Por Inés Hercovich
Introducción
En la segunda mitad de la década del ’80, restablecida la democracia en la Argentina, un grupo de mujeres inauguró un campo nuevo de luchas cuyo objetivo fue erradicar la violencia que los varones ejercen contra las mujeres.
Una parte de ese grupo concentró sus esfuerzos en crear los primeros centros de asistencia y preparar profesionales –de la Psicología, la Medicina, el Derecho y el Servicio Social- para detectar casos y tratarlos adecuadamente. La otra, los concentró en influir sobre los ambientes políticos a fin de lograr cambios en el plano legal.[1] Ambas trabajaron para difundir la realidad del problema. Hoy es vastamente reconocido y existen, a lo largo y ancho del país, decenas de servicios organizados en pos de alcanzar la anhelada erradicación de la violencia sexual.
Es fácil saber qué de lo ocurrido en el plano institucional se debe al movimiento iniciado por ese puñado de mujeres. Más difícil es saber si esos logros significaron un avance o no, en qué aspectos y para quiénes. Y especialmente arduo evaluar el impacto de los cambios legislativos -a saber, la sanción de la ley 24.417 de Protección contra la violencia familiar en 1994 y la reforma al Código Penal en materia de delitos sexuales en 1998- cuya importancia suele notarse recién después de algunos años de promulgadas. Como los cambios en la legislación concitaron tanto interés y esfuerzo, tal vez mirarlos con espíritu crítico sirva para pulsar el pensamiento que impera en el conjunto del movimiento antiviolencia. En este artículo veremos qué ideas sustentaron la reforma del Código Penal y cuáles sus posibles efectos en la vida de las mujeres.
La reforma del Código Penal
En 1998, un grupo de diputadas pertenecientes a diferentes partidos, asesoradas por un sector del movimiento feminista antiviolencia, logró la reforma del Código Penal en materia de delitos sexuales. Se habían propuesto remediar el desamparo en el que el sistema judicial dejaba a las mujeres y el maltrato al que las sometía, especificando y ampliando los tipos penales. [2]
Sus objetivos fueron:
1. Que la ley incorpore, por fin, la experiencia y el punto de vista de las mujeres victimizadas de forma que el bien jurídico tutelado y las conductas consideradas criminales den cuenta de lo que ellas sienten atacado cuando son atacadas sexualmente.
2. Que el Estado sea efectivo a la hora de proteger a las mujeres en general y de reparar a las mujeres que sufren violencia sexual, en particular.
3. Que esa protección no excluya a ninguna mujer a causa de su moral sexual o de su estado civil u otra condición cualquiera.
4. Que nadie espere que las mujeres resistan la violencia ni que, para dar crédito a las denuncias, se les exija probarla.
5. Que todo acto sexual forzado sea considerado una ofensa igualmente grave, con independencia del sexo al que pertenezca la víctima.
6. Que se sepa de la violencia manifiesta o solapada que impregna las relaciones entre los sexos y que cobren estado público los efectos coercitivos y de dominación que dicha violencia ejerce sobre las mujeres.
7. Que se modifique, así, no sólo el terreno en el que se dirimen judicialmente los conflictos, sino el de la vida cotidiana donde ambos sexos negocian los términos de su convivencia momento a momento.
El “punto de vista de las mujeres” reflejado por el nuevo código
“El punto de vista de las mujeres” insertado en la reforma tiene historia: se fraguó al calor de las batallas libradas por las fundadoras del movimiento antiviolencia. Desde el inicio, ellas supieron que el enemigo a enfrentar era la vieja concepción, muy arraigada en toda la sociedad y vigente aún, que responsabiliza a las mujeres por las violencias que sufren. Esta ideología, a la que denominé “paradigma culpabilizador” [3], minimiza y exculpa la brutalidad masculina al mismo tiempo que desdeña el padecimiento de las mujeres considerando la queja como una muestra más de la “típica histeria” femenina y el silencio como muestra de su “masoquismo”[4]. La operación permite convertir a la víctima en victimario. Sexualmente ávida, “vagina dentada”, mendaz, artera manipuladora del poder de provocar y de negarse; en fin, sexualmente poderosa y activa, aún cuando se muestre pasiva (la pasividad incita), las mujeres imaginadas dentro de este paradigma gozan de poder y éste es sexual. Capaz de provocar por el mero hecho de existir, el poder de la mujer es fatal: irrevocable e irresistible. La imagen deja a la mujer atacada sexualmente en un callejón sin salida: lo que haga será prueba de su deseo y, por lo tanto, de su culpabilidad. Si se somete sin chistar, desea. Si se niega, su negativa es reticencia excitante. Si resiste, le gusta que la fuercen. Finalmente, si calla y no denuncia el ataque es porque sabe que “ella se la buscó” o porque “en el fondo le gustó”. Para esta ideología la violación sexual no es ‘violencia sexual’ -o sea, la imposición de un acto sexual bajo el fantasma amenazador de la muerte, el rostro desfigurado o un padecimiento físico que la víctima no puede predecir. Es simplemente ‘sexo violento’.
Para contrarrestar lo que en el paradigma culpabilizador permite negar o exculpar la violencia masculina y castigar a las mujeres, las pioneras de la lucha antiviolencia entendieron que era necesario hacer ver la condición de sometimiento de las mujeres en las sociedades patriarcales; despertar la conciencia respecto de la dependencia y debilidad que este sometimiento supone y de cómo deja inermes, paralizadas, a las víctimas de ataques sexuales. De manera que si el paradigma culpabilizador coloca el poder en la mujer, erotiza la escena y así borra el terror y el sufrimiento, el nuevo paradigma, al que llamé “victimizador”, le niega todo poder, reduce la violación sexual a una expresión más de la violenta dominación masculina y hace que la violación sexual deje de ser sexual. Inermes, incapaces o imposibilitadas de defenderse, reducidas a mero objeto pasivo de la lascivia masculina y del abuso de poder que ejerce el varón por el mero hecho de serlo, las mujeres son inocentes a priori.
Basta escuchar los testimonios de las mujeres que se prestan a hablar del ataque que sufrieron para saber que ambos paradigmas ignoran sus vivencias.
Con sus relatos, la mayoría de las víctimas del salvajismo sexual jaquean ambas versiones. Las mujeres hablan del miedo, de sumisiones pero también de resistencias. Cuentan que consienten, pero no a un encuentro sexual sino a un coito o algún equivalente de éste, monedas de pago a cambio de la vida. Para la mayoría, entregar la vagina es el gesto que menos costo tiene mientras que besar o tener que decir cosas que sólo dirían a quien desean o aman es lo más insoportable. Por extraño que nos parezca, el “acto sexual por excelencia”, entregar la vagina a la penetración de un pene, es la concesión que más alejadas las mantiene de la escena sexual “normal”. Y también de la imagen de impotencia, pobreza de medios que le adjudica el paradigma victimizador, incapaz de ver en esta entrega una estrategia, una forma de negociar para rendir lo menos posible, un elemento más de los acuerdos simulados forzados por las circunstancias, impuestas por el violador pero también logradas por ellas mismas. No sin orgullo relatan incluso pequeños triunfos. En los estrechos márgenes para actuar que deja el violador, las mujeres obran con lucidez extrema: interpretan para prever intenciones y ejercer todo el control de la situación que les sea posible. Es que sobre ellas cae la responsabilidad de hacer que el ataque sexual no lo parezca y así aplacar la violencia de su atacante tanto como la ferocidad que pudiera despertarle el miedo de éste a ser denunciado. En esas escenas tensas y agobiantes, las mujeres no están solas. Las acompañan sus historias, o sea, están con otros cuyos rostros, voces aparecen y se le imponen dándoles fuerza, razones y aliento para pelear. Los mismos otros que, posteriormente, muchas veces, harán que ella decida guardar silencio, por pudor, por temor a no ser creídas, por temor a herir, por vergüenza de la condición humana.
Ni el nuevo texto ni las explicaciones en las que abundan sus defensoras reflejan las aristas trágicas de esta realidad.
Testigos de la realidad de opresión, aislamiento y desamparo en la que viven muchas mujeres y alentadas por una vocación de lucha, el discurso de las militantes antiviolencia se radicaliza. Pero lo hace menos en función del drama tal como es vivido por las mujeres, con sus paradojas y contradicciones a veces inasimilables, que en función de los discursos dominantes. Presas de un imaginario instituido en oposición al que creen combatir, las militantes construyen una mujer asexuada, impotente, exangüe, víctima aún antes de serlo. Junto a ella erigen otra, la “mujer normativa” [5]. Esta mujer ideal, que goza y ejerce los derechos humanos que le corresponden, sabe siempre lo que quiere, vive libre de condiciones impuestas por otros, está determinada sólo por sus propios deseos y necesidades. Es una mujer capaz de forjarse una existencia sin autopostergaciones, dolores, derrotas, despechos ¿Cómo pueden las reformadoras hacer convivir estas imágenes polares como sí tal cosa? ¿Cómo pueden pasar por alto que arrogan la posibilidad de ejercer su derecho a la autonomía a la misma mujer a quien definen como un producto construido por la dominación, el sojuzgamiento, la alienación de sí misma[6]? ¿Cómo podría un violento atacar un bien como el derecho de una mujer a decir y hacer valer su no si estas reformadoras mismas ponen ese derecho en duda para justificar su oposición al recurso del avenimiento? Lo que hace posible vivir en esta flagrante contradicción es privilegiar las luchas en el campo de las normas legales, quedar así enfrascadas en una lucha ideológica creyendo que se cambia el mundo porque se cambian las palabras para hablar de él. El nuevo código refleja las ganancias obtenidas por estas batalladoras aún al precio de renegar de viejas ventajas ya adquiridas[7]. En efecto, el código nuevo cambia unas palabras por otras y elimina algunas como ‘deshonra’ y ‘deshonestidad’. Con todo, tal como veremos a continuación, sigue ajeno a la vida de las mujeres de carne y hueso y errando el tiro cuando insiste en precisar el bien jurídico a tutelar
Los cambios introducidos
El título bajo el cual se ordenan las distintas formas de violencia sexual penalizadas pasó de considerarlas delitos contra la “honestidad femenina” a establecerlas como delitos contra “la integridad sexual de las personas”. Analicemos la nueva fórmula que cambia ‘honestidad’ por ‘integridad sexual’ y ‘femenina’ por ‘personas’ (de ambos sexos).
Tras la deconstrucción feminista de las palabras ‘hombre’, ‘humano’, ‘persona’, como términos que sólo refieren al varón blanco, occidental, de clase media, fiel a alguna de las religiones oficiales mayoritarias, algunos sectores del movimiento de mujeres confían en que incorporar a las mujeres junto con los varones en estas categorías y ubicarlas así en un mismo plano de igualdad, aunque sea sólo formal, es un camino para abolir la dominación patriarcal. La inclusión, creen, forzaría a la sociedad a reconocer que las mujeres también son seres “autónomos”, “dignos”, “libres”, “íntegros”; individuos con derechos “inviolables”, como esa clase de privilegiados a los que sabemos remiten estas categorías, aún hoy. Y obligaría aceptar que entre esos derechos inviolables se encuentra el de actuar “desde sí, por sí y para sí” y ejercer la “autodeterminación sobre sus cuerpos”. Elevar a las mujeres a la categoría de persona, considerar a las víctimas de la misma manera, conduciría necesariamente a que la sociedad entienda que los efectos principales de un ataque sexual no son hematomas o magulladuras en el cuerpo sino la “humillación de la persona toda”[8]. Y a que comprenda que las agresiones sexuales son “atentados a la propia integridad, privacidad e identidad, más allá que esos delitos afecten también a los familiares, tutores, al Estado, etc.”[9]
Más el esfuerzo logra casi lo contrario: el eufemismo ‘persona’ evita hablar a calzón quitado acerca de lo que es imprescindible hablar: los dominados, o sea, las mujeres de carne y hueso. Y con ello comete una doble injusticia: iguala a mujeres y varones en su condición de víctimas de la violencia sexual y reniega de los sometimientos específicos de las mujeres en general. Sin darse cuenta, el discurso reformador usa la categoría ‘persona’ del mismo modo que los ideólogos de la modernidad: él también habla exclusivamente de alguien: las mujeres. Pero, nuevamente, no de las reales sino de “la mujer”, esa creada a imagen y semejanza de quien ocupaba solitario el trono en cuestión.
La fórmula ‘integridad sexual’ apoya el esfuerzo por conferirle a las mujeres un estatuto de sujeto igual al que se supone gozan todos los varones. La palabra ‘integridad’, que remite a una idea de unidad bio-psico-social desmentida ipso facto por el atributo “sexual”, evitaría el efecto de cosificación, mutilación, en fin la degradación que la ley vieja y sus personeros hacen de las mujeres cuando, con sus descripciones las reducen a puro cuerpo. Como prueba que el problema no se zanja cambiando unas palabras por otras, pidiéndole al olmo uvas en lugar de peras, veamos un poco más detalladamente los residuos que trae aparejado el concepto ‘integridad’, traducido por la atractiva fórmula feminista “mi cuerpo es mío”[10]. La cualidad de ser íntegro se predica de cosas y personas. Cuando el cuerpo es considerado propiedad, o sea, cosa, la predicación alude a que se conserve entero, sin daño, sin partes faltantes. ¿Querrá entonces ‘integridad sexual’ decir ‘virgen’, como antaño la palabra honestidad? Más aún. Aplicada a personas, ‘integridad’ es sinónimo de “honestidad, honradez, rectitud, condición de insobornable”. Gracias a estos juegos semánticos, henos aquí devueltos, como por arte de ideología, al corazón del paradigma culpabilizador. Empero el drama no acaba aquí.
La aludida fórmula ‘mi cuerpo es mío’ es fruto de una gramática que produce el desdoblamiento del ‘yo’ y el ‘cuerpo’ y reniega, así, de la unidad del sujeto humano. Esta escisión es imprescindible para indicar una relación de propiedad del ‘Yo’ sobre el ‘cuerpo’[11]. Por más familiar y evidente que resuene la fórmula, ésta no es fiel a las experiencias que cada uno vive cotidianamente. Menos lo es respecto de las vivencias de las víctimas de violación imposibles de ser contenidas por la receta que ignora, por ejemplo, que en una violación, como en una mesa de tortura, quien padece la vejación no tiene un cuerpo del cual es propietario y al que un criminal o un funcionario o burócrata ultraja. Una mujer violada, como quien sufre tortura, es el cuerpo violado o torturado. Pero, ¿cómo decir esta realidad, que ni bien es señalada resulta obvia, cuando la gramática del derecho y la del sentido común lo impiden? La decisión política de recurrir al concepto moderno de ‘persona’ desconoce que este concepto, numen de la democracia, tan abstracto y universal como para incluir a todos los seres humanos, logra la hazaña de no incluir a ninguno en tanto borra las diferencias de sexo, edad, raza, clase y otras que definen sus existencias diversas. Elevada la víctima a ese ser abstracto y universal, ¿qué lugar queda para su experiencia singular y concreta? ¿A qué lenguaje deberá recurrir para que su vivencia particularísima, marcada por su pertenencia al género y sexo femeninos (entre otras cosas), no se vea traicionada cuando trate de transmitirla? En fin, ¿cómo hará para decir y probar su verdad? La condición trágica en la que nos sume ser seres de lenguaje explica por qué jamás será posible enunciar un bien jurídico a tutelar que se haga cargo del daño que una agresión sexual produce en una víctima. Lo cual, por supuesto, no nos dispensa del esfuerzo por hallar el mejor enunciado posible. Y, en cambio, nos obliga a no agregar elementos que potencien este dolor ineludible.
Veamos algunos ejemplos de los caminos sin salida a los que conduce ignorar este punto de partida y sus consecuencias.
· Tras la reforma, el nuevo texto define ‘conductas lesivas’ como “el hecho de abusar sexualmente de una persona, con independencia del sexo al que pertenezca el sujeto pasivo de esa agresión...” La aclaración, por tautológica, resalta el efecto de usar la palabra ‘persona’. No considerar el sexo de la víctima implica, lisa y llanamente, negar la discriminación sexual existente y, a la vez, reproducirla. Por un lado, si de lo que se trata es de que la ley refleje la experiencia y el punto de vista de las mujeres, ¿servirá el eufemismo para representar las ignotas vivencias de esa porción del 5% de la estadística que son los varones agredidos sexualmente por otros varones?[12] Por el otro, igualar las experiencias de los varones victimizados con la de las mujeres resulta francamente un despropósito. En principio, porque la incidencia de las agresiones en un sexo y otro es abrumadoramente distinta. Luego, la forma en que ocurren las vejaciones de unas y otros, las situaciones propiciatorias, son distintas. Como es distinta la sanción social que merecen. La intención que las anima no es la misma. El efecto no es el mismo. El significado no es el mismo. Los recursos para sobrevivir no son los mismos. ¿Cómo puede pretenderse que sean el mismo delito? ¿Cómo puede pretenderse que “la gravedad de la ofensa no deba ser ligada al género (sic)[13] de la víctima”? Que “todos estos actos de sexo forzado deban ser tratados conceptualmente como ofensas igualmente graves a los ojos del derecho” significa, sin más, renegar de la diferencia sexual y, con ella, de la existencia de los géneros y, con ello, de la dominación masculina.
· Hasta 1998, para el Código Penal Argentino la piedra angular de la definición del delito de violación sexual era el par resistencia-consentimiento[14]. El nuevo Código Penal cree eximir a quienes aplican las leyes de quedar atrapados en esa falaz oposición, reemplazándola por el concepto ‘consentimiento libre’. Pero ‘consentimiento’ es un concepto equívoco. Entre sus acepciones[15] admite dos especialmente relevantes para el caso, contradictorias entre sí. Un sentido alude a la acción de condescender a la voluntad de otro manteniendo cierta reserva, rechazo, distancia con el acto. Pero, como la renuncia al propio deseo es siempre a cambio de algo, consentir es parte de una negociación. Este sentido vuelve absurdo hablar de un “consentimiento libre”, y redundante llamarlo “forzado”. La segunda acepción alude a la existencia de un ‘co-sentir’, o sea, un ‘sentir con’, sentido implicado tanto en la ley vieja como en la nueva. Sin embargo, también en este caso la idea de un ‘co-sentimiento’ forzado es tan absurda como superfluo resulta calificarlo de libre. Algo hay, sin embargo, en la fórmula ‘consentimiento libre’ que hace tan fácil usarla sin sentir que nos estamos contradiciendo o hablando pavadas. Hay dos razones, de larga y profunda raigambre en el imaginario colectivo, que permiten decir que cuando una mujer decide “libremente” tener sexo con un varón lo que hace es consentir. O bien ella no tiene deseo. O sí lo tiene pero, entonces, tener sexo con un varón supone la obligación de soportar el hecho más o menos violento de ser penetrada. En ambos casos, subyace la afianzada idea de la pasividad femenina según la cual para la mujer, tener sexo con un varón, es ‘dejarse hacer’.
El énfasis puesto en el consentimiento y la necesidad de precisar sus alcances, lleva a las reformadoras a detallar los conceptos diciendo que existe “abuso sexual” cuando la relación sexual no resulta del consenso de ambos protagonistas. Dicho consenso, proponen a su vez, no debe ser definido, como hasta ahora, “en virtud de la ausencia de datos que confirmen el desacuerdo” o de “exigir que la resistencia haya sido tenaz y constante” (según la jurisprudencia) sino “en función del acuerdo entre las partes”. Sin embargo, el pasaje del consentimiento al consenso y de éste al acuerdo sólo confiere la ilusión de que el esfuerzo por sortear el difícil tema de una mujer activa negociando en la escena de su avasallamiento, fue exitoso. En rigor, este tránsito conserva el problema sólo que trasladado, porque ¿en qué consiste un acuerdo? ¿Es, acaso, un punto cero de una relación, punto prístino de encuentro total, armonioso y perfecto? ¿O es el fruto de negociar diferencias y distancias previas y futuras, posibles o reales? ¿Qué es ponerse de acuerdo sino otra manera de decir negociar? Pero, si el acuerdo es el producto de una negociación, para determinar la legitimidad de ésta habrá que preguntarse cómo se llegó al resultado. Y entonces, toda vez que exista conflicto surgirá esa vieja, insistente y molesta pregunta: ¿Dónde trazar el límite que separaría un “acuerdo legítimo”, o sea, “libre” de uno “forzado”?
Por su parte, ‘consentimiento forzado’ es el consentimiento obtenido cuando el “uso de fuerza física, lesiones y golpes, amenaza de muerte o daños graves, la presencia de dos atacantes, la rotura de ropas, el ataque imprevisto y la inmovilización forzada de la víctima” producen en ésta “un terror inmovilizante... suficiente para tornarla incapaz de resistir o para hacerle creer que cualquier resistencia que pueda emplear es inútil”[16]. Por más injustas que sean las ideas de ‘libre consentimiento’ y de ‘consentimiento forzado’ con las experiencias vividas y, sobre todo, con lo que la mayoría de las mujeres atacadas hace y logra para sí mismas en condiciones de brutal desigualdad, no debe dejar de reconocerse que la intención que permitió acuñarlas es buena. Ambas expresiones quieren poner en primer plano el serio impacto emocional que la amenaza tiene sobre las víctimas. Y que la consideración de dicho impacto sea la perspectiva desde la cual tanto jueces como legos interpreten sus conductas.
· Términos como “autonomía”, “autodeterminación”, “integridad” desconocen que la primigenia condición sexuada de los seres humanos nos hace dependientes de un otro al que estamos sexualmente orientados y que nos es imprescindible. Esta inevitable mutua dependencia y determinación nos confiere a nosotras, las mujeres, aún en el interior de la dominación patriarcal, un poder de negociación irrevocable mientras tengamos vida y conciencia. Un poder irrevocable pero no total ni invencible, como no lo es el poder de nadie. Y niegan sin pudor que las soluciones a las que todos llegamos, mucho más una mujer bajo coerción, son siempre soluciones de compromiso, con el atacante, con ella misma, con los seres queridos cuyos rostros aparecen en su memoria, ahí, en el escenario del ataque sexual. Ajenos a las experiencias vividas por las mujeres atacadas (y por todos) estos ideales pueden hacerlas sentir inadecuadas, en falta y ser, así, motor de la autoculpabilización. O, por el contrario, pueden victimizarlas aún más haciéndoles sentir que fueron más ultrajadas que lo que ellas mismas sintieron. Empuñar estos ideales no deja ver que incluso bajo amenaza, en el miedo, las mujeres descubren sus fuerzas, llegan a saber que el poder del atacante no es omnímodo, ni total la impotencia de ellas. Que hay cosas que no van a ceder y que lo que rinden tiene sentido porque salir con vida y lo mejor posible vale la pena. Esgrimir la “autodeterminación” como si fuera posible oculta que, para cada sujeto, el sometimiento y la libertad son polos extremos e ideales entre los cuales se mueve permanentemente, sin habitar jamás en ellos de modo completo. Que ningún ser victimizado deja de ser, por ello, un sujeto con cierto poder, un sujeto que resiste. Asimismo, imaginar que la mujer agredida pueda actuar sin considerar lo que sus actos signifiquen para otros que a ella le importan y a quienes ella importa, es desconocer que el dolor moral, la humillación, la vergüenza, el miedo a la censura y al rechazo, el miedo a dañar a otros, son las marcas de los límites que la existencia de esos otros le imponen a su libertad.[17]
· Es posible que con el nuevo texto ocurra que de tener que probar una “resistencia tenaz y constante”, la víctima deba, ahora, probar que sufrió un “terror inmovilizante”. Exigencia ésta que nuevamente la obliga a forzar la experiencia que vivió hasta hacerla caber en un molde incapaz de contenerla. Exigencia doblemente inútil y nociva porque sucederá con ella lo mismo que con la de probar la resistencia: resultará imposible convencer a quienes no quieren escuchar ni saber. En definitiva, no hemos avanzado ni un ápice en relación con el desgarrador problema de la prueba. A menos que creamos que para acabar con el privilegio masculino alcanza con el trámite simple de cambiar lugares con el victimario y pasar de no creerle nunca a las mujeres a creerles siempre.
3. Consideraciones finales
Cuando las soluciones que se buscan están atentas “a los ojos del derecho”, que hace tabla rasa con las diferencias y, por ende, con las experiencias singulares, las soluciones propuestas, a los ojos de las víctimas, no alcanzan. Necesarios, los cambios propuestos no bastan porque no tocan lo esencial. Si se presta atención a las mujeres atacadas que quieren contar su historia, podrá saberse que lo que hace a sus palabras exasperadas es justamente la negativa de los que las escuchan a oír en ellas que, en un ataque sexual, como nunca, cuerpo de mujer, historia de mujer, existencia social, amenaza de muerte, los significados enardecidos por ésta y las estrategias para sobrevivir son una sola cosa. En la gramática del derecho, que escinde todos estos aspectos, no hay manera de nombrar un “bien jurídico” que represente lo que ellas querrían ver protegido. A nuestro pesar, debemos contentarnos con rodeos. Pero no cualquier rodeo. Y jamás quedarnos conformes.
[1] Trabajar para corregir el marco legal que regula las relaciones entre los sexos es muy distinto a hacerlo donde ocurren las violencias. Perseguir objetivos superestructurales ubica las acciones en un plano de realidad al que no llegan víctimas (y a veces victimarios) con sus dramas a cuestas jaqueando las respuestas. En el Congreso, los ministerios, las reuniones organizadas por organismos internacionales, hay que adscribir a un cierto lenguaje, someterse a reglas de juego, aceptar la lógica del Estado que es la lógica de la dominación. El precio es la distancia respecto de las mujeres a las que se pretende representar y el peligro, dejar de representarlas.
[2] La tarea consistió en reemplazar conceptos propios del tipo de subordinación que afectaba a las mujeres en los tiempos en que se dictó el código. El nuevo vocabulario refleja la influencia de las luchas feministas, por los derechos humanos y de disciplinas como la psicología y la sociología. A la descripción de conductas objetivas se agregaron intenciones del victimario y efectos emocionales sobre las víctimas, aspectos sujetos a interpretaciones altamente subjetivas. Este hecho sumado a las penas más altas que implica la reforma hará más difícil aún que se condene a un violador. Debería haberse concentrado el esfuerzo en reformar el Código Procesal que permite convertir a la víctima en culpable: las propias feministas dicen del proceso judicial, con justicia aunque no con propiedad, que es una segunda violación.
[3] Hercovich, Inés: El enigma sexual de la violación. Editorial Biblos, Buenos Aires, 1997
[4] La acusación de “histeria” cristaliza, por ejemplo, en el dicho: “cuando una mujer dice ‘no’, quiere decir ‘tal vez’; cuando dice ‘tal vez’, quiere decir ‘sí’. La de “masoquismo”, en el lugar común que afirma: “a las mujeres les gusta que las fuercen un poco” o “en el fondo a todas les gusta”. Juntas dan por resultado, por ejemplo: “las que parecen santitas son las peores”.
[5] Ver el desarrollo de esta crítica en el artículo de Alberto Bovino, “Delitos sexuales y justicia penal” en Birgin, Haydée (comp.): Las trampas del poder punitivo. El género del Derecho Penal, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2000.
[6] Esta flagrante contradicción se manifiesta al desnudo en la posición que las reformadoras adoptaron respecto del avenimiento y en la inexplicable y lamentable derogación del tipo privilegiado de infanticidio.
[7] Al respecto ver Zaffaroni, R.: El discurso feminista y el poder punitivo en Birgin, Haydée, op.cit.
[8] De aquí en adelante, salvo indicación contraria, las citas entrecomilladas pertenecen al texto de Marcela Rodríguez: Algunas consideraciones sobre los delitos contra la integridad sexual de las personas en Birgin, Haydée, op. cit.
[9] La aclaración “más allá que...” refiere, fundamentalmente, al daño afectivo que la violación de una mujer puede causar en otros porque la quieren y no, como sucedía anteriormente, porque son sus propietarios. Sin embargo, en el esfuerzo por construir una mujer autónoma extirpando al otro dominador, desaparece también el otro amado, necesitado (en ambos sentidos de la palabra).
[10] Levantada por el movimiento feminista internacional en ocasión de las luchas por anticonceptivos y aborto libres y gratuitos.
[11] Cuando el cuerpo se pierde como objeto del ataque para ser objeto de derecho, se convierte en cosa, incluso en mercancía. Lo que hace posible la desgraciada y tan usada comparación entre una violación y un robo. Sólo si se piensa como aquellos a quienes se critica, o sea, que la mujer es una propiedad de alguien, podría existir alguna equivalencia entre la violación y un robo. Claro que la víctima entonces no sería la mujer, que es la cosa robada, sino su propietario. Pero la víctima de una violación, sabemos, es la mujer agredida. Por lo que para sostener la comparación entre un ataque sexual y un robo deberían poder contestarse las siguientes preguntas: tras el ataque, ¿qué cosa se lleva el violador? ¿qué puede pedirle ella que le devuelva? En todo caso, el violador le deja cosas: una vivencia espantosa, un recuerdo horrible, el miedo a una enfermedad venérea o a un embarazo, dolor, humillación, asco, odio.
[12] Vale la pena recalcar aquí, que aún cuando se trata de varones obligados por otros varones a ocupar posiciones femeninas, o sea, subalternas, esto no los convierte en mujeres. Me resulta inimaginable en qué pueda consistir la experiencia de un varón sometido a la máxima humillación de la que es capaz la ideología patriarcal. Y encuentro importantísimo considerar el desconocimiento que atañe a todos respecto de un hecho tan notable y revelador.
[13] La insistencia en reemplazar siempre la palabra ‘sexo’ por ‘género’ sigue al esfuerzo por destronar la ideología que, apoyándose en las diferencias biológicas que existen entre varones y mujeres, naturaliza la dominación de éstas por aquellos. En el camino, junto al agua de la tina se tira al bebé. “No es que la sexualidad sea social sino que la sociedad es sexual” decía Malinowski. Si la oposición excluyente que hace el autor resulta opinable, habrá de aceptarse que la segunda parte de la expresión es por lo menos tan cierta como la primera.
[14] Hercovich, Inés: op.cit. (pág. 64 y ss.)
[15] Ver María Moliner: Diccionario de Uso del Español, Editorial Gredos, Madrid, 1992
[16] Los énfasis me pertenecen.
[17] La violencia propia de esta ideología y de las acciones que promueve está desgarradoramente expuesta en la película de Ken Loach “Lady Bird, Lady Bird”, una crítica al sistema asistencial inglés. En nuestro país, la negativa de las feministas a introducir la figura del avenimiento como modo de encontrar soluciones reparatorias al daño infligido a las mujeres por las violencias sexuales, es otra prueba de la peligrosidad de esta ideología que estimula “intervenciones humanitarias”. La figura otorga a la mujer que hace una denuncia el poder de retirarla si decide desistir. Y la posibilidad de negociar, a través de la intervención del juez, el tipo de reparación que prefiere para sí. El argumento para oponerse y negarle la posibilidad de desistir es que la mujer que sufre violencia está, más que ninguna otra, disminuida en sus capacidades, sometida a la presión de la familia y no decide por sí misma. Por lo tanto, reconocerle ese poder y darle ese derecho es peligroso para ella. En cuanto a negociar la reparación, ¿cómo podría un ser criado y educado a la medida de la dominación patriarcal saber lo que es mejor para ella? Hay casos de violencia, sobre todo en el hogar, tan extremos que la única solución es que alguien asuma por la mujer la responsabilidad de protegerla y conseguir justicia ya que, efectivamente, ella no puede hacerlo por sí misma, muchas veces debido a su aislamiento, falta de información y de medios. Pero esta situación no debe ser la que defina cómo se van a solucionar todos los casos. Ser partícipe en la búsqueda de una solución, por más que no sea la mejor -como si pudiéramos saber cuál es la mejor- es preferible a ser mero objeto pasivo de las decisiones de otros. Estas tendencias autoritarias del movimiento antiviolencia, se deben a muchos factores: entre ellos, a que tras ignorar las vivencias y así expulsar el dolor, convierten a éste en causa política. Otro es la confianza en que el estado es neutro y que su marcha depende de la ideología que tengan los funcionarios de turno.
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