargó pintar el techo del salón de actos de la universidad vienesa. En su alegoría de la Medicina, entre las figuras que se entrelazan en torno a la muerte y que representan el dolor, la vida, el éxtasis y la sabiduría destaca la libertad uno de los más bellos desnudos del pintor: una mujer detenida en el vacío con los brazos abiertos, que adelanta la cintura para hacer resaltar la tentación de su pubis mientras baja un poco la cabeza, de tal modo que los largos cabellos cubren sus facciones enigmáticas. A Klimt se le intentó un proceso por ofensa a la moral pública. Y sin embargo el artista tenía razón: la presencia turbadora y escandalosa de la libertad debe acompañar a los otros símbolos de la medicina, so pena de que ésta se convierta en sucedáneo moderno del Santo Oficio. Porque, como en cierta ocasión escribió Joseph Conrad, “estrictamente hablando, la cuestión no es cómo ser curado, sino cómo vivir”.
Notas
(*) Este articulo fue publicado en Claves de razón práctica, Madrid, abril de 1990, N° 1.
(1) La utilización del cientificismo para desvirtuar el concepto moral y político de libertad es una constante desde Moleschott y seguro que me quedo corto. Un ejemplo no más extremo que otros da el artículo de Jesús Mosterín “Drogadicción y paternalismo”, aparecido en “El País” (25 noviembre, 1989), Mosterín señala que “cuando nuestros deseos se oponen a nuestros intereses de saludo, la situación psíquica real suele ser compleja”. Por lo visto, los “intereses de salud” son algo objetivo y que no tiene nada que ver con caprichos, mientras que l deseos ya se sabe que son cosas que se le meten a uno en la cabeza. En cuanto a la posibilidad de “intereses sin deseos” y “deseos sin interés”, el asunto le debe parecer tan obvio a Mosterín que no tiene nada que decir. Prosigue: “Queremos y a la vez no queremos. Nuestro cortex cerebral quiere una cosa y nuestro sistema límbrico quiere otra”. Aparte de una descripción clínica de la tentación, poco de nuevo aprendemos. Catulo decía “odi et amo” y Platón debería haber llamado a su caballo blanco “Córtex” y al negro “Límbrico”. Por lo demás estamos donde siempre, salvo que sólo a los inquisidores se les ocurre que para que Córtex pueda sojuzgar a Límbico sea necesaria la coacción del Ministerio de Sanidad. En el plano moral, lo cortés nunca quita lo valiente… Menos mal que Mosterín se declara después partidario de la libertad como valor. “Sólo en casos extremos yo admitiría alguna limitación local del principio genérico de la libertad individual. Pero es que los casos referentes a la salud son extremos”. De las otras cosas que hay en la vida, nos queda la libre disposición del dinero y el amor. Así pues, el que tenga amor que lo cuide y la platita que no la tire. De que no desperdicie su salud se encargará la Córtex institucional.
(2) Para un interesante enfoque psicoanalítico desmitificador de la drogadicción como “enfermedad mental”, véase Psicoterapia del toxicómano, de Guillermo Mattioli, Logos, Barcelona.
2 comentarios:
¿El texto es de la revista juridica universitaria que le da nombre al Blog? Genial.
Lo cierto es que una iniciativa así en la época universitaria es genial y más la amplia información y fundamentación que su autor muestra.
Me impresiona por un lado y por otro me avergüenza por el hecho de que mi generación de estudiantes no parece mostrar interés por mojarse/atreverse a opinar si su opinión no vale para la calificación final.
¡¡¡Un cordial saludo!!
Estimado Anónimo. Alguien repitió tu cvomrntario en el post que fue subido después que éste y allí esta tu comentario con su respuesta.
Saludos,
AB
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