Del otro lado
de nuestra justicia
Por José I. Irazusta*
Cuando pensamos
quietamente o nos planteamos con ingenuidad balbuceante, el derecho que innegablemente
deberíamos tener todas las personas simples a la justicia que, como deber
inalienable, nos debería proveer el Estado. Casi automáticamente nos remitimos
al papel de víctimas de delitos. No contenidas ni comprendidas por un “Sistema Judicial”
que da vista de numerosos signos de agobio, abarrotamiento e impericia.
Pero del otro
lado de esta interpretación rumorosa, tan ampliamente extendida y difundida con
vehemencia y a grandes títulos por los musculosos defensores del intocable estado
de las cosas; con sus frecuentes pedidos de endurecimiento de las penas y baja
en las edades de imputabilidad. Hay otras visiones, más oscurecidas y con
muchísima menos aceptación entre las tibias y sencillas personas que caminan
por las calles de los pueblos y ciudades; haciendo sus habituales compras en
los distintos tipos de tiendas o yendo a los templos de sus distintos credos, con
absoluta y desprevenida distracción amable.
Hay otra cotidianeidad
que da vueltas de carnero por los incontables rincones obscenos de estas tierras
de vírgenes morbosamente manoseadas.
Inicialmente lejos
de los púdicos despachos ornamentados con balanzas y mujeres ciegas, que
pretenden aludir a una equidad que se da de cara con la realidad, y con cruces
que remiten a injusticias lejanas, marchan los crucificados de estos días.
Caminan por sus
lugares de miseria esparcida, donde nuestras sociedades cúbicas, los preparan
desde sus pequeñas y miserables cunas rodeadas de heces, para que desarrollen
sus vidas como carne de presidio, carne de tumba, carne podrida.
Ahí, en los
pantanos, donde los rayos del simpático y sonriente sol de la pretendida “República”
no llegan; nacen nuestros condenados, sin primario derecho a juicio, ni al más
mínimo amague de debida defensa.
De esos
arrabales embarrados se los extrae con alguna excusa, casi siempre escasa de sentido,
para hacerles dar un paseo por alguna celda de comisaría, y más temprano que
tarde, apilarlos en unos edificios desproporcionados que se suelen dar en
llamar graciosamente “preventorios”.
Allí, en esas
descorazonadas instituciones, aceptables para las autoridades que detentan el
ejercicio del poder en el sector; se los cocina a fuego lento en el desprecio y
el maltrato, que los terminara por volver, casi con seguridad, irremediables.
Porque
determinados dolores, padecimientos y crueldades, no encuentran remedios, sino
paliativos, con una gruesa cantidad de efectos colaterales. Y son esas sustancias, las que por lo general
comenzaron ayudando en el trabajo, y con frecuencia asisten en su conclusión.
Desde el
sentido común no pareciera difícil encontrar soluciones más razonables a las
vigentes.
Pero es innegable
que la razón pierde por grosera paliza en lo que a estas lides, y a tantas
otras, se refiere.
- ¿Pero no
todos los pibes que nacen envueltos en los desordenados residuos de nuestras
comunidades, caen en la delincuencia?
- ¿Es una
suerte, no?
(*) Agradecemos especialmente a José Irazusta, autor del blog XTRATONO.
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