16 abr 2014

PRÓLOGO DEL LIBRO "LA ETAPA PREPARATORIA EN EL SISTEMA ADVERSARIAL"









Prólogo

Presentación

En esta oportunidad nos toca presentar la obra de dos jóvenes juristas que trabajan con seriedad y entusiasmo sobre la reforma de la justicia penal: La etapa preparatoria en la investigación penal. Si tuviéramos que utilizar un solo adjetivo para caracterizar este excelente libro de Diego García Yomha y Santiago Martínez, diríamos que se trata de un libro inusual.

Y es un libro inusual por su vocación transformadora, acompañada por un análisis que va desde las prácticas reales de la justicia penal a las normas, y de allí regresa a esas prácticas. Los autores se alejan, de este modo, del formalismo jurídico que, en busca de “pureza” teórica, ignora la realidad de su objeto de estudio.

La obra propone un nuevo modelo de justicia penal realmente contradictorio, respetuoso de los derechos de las partes, respecto del cual debe erradicarse la cultura del expediente y la formalización de la investigación. El análisis que los autores realizan del peso cultural del expediente es sumamente esclarecedor y, por agudo, veraz y sincero, permite la discusión sobre las soluciones propuestas.  Si bien el objeto de este trabajo se limita a la investigación penal preparatoria, tanto el análisis de las prácticas jurídicas como gran parte de las propuestas resultan aplicables a casi todo el proceso penal.

Los autores comienzan por explicar la necesidad de abandonar el modelo “mixto” para adoptar lo que ellos denominan “sistema adversarial” (cap. II). En los siguientes capítulos se realiza una excelente exposición del peso de ese montón de papeles encarpetados de manera irracional —el expediente— (cap. III), de las prácticas cotidianas de la justicia penal (cap. IV), y del modo en que el modelo vigente vulnera derechos fundamentales de las personas (cap. V).

A continuación se puede leer la parte propositiva de esta obra. Así, se propone la desaparición del expediente (cap. VI), la regulación de la actividad de los sujetos procesales (cap. VII), la aplicación de la oralidad durante la investigación (cap. VIII), y la organización judicial adecuada para el buen funcionamiento del nuevo modelo de justicia penal (cap. IX).

Un problema cultural

Si algo tienen en claro los autores de este libro es que la transformación de la justicia penal solo puede llevarse a cabo mediante una reforma integral que, además, no puede limitarse a las modificaciones legales.

En este sentido, consideramos importante destacar que las alteraciones producidas por un proceso de reforma deseable constituyen una modificación sustancial del sistema de enjuiciamiento penal. Y un proceso tal no representa una “reforma” del procedimiento penal sino, en todo caso, el abandono de un modelo procesal y la adopción de otro modelo, cualitativamente distinto.

Por el contrario, no se puede hablar de “reforma” si los cambios consisten en dotar de mayor eficiencia administrativa a los órganos del viejo sistema o en transformaciones parciales que no afectan las bases de ese sistema. El término “reforma” no debe ser entendido, entonces, como una serie de modificaciones dirigidas a reestructurar o reconfigurar el procedimiento penal anterior —o el texto normativo que lo organizaba—, sino como una transformación que afecta los componentes fundamentales de la estructura de la administración de la justicia penal en sentido amplio.

Un modelo determinado de código procesal penal representa una opción político-criminal determinada, cargada de sentido, representativa de valores y expresiva de decisiones fundamentales acerca del modo en que debe ser organizada la persecución penal —especialmente la persecución penal pública— y, fundamentalmente, acerca del valor que se concede al respeto efectivo de los derechos humanos. También representa un aspecto específico, diferenciado y diferenciable, de los demás componentes de la administración de justicia, cuya relevancia influye poderosa y decisivamente sobre los demás elementos de esa totalidad conceptual denominada "sistema de justicia penal", "justicia penal" o "sistema penal", y, en consecuencia, sobre los resultados de toda intervención estatal de carácter punitivo.

Dado el alcance estructural asignado al proceso de transformación y, además, la innegable vinculación entre todos los elementos, sectores, regulaciones jurídicas y operadores del sistema de justicia penal, estos procesos comienzan —al menos en la mayoría de los países—, pero de ningún modo terminan, con la adopción de la nueva legislación procesal. La unidad político-criminal entre derecho penal sustantivo y formal, derecho penitenciario y otras ramas jurídicas requiere, ineludiblemente, la adecuación de todas ellas a las exigencias propias del nuevo modelo de justicia penal que se pretende instaurar.

Pero, además y especialmente, se trata de un problema cultural tan arraigado luego de cinco siglos de vigencia en nuestros países que genera fuertes resistencias y mecanismos de defensa ante las pretensiones de cambio, esto es, de una cosmología de la justicia penal que produce y reproduce prácticas concretas sumamente difíciles de erradicar.

El expediente

Un gran acierto de los autores consiste en la relevancia que le han dado a las prácticas que giran en torno al expediente como objeto del fetichismo judicial. Las prácticas de formalización del caso en esas carpetas que denominamos expedientes a traves de rígidas pautas que sobreviven al paso del tiempo se han naturalizado de tal modo que impiden prácticamente cualquier intento de transformación de la justicia.

En este sentido, el peso del expediente en las prácticas cotidianas de la justicia penal va mucho más allá del peso que puede marcar la balanza. El expediente termina por adueñarse del caso, lo redefine y proyecta su influencia sobre el modo de tomar todas y cada una de las decisiones del proceso penal. Todo sucede como si esas carpetas unidas por cordeles entre sí adquirieran vida propia, vaciando de sentido los escasos actos en los cuales debería prevalecer la oralidad.

Piénsese, por ejemplo, en la práctica judicial que gira alrededor de un pedido de fotocopias. ¿Por qué las partes que tienen pleno derecho de acceder al contenido del expediente deben solicitar por escrito copias simples de dicho contenido? Luego de ese pedido, el juez debe autorizarlo firmando una resolución que también se agrega al expediente y, además, se debe dejar constancia de que el abogado o la persona autorizada efectivamente las ha obtenido. Todo este trámite absurdo quita tiempo a los actores del proceso y, además, aumenta la cantidad de hojas —que en dialecto tribunalicio se dice “fojas”— que el expediente contiene.

Hace unos días fuimos protagonistas de una nueva manifestación de estas prácticas rígidamente burocráticas. Concurrimos con otro abogado a fotocopiar partes del expediente a un tribunal, luego de haberlo solicitado por escrito y de que el juez así lo autorizara. Dado que debíamos fotocopiar muchas páginas, mientras el otro abogado fue a fotocopiar parte de ellas, nosotros le dijimos al empleado que nos había atendido que para ahorrar tiempo, preferíamos sacar fotografías de un incidente allí mismo. Pues bien, el empleado nos dijo que esperásemos un momento, y desapareció entre los laberintos del juzgado. A los pocos minutos regresó y nos “autorizó” a fotografiar el incidente.

Por supuesto que la persona que nos atendió no es responsable de ese acto. Ello sucede porque, como regla, cualquier intento de actuar racionalmente suele generar resistencia en los tribunales y, en un caso como el que mencionamos, podría generar una reprimenda en quien lo consintiera sin consultar. Si nosotros podríamos haber salido del tribunal y fotografiado el incidente en el pasillo, ¿qué necesidad había de que se nos autorizara a hacerlo en la mesa de entradas?

García Yohma y Martínez abordan muchísimos aspectos problemáticos generados por la confección del expediente que afectan derechos fundamentales, distorsionando los fines del proceso penal. Su análisis es muy rico tanto en la enumeración de las diversas prácticas rituales como también en las consecuencias que producen y que afectan principios y derechos fundamentales. En este aspecto, sus desarrollos dejan en claro la necesidad ineludible de eliminar el expediente y abandonar completamente este modelo de justicia penal.

¿Crisis?

En conclusión, este trabajo expone rigurosamente los más graves problemas propios de este modelo de justicia penal. Y no se trata, como los lectores podrán advertir, de problemas coyunturales. Por el contrario, en este estudio se demuestra que en este modelo de justicia los problemas aquí señalados son sus consecuencias necesarias.

Mantener la formalidad y la burocracia –o dejar librado a la voluntad de los actores su elección– puede generar inconvenientes al momento de tomar las decisiones. Es que el proceso penal no es un conjunto de trámites que ordenan un sumario, sino la vía institucional para solucionar los conflictos más graves de la sociedad.
La enseñanza de la cultura judicial se basa en cómo llevar el expediente y no en cómo investigar, litigar o seleccionar la prueba que conduzca a la solución del caso. Esto nos permite concluir que la formalización es una elección sobre la forma de trabajar en los operadores de sistema que, al imprimirse una carátula, la causa se transforma en una pieza compleja a construir (p. 146).

Así, uno de los mayores méritos del trabajo de estos dos jóvenes juristas consiste en cuestionar dura y fundadamente un proceso de “naturalización” de prácticas inquisitivas que lleva más de cinco siglos. Su trabajo nos demuestra, entonces, que no hay crisis de la administración de justicia penal, sino que esta justicia es la crisis.

Alberto Bovino
Ushuaia, 15 de enero de 2014


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