Prólogo
Presentación
En esta oportunidad nos toca presentar la obra de dos
jóvenes juristas que trabajan con seriedad y entusiasmo sobre la reforma de la
justicia penal: La etapa preparatoria en
la investigación penal. Si tuviéramos que utilizar un solo adjetivo para
caracterizar este excelente libro de Diego García
Yomha y Santiago Martínez,
diríamos que se trata de un libro inusual.
Y es un libro inusual por su vocación transformadora,
acompañada por un análisis que va desde las prácticas reales de la justicia
penal a las normas, y de allí regresa a esas prácticas. Los autores se alejan,
de este modo, del formalismo jurídico que, en busca de “pureza” teórica, ignora
la realidad de su objeto de estudio.
La obra propone un nuevo modelo de justicia penal
realmente contradictorio, respetuoso de los derechos de las partes, respecto
del cual debe erradicarse la cultura del expediente y la formalización de la
investigación. El análisis que los autores realizan del peso cultural del
expediente es sumamente esclarecedor y, por agudo, veraz y sincero, permite la
discusión sobre las soluciones propuestas.
Si bien el objeto de este trabajo se limita a la investigación penal
preparatoria, tanto el análisis de las prácticas jurídicas como gran parte de
las propuestas resultan aplicables a casi todo el proceso penal.
Los autores comienzan por explicar la necesidad de
abandonar el modelo “mixto” para adoptar lo que ellos denominan “sistema
adversarial” (cap. II). En los siguientes capítulos se realiza una excelente
exposición del peso de ese montón de papeles encarpetados de manera irracional
—el expediente— (cap. III), de las prácticas cotidianas de la justicia penal
(cap. IV), y del modo en que el modelo vigente vulnera derechos fundamentales
de las personas (cap. V).
A continuación se puede leer la parte propositiva de
esta obra. Así, se propone la desaparición del expediente (cap. VI), la
regulación de la actividad de los sujetos procesales (cap. VII), la aplicación
de la oralidad durante la investigación (cap. VIII), y la organización judicial
adecuada para el buen funcionamiento del nuevo modelo de justicia penal (cap.
IX).
Un problema
cultural
Si algo tienen en claro los autores de este libro es que la
transformación de la justicia penal solo puede llevarse a cabo mediante una
reforma integral que, además, no puede limitarse a las modificaciones legales.
En este sentido, consideramos importante destacar que las
alteraciones producidas por un proceso de reforma deseable constituyen una
modificación sustancial del sistema de enjuiciamiento penal. Y un proceso tal
no representa una “reforma” del procedimiento penal sino, en todo caso, el
abandono de un modelo procesal y la adopción de otro modelo, cualitativamente
distinto.
Por el contrario, no se puede hablar de “reforma” si los
cambios consisten en dotar de mayor eficiencia administrativa a los órganos del
viejo sistema o en transformaciones parciales que no afectan las bases de ese
sistema. El término “reforma” no debe ser entendido, entonces, como una serie
de modificaciones dirigidas a reestructurar o reconfigurar el procedimiento
penal anterior —o el texto normativo que lo organizaba—, sino como una
transformación que afecta los componentes fundamentales de la estructura de la
administración de la justicia penal en sentido amplio.
Un modelo determinado de código procesal penal representa
una opción político-criminal determinada, cargada de sentido, representativa de
valores y expresiva de decisiones fundamentales acerca del modo en que debe ser
organizada la persecución penal —especialmente la persecución penal pública— y,
fundamentalmente, acerca del valor que se concede al respeto efectivo de los derechos
humanos. También representa un aspecto específico, diferenciado y
diferenciable, de los demás componentes de la administración de justicia, cuya
relevancia influye poderosa y decisivamente sobre los demás elementos de esa
totalidad conceptual denominada "sistema de justicia penal",
"justicia penal" o "sistema penal", y, en consecuencia,
sobre los resultados de toda intervención estatal de carácter punitivo.
Dado el alcance estructural asignado al proceso de
transformación y, además, la innegable vinculación entre todos los elementos,
sectores, regulaciones jurídicas y operadores del sistema de justicia penal,
estos procesos comienzan —al menos en la mayoría de los países—, pero de ningún
modo terminan, con la adopción de la nueva legislación procesal. La unidad
político-criminal entre derecho penal sustantivo y formal, derecho
penitenciario y otras ramas jurídicas requiere, ineludiblemente, la adecuación
de todas ellas a las exigencias propias del nuevo modelo de justicia penal que
se pretende instaurar.
Pero, además y especialmente, se trata de un problema
cultural tan arraigado luego de cinco siglos de vigencia en nuestros países que
genera fuertes resistencias y mecanismos de defensa ante las pretensiones de
cambio, esto es, de una cosmología de
la justicia penal que produce y reproduce prácticas concretas sumamente
difíciles de erradicar.
El expediente
Un gran acierto de los autores consiste en la relevancia que
le han dado a las prácticas que giran en torno al expediente como objeto del
fetichismo judicial. Las prácticas de formalización del caso en esas carpetas
que denominamos expedientes a traves de rígidas pautas que sobreviven al paso
del tiempo se han naturalizado de tal modo que impiden prácticamente cualquier
intento de transformación de la justicia.
En este sentido, el peso del expediente en las prácticas
cotidianas de la justicia penal va mucho más allá del peso que puede marcar la
balanza. El expediente termina por adueñarse del caso, lo redefine y proyecta
su influencia sobre el modo de tomar todas y cada una de las decisiones del
proceso penal. Todo sucede como si esas carpetas unidas por cordeles entre sí
adquirieran vida propia, vaciando de sentido los escasos actos en los cuales
debería prevalecer la oralidad.
Piénsese, por ejemplo, en la práctica judicial que gira
alrededor de un pedido de fotocopias. ¿Por qué las partes que tienen pleno
derecho de acceder al contenido del expediente deben solicitar por escrito
copias simples de dicho contenido? Luego de ese pedido, el juez debe
autorizarlo firmando una resolución que también se agrega al expediente y,
además, se debe dejar constancia de que el abogado o la persona autorizada
efectivamente las ha obtenido. Todo este trámite absurdo quita tiempo a los
actores del proceso y, además, aumenta la cantidad de hojas —que en dialecto
tribunalicio se dice “fojas”— que el expediente contiene.
Hace unos días fuimos protagonistas de una nueva
manifestación de estas prácticas rígidamente burocráticas. Concurrimos con otro
abogado a fotocopiar partes del expediente a un tribunal, luego de haberlo
solicitado por escrito y de que el juez así lo autorizara. Dado que debíamos
fotocopiar muchas páginas, mientras el otro abogado fue a fotocopiar parte de
ellas, nosotros le dijimos al empleado que nos había atendido que para ahorrar
tiempo, preferíamos sacar fotografías de un incidente allí mismo. Pues bien, el
empleado nos dijo que esperásemos un momento, y desapareció entre los
laberintos del juzgado. A los pocos minutos regresó y nos “autorizó” a fotografiar
el incidente.
Por supuesto que la persona que nos atendió no es
responsable de ese acto. Ello sucede porque, como regla, cualquier intento de
actuar racionalmente suele generar resistencia en los tribunales y, en un caso
como el que mencionamos, podría generar una reprimenda en quien lo consintiera
sin consultar. Si nosotros podríamos haber salido del tribunal y fotografiado
el incidente en el pasillo, ¿qué necesidad había de que se nos autorizara a
hacerlo en la mesa de entradas?
García Yohma y Martínez
abordan muchísimos aspectos problemáticos generados por la confección del
expediente que afectan derechos fundamentales, distorsionando los fines del
proceso penal. Su análisis es muy rico tanto en la enumeración de las diversas
prácticas rituales como también en las consecuencias que producen y que afectan
principios y derechos fundamentales. En este aspecto, sus desarrollos dejan en
claro la necesidad ineludible de eliminar el expediente y abandonar
completamente este modelo de justicia penal.
¿Crisis?
En conclusión, este trabajo expone rigurosamente los más
graves problemas propios de este modelo de justicia penal. Y no se trata, como
los lectores podrán advertir, de problemas coyunturales. Por el contrario, en
este estudio se demuestra que en este modelo de justicia los problemas aquí
señalados son sus consecuencias necesarias.
Mantener la formalidad y la burocracia –o dejar librado a
la voluntad de los actores su elección– puede generar inconvenientes al momento
de tomar las decisiones. Es que el proceso penal no es un conjunto de trámites
que ordenan un sumario, sino la vía institucional para solucionar los conflictos
más graves de la sociedad.
La enseñanza de la cultura judicial se basa en cómo llevar el
expediente y no en cómo investigar, litigar o seleccionar la prueba que
conduzca a la solución del caso. Esto nos permite concluir que la formalización
es una elección sobre la forma de trabajar en los operadores de sistema que, al
imprimirse una carátula, la causa se transforma en una pieza compleja a
construir (p. 146).
Así, uno de los mayores méritos del trabajo de estos
dos jóvenes juristas consiste en cuestionar dura y fundadamente un proceso de
“naturalización” de prácticas inquisitivas que lleva más de cinco siglos. Su
trabajo nos demuestra, entonces, que no hay crisis de la administración de
justicia penal, sino que esta justicia es
la crisis.
Alberto Bovino
Ushuaia, 15 de enero de 2014
No hay comentarios.:
Publicar un comentario