Una
mañana feliz
Por
AB
Noche
del lunes feriado. Caí muerto sobre la cama como una bolsa de papas, pero ella
aguantó estoicamente. Serían las 3 AM. Me acordé que debía programar el
despertador —objeto que se usa poco en mi casa— a las 9:45. Un horario inusual
por lo temprano en mi caso que, además, nunca utilizo el desertador.
El
señor molesto empezó a sonar como un enajenado 15 minutos antes, como para
arruinarme la mañana. Me levanté, desconecté la alarma y me eché un “ratito” en
la cama. Cuando abrí los ojos eran las 10:10 AM. Tenía que bañarme, vestirme de
traje y corbata y estar allí a las 10:30. Era obvio que no llegaría, pero debía
llegar, aunque fuera tarde.
Elegí
un traje marrón oscuro y lo dejé sobre la cama. Entré en la ducha, me cepillé
los dientes y me peiné. Dejando de lado toda la sabiduría de ese dicho que afirma:
Vísteme
despacio que estoy apurado…
…
corría desesperadamente por la casa. Me costó unos minutos elegir dos medias
negras e iguales. Calzoncillo, pantalón del traje, y suspenso para ver si me
cerraba. Con mucha fuerza y voluntad, entró. Saco la mejor camisa, que era para
gemelos. No encuentro los gemeles, mientras iba dejando todo tirado en el
camino.
Intenté
usar una abrochadora para unir los puños de la camisa ya que no encontraba los
gemelos. Pero al ponerme el saco las gemelos no los necesitaba, así que desistí
de la abrochadora. Verifiqué que mis dos zapatos fueran marrones y del mismo
modelo. Salí corriendo. De zapatos, camisa y corbata. Y la corbata a medio
hacer y con necesidad de que use la abrochadora. El pedazo de tela que parecía
sobrar quedó escondido por mi curiosa habilidad de reemplazar hilo y aguja por
una linda abrochadora.
Bajé
en el ascensor, apuradísimo, eran 10:40. Para colmo, cuando salgo del ascensor
sube una señora con un carro con varias cajas pesadas. Con todas las ganas de
huir hacia la calle, esperé eternamente que la mujer que subía al ascensor
terminara de subir unas cajas que llevaba, le cerré ambas puertas. No sabía si
llegaría a tiempo.
Tiré
el cigarrillo que estaba fumando, me subí al primer taxi que tuve a mano, traté
de relajarme y le pedí al conductor que me llevara a la Facultad de Derecho.
Si
bien llegué algo tarde, pude dar el presente luego de encontrarme y saludar a
Cristina Caamaño y Fernando Susini. Cuando entramos al salón de
actos desde el Foyer, Cristina y Fernando se sentaron en la primera fila. Ahí
fue cuando me dí cuenta de que mis medias azules no combinaban con mi traje y
mis zapatos marrones. Bue… un detalle; un detalle que deben haber visto las
aproximadamente 600 personas que había en el salón… A los pocos minutos, ví a
Romy (Ávila), que me miró con alegría desde la primera fila.
Una
dulce Romy. Cuando me pidió, con algo de vergüenza, que le entregara su título
de abogada, me dijo:
¡Hola!
Bueno, te comento tengo fecha de jura, el 11 de octubre, y claro que mi mayor
deseo sería recibir mi diploma de tus manos, pero lamentablemente es a las 11
de la mañana, con lo cual, se que
estarás muy ocupado, y no te voy a molestar por nada del mundo.
Le
respondí lo siguiente:
Romy, no
estoy ocupado el 11 a las 11, estoy durmiendo, y te repito, no es una molestia
sino una alegría para mí. Solo que me cuesta levantarme pero no te preocupes,
gracias de nuevo. Allí estaré.
Repito,
una dulce, Se preocupó por usar el eufemismo de que yo “estaría ocupado” ese
día a esa hora y, encima, me informó que tenía un regalito para mí.
El
acto transcurrió regularmente. El momento en el cual le entregué el título a Romy
fue, para mí, muy emotivo. Son esos escasos momentos en los cuales uno registra
que la docencia tiene muchísimo sentido, pues no hay mejor reconocimiento que el
de nuestros estudiantes. Muchos de ellos no lo saben, pero nos dan a nosotros,
sus docentes, muchísimo más de lo que reciben a cambio.
Cuando
terminó el acto, Romy se acercó y me pidió que por favor fuera con ella hasta
donde estaba su familia, que me querían conocer. Saludé a todos ellos, y sentí sus expresiones de
agradecimiento. Otro momento emotivo como pocos. Finalmente, antes de que me
despidiera, Romy pasó de santa a genia. Me entregó una bolsa de regalo
diciéndome que era un regalito para mí.
Le
recordé que el hecho de haber sido elegido por ella para entregarle su título
es uno de los regalos más lindos que recibimos los profesores, que con eso ya
era más que suficiente. Igual tomé su regalo, agradecido.
Cuando
me estaba despidiendo, advertí la marca que lucía la bolsa e identificaba el
negocio donde se había comprado mi regalo. Entonces largué una carcajada —más
agradecido aún—, y le dije “no podés… Con la fama que tengo, me hacés salir
delante de todos con una bolsa de Winery”.
Le agradecí nuevamente por todo y mientras dejaba la facu bolsa de
Winery en mano, pensé que a esta altura de los acontecimientos, una bolsa de
Winery con una botella de tinto de primera en nada afectaría mi reputación. Y pensé que hasta en eso, me debía
sentir agradecido hacia esta joven, y leí la tarjeta que me entregó con mi
delicioso regalo:
¡Gracias a vos, Romina Ávila!