En el caso estamos trabajando en los
alegatos. Por eso es posible que me quede escribiendo o editando hasta las 6 de
la mañana, como hice el domingo a la noche, es decir, el lunes a la madrugada.
En mi sueño sentía un ruido insoportable, un "ring" de esos de los
teléfonos que se marcaban con el disco con los números. Lentamente advertí que
no era un sueño, que sonaba mi celular en el bolsillo de mi pantalón (tirado en
el suelo junto a la cama).
Era Maxi Medina,
preguntándome si ya estaba llegando al CELS...
—No —dije— voy directo hasta Pedro de
Luján.
Era lunes 4 de febrero de 2013, había
inspección ocular en el lugar de los hechos donde los ferroviarios de Pedraza habían disparado a los
manifestantes y tercerizados hasta producir la muerte del joven Mariano Ferreyra.
Salgo a las apuradas de casa, muy cómodo
con mi pantalón clarito y mi remera lisa color yema de huevo; demoro en
conseguir un taxi libre; no sé qué calles estaban cortadas; el taxi me tuvo que
dejar a tres cuadras; caminé apurado hasta llegar al lugar donde comenzaría el
acto procesal.
Eran las 12:15, y el presidente Días estaba explicando cómo se realizará
la inspección ocular. Había personal de prefectura y de gendarmería por todas
partes, rodeándonos. Yo no estaba seguro de si nos protegían o nos llevaban
presos. En algunos momentos me sentía parte de una comparsa, pues los gendarmes
nos rodeaban con una cinta amarilla como si estuviéramos en el corsódromo de
Gualeguychú —más allá de ello, muchos de nosotros parecemos miembros de una
comparsa sin demasiado esfuerzo—.
Lo mejor del acto procesal: podíamos fumar.
Lo peor: el sol. Ese maldito astro que no sé a qué idiota se le ocurrió
coronar. Estuvo allí para amargarnos la mañana, incesante, firme, sin descansar
un minuto.
Nosotros ya habíamos estado en el lugar del
hecho, antes de que comenzara el juicio. La distancia desde donde comenzaron su
agresión premeditada los ferroviarios empujados por Pablo Díaz y demás miembros de la patota de la
Lista Verde de Pedraza (que
parecía haberse reducido considerablemente durante el juicio) pudo ser vista a
escala real. Esa impresión, junto a la verificación del hecho de que el follaje
de los árboles impidió a los pocos manifestantes que intentaron subir a las
vías ver al grupo de ferroviarios que venían por las vías, resultan, a nuestro
juicio, sumamente relevantes.
En momentos, los periodistas nos rodeaban.
Por una mera casualidad, la fiscal Yevalié coincidía con esos momentos para
mostrarse hablando con el tribunal y señalando hacia dónde debía tomarse
imágenes. Lo que se dice comúnmente "robar cámaras".
Hacia la mitad de la inspeccción, se
decidió que quienes quisieran subir a las vías debían anotarse en una lista. El
presidente del tribunal le dijo a una empleada del tribunal:
—Anotá en la lista a todos los que quieran
subir...
Y agregó:
—Usted va a subir Dr. Bovino, ¿no? Anotá al Dr. Bovino.
Mi "sí" llegó tarde, pero ya
estaba en la lista. Y entonces sucedió lo que todos estábamos esperando: la
fiscal Yevalié también quiso
subir. Solo lo logró porque a lo largo de todo el sendero del terraplén se
habían ubicado varios gendarmes, que se la pasaron de mano en mano hasta
depositarla sobre las vías.
Seguramente algún malvado habrá deseado que
se les cayera, pero no sucedió. A continuación subimos todos los demás.
De allí caminamos hasta la Estación
Irigoyen, donde me comí un choripán, bajo la mirada envidiosa de muchos de los
presentes, y de allí fuimos hasta la Estación Avellaneda, sin perdernos el
exquisito aroma del Riachuelo.
Ahí terminó la inspección ocular.
Transpirados, maltrechos y aún bajo el sol, algunos nos fuimos con una sola
imagen de allí. Ésta:
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