La
autoridad de las sentencias de la Corte Interamericana y los principios de
derecho público argentino
Director de la Maestría en Derechos Humanos (Departamento
de Planificación y Políticas Públicas – UNLa). Profesor titular UBA/UNLA. Ex
miembro de la CIDH. (publicado originalmente aquí)
En “el caso Fontevecchia”, la mayoría de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación cambió su postura acerca de la obligatoriedad de las
sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) que
condenan al Estado argentino a dejar sin efecto decisiones judiciales. Pero el
precedente podría tener también consecuencias en el valor constitucional de los
tratados de derechos humanos. Van aquí algunas primeras reflexiones con el fin
activar el debate.
En casos previos, como “Esposito” que correspondía a la
ejecución de la sentencia de la Corte IDH en el caso Bulacio, la corte suprema
había establecido que el margen de decisión de los tribunales
argentinos quedaba acotado por la integración del país en un sistema de
protección internacional de derechos humanos,lo cual obligada a cumplir las
decisiones de la Corte IDH que eran obligatorias y vinculantes para el Estado
en los términos del artículo 68 de la Convención Americana. Esa obligación
existía aun cuando no se estuviera de acuerdo con lo decidido, e incluso si se
advertía contradicción con el propio orden constitucional. En el posterior caso
“Derecho” que correspondía a la ejecución de la sentencia internacional del
“caso Bueno Alves” la Corte mantuvo con amplia mayoría esa interpretación, y
con base en esos fundamentos revocó una sentencia que había declarado la
prescripción de la causa en la que se investigaba a un policía por
tortura.
Estos casos evidenciaban un compromiso potente de apertura
del sistema legal argentino hacia el sistema interamericano, y eran
consecuencia de un proceso jurídico y político previo que le daba sustento y
cuyo puntos culminantes fueron la aprobación de los principales tratados de
derechos humanos en la transición democrática de los ochenta, la reforma de la
constitución de 1994, la incorporación posterior de varios tratados a la norma
constitucional por mayoría calificada del Congreso, y la anulación legislativa
por un amplio consenso multipartidario de las leyes de obediencia debida y
punto final en 2003.
En el reciente “caso Fontevecchia”, la Corte Suprema de
Justicia de la Nación dio marcha atrás con aquella posición de apertura, y
sostuvo que si bien las decisiones de la Corte Interamericana son “en
principio” de cumplimiento obligatorio, no deberían ser cumplidas si el
tribunal interamericano actúo en exceso de su competencia, o bien cuando la
condena es de cumplimiento imposible por contradecir “principios de derecho
público constitucional argentino”.
En el caso, entendió que la Corte IDH se había excedido de
su competencia al imponer la revocación de una decisión previa de la propia
corte que en 2001 había condenado civilmente a dos periodistas. Entendió que el
tribunal interamericano no contaba con atribuciones para imponer la revocación
de una sentencia, pues no era una “cuarta instancia” del sistema judicial
argentino. Por otro lado, sostuvo que imponer a la propia Corte que revise una
decisión firme, cuestionaba su condición de órgano supremo del Poder Judicial
nacional de acuerdo con el Artículo 108 de la Constitución, y contradecía
principios fundamentales del derecho público que funcionan como un límite para
la implementación de las decisiones internacionales.
En primer lugar, el análisis que realiza la Corte Suprema
sobre las competencias del tribunal interamericano subvierte el principio
básico de que el tribunal internacional es juez único de sus propias
competencias, regla que por lo demás, es la que sostiene todo el tinglado del
sistema interamericano de derechos humanos y de otros sistemas de justicia
internacional. En el caso, el Estado argentino a través de la representación de
la Cancillería, no cuestionó la competencia de la Corte Interamericana para
conocer el caso, ni alegó exceso de sus poderes remediales, cumpliendo incluso
parcialmente con la condena, e impulsando su cumplimiento por la propia corte.
Nada impide por supuesto que en un caso la Corte Suprema en ánimo de diálogo
constructivo como propone un sector de la teoría constitucional impugne el
ejercicio de autoridad de la Corte Interamericana, como lo hicieron algunos
jueces en el precedente “Espósito”, pero en todo caso ese juicio crítico sobre
el ejercicio de la competencia que puede llevar al sistema interamericano
incluso a rever en el futuro su actuación, no puede conducir al extremo de
negar fuerza obligatoria a la condena. En “el caso Espósito” la Corte Suprema
discutió y protestó por lo que entendió un ejercicio excesivo de facultades del
tribunal internacional, pero acato. En “Fontevecchia” el supuesto exceso de
competencia sirvió para alzarse en contra del cumplimiento del fallo. No tuvo
un tono dialógico, sino que expresó una disputa de autoridad.
Por otro lado el argumento relativo a que el tribunal
regional no es una “cuarta instancia” de los sistemas de justicia nacionales,
no sirve en mi opinión para discutir el alcance del poder remedial de la Corte
Interamericana. La fórmula de la cuarta instancia se refiere simplemente a que
la Corte IDH no revisa el acierto o el error de las decisiones de los
tribunales nacionales en la aplicación del derecho nacional si actuaron
respetando el debido proceso y se trata de tribunales independientes e
imparciales. En virtud de esta regla se limita en ese aspecto el margen de
revisión del caso litigioso para que el sistema interamericano sea subsidiario
de los sistemas judiciales nacionales. Pero la Corte Interamericana, sí examina
si una decisión judicial violó la Convención Americana, por ejemplo al negar el
debido proceso, o limitar arbitrariamente un derecho de la Convención, como la
libertad de expresión, la libertad sindical, la nacionalidad o la defensa en
juicio. Si concluye que lo hizo, su poder remedial no se limita a fijar
reparaciones patrimoniales, sino que puede obligar al Estado condenado a dejar
sin efecto, revisar o anular la decisión o sus efectos jurídicos.
Técnicamente la Corte Interamericana no revoca la decisión, porque no es
un tribunal superior resolviendo un recurso de apelación dentro de un único
proceso y en eso la Corte Suprema argentina tiene razón. El proceso
internacional es un nuevo proceso judicial, diferente al litigio interno, con
sus instancias, sus propias partes litigantes, su sistema de prueba y de
responsabilidad y su propio aparato remedial. Lo que hace la Corte
Interamericana es ordenarle al Estado que adopte los mecanismos necesarios para
dejar sin efecto o privar de efectos jurídicos a la decisión. En ocasiones, la
Corte Interamericana manda a seguir adelante una investigación indicando que no
puede oponérsele obstáculos a eso, lo que implícitamente obligará al Estado por
los mecanismos que el propio Estado disponga, a reabrir ese proceso si hubiera
sido cerrado en sede judicial. No altera esta facultad el hecho de que la
decisión judicial que se dispone revisar provenga de la máxima instancia del
Poder Judicial del Estado. Todas las instancias del Estado están obligadas por
la Convención Americana en la esfera de su competencia, a dar cumplimiento de
buena fe a las sentencias de la Corte IDH de acuerdo al Artículo 2 y 68 de la
Convención (la idea del “control de convencionalidad” que desarrolla con mayor
precisión la Corte Interamericana en la resolución de cumplimiento del caso
“Gelman”). Así como el tribunal de derechos humanos puede imponer al Congreso
que es cabeza máxima del Poder Legislativo, cambiar una ley, o bien al
Presidente, que es cabeza del Poder Ejecutivo revisar un acto administrativo,
puede imponer a la Corte Suprema, o a los tribunales superiores, o a las cortes
constitucionales, que son cabeza de los poderes judiciales, revisar o anular
una sentencia por los caminos que la legislación de cada Estado
determine.
La competencia convencional de la Corte Interamericana para
ordenar que se revisen sentencias de tribunales nacionales es coherente con el
principio del previo agotamiento de los recursos internos que contribuye a
definir su papel subsidiario. Sería absurdo que la Convención por un lado
disponga que las víctimas deben agotar los procesos judiciales nacionales antes
de acceder con sus demandas al sistema de protección internacional, y luego
inhibiera a los órganos del sistema de revisar el alcance de esas decisiones
judiciales. Si así fuera las víctimas quedarían en medio de una trampa.
Pero además, si la cosa juzgada en la esfera nacional fuera
rígida e inmodificable, la justicia internacional de derechos humanos no
tendría razón de ser, se limitaría a adjudicar pagos de dinero para compensar
aquello que el dinero no puede nunca compensar, como la vida o la integridad
física, o la libertad personal, o la autonomía reproductiva, sin poder
restituir a las víctimas en el goce de sus derechos conculcados, que es lo que
manda a hacer el Artículo 63.1 de la propia Convención Americana. Ésta entiende
por reparación precisamente hacer cesar los efectos de la violación, y
restituir a la víctima en lo posible a la situación previa al agravio. Sí la
Corte IDH no pudiera ordenar remedios que apunten a ello, simplemente no
existiría tutela internacional efectiva. No hubiera podido por ejemplo la Corte
Interamericana obligar a revisar sentencias que cancelaron arbitrariamente la
ciudadanía y sometieron a la apatridia, como hizo respecto de personas de
origen haitiano en República Dominicana, ni condenas injustas como los procesos
“antiterroristas” peruanos de Fujimori, o como las condenas a pena de muerte en
Guatemala o Trinidad y Tobago, o las condenas a perpetuas a menores de edad en
Argentina, o bien imponer la reapertura de procesos cerrados sin cumplir con el
deber de investigación penal, en Perú (Barrios Altos), Colombia (Gutiérrez
Soler), Chile (Almonacid) , Uruguay (Gelman), Brasil (guerrilla de
Araghuaia), o que se reconduzcan investigaciones penales desarrolladas con
negligencia, como en Bolivia (Ibsen Cárdenas), o México (Campo Algodonero),
entre muchos otros casos de crímenes masivos, o bien de patrones de violencia
institucional. Esto es lo que hizo la Corte Interamericana por lo demás desde
que fue creada en los años setenta, sin advertir como ahora advierte la Corte
argentina en una relectura del artículo 63.1 de la Convención Americana, que no
tenía competencia remedial para hacerlo.
En el caso “Fontevecchia” la Corte Interamericana ordenó
revisar la condena civil contra dos periodistas. Este remedio tampoco es
novedoso en su jurisprudencia sobre libertad de expresión, desde el famoso caso
“Herrera Ulloa” contra Costa Rica, que fue copiosamente citado por la Corte argentina.
Si bien las víctimas podían obtener la devolución de las sumas abonadas en esa
condena por la vía de una reparación económica a cargo del Estado, lo que la
corte regional buscaba era borrar los efectos de la condena dictada en
violación de la libertad de expresión, y ese punto es el que la corte local se
negó a cumplir. La implementación de la revisión de la condena original no
presentaba graves problemas de debido proceso, pues el principal afectado,
quien había ganado el juicio que se ordenaba revisar, había sido citado a
ejercer sus derechos en el trámite y no manifestó objeción al cumplimiento. Por
lo demás, la revisión de la condena civil no implicaba la obligación de
devolver las sumas cobradas, que habían sido cubiertas por el propio Estado. En
el caso entonces la corte no logra identificar derechos que se verían
lesionados por la revisión de la sentencia, sino que sólo identifica la
afectación de sus propias prerrogativas.
Cumplir con la condena consistía precisamente en activar el
proceso de revisión y en su caso disponer la revocación de la sentencia. Si en
el trámite alguna parte hubiera invocado obstáculos jurídicos insalvables, el
tema podría haber sido materia de examen y decisión de la propia corte. En el
derecho comparado, por ejemplo en Colombia, una ley establece un proceso de
revisión de sentencias de los tribunales nacionales cuando un tribunal
internacional aceptado por Colombia, como la Corte Interamericana, determinada
que esa sentencia se dictó en violación del debido proceso o con incumplimiento
grave del deber de investigar. Los tribunales tramitan el recurso de revisión y
deciden revocar salvo que encuentren obstáculos insalvables para ello. El deber
de cumplir con la sentencia no implica en ningún caso la imposición de un
acatamiento ciego de la decisión interamericana, sino la implementación de
buena fe de un proceso serio y efectivo de revisión que permita darle a esa
decisión final de un caso contencioso un efecto útil.
Una lectura acotada del precedente “Fontevecchia” indica que
la corte sólo se negó a revisar una condena firme que ella misma había dictado,
pero que la situación sería diferente si se tratara de revisar decisiones de
tribunales inferiores que no pusieran en juego la supremacía de la propia
corte. En mi opinión, más allá del alcance del fallo concreto, lo cierto es que
el tribunal abrió la puerta para discutir en el futuro la competencia remedial
de la Corte Interamericana para revisar sentencias de tribunales nacionales, y
el argumento de la cuarta instancia con el alcance peculiar que le da la Corte
local, sirve para poner un límite a otras órdenes de revisión de sentencias,
cualquier fuera la instancia que las dicte, lo que le daría a “Fontevecchia”
una proyección mayor de la que a simple vista puede tener.
Pero el punto más conflictivo de toda la decisión está en el
argumento de la existencia de un orden conformado por los principios
fundamentales de derecho público argentino que funciona como “valladar”
infranqueable de reserva de soberanía ante la aplicación de los tratados
internacionales incluso de los que han sido constitucionalizados. Este
argumento se basa en la lectura particular del Artículo 27 de la Constitución
que dice que los tratados que firme el gobierno federal deben respetar los
principios de derecho público de la Constitución. Esta interpretación, retoma
la tesis disidente de Fayt (por ejemplo en “Simón”, “Espósito”, y “Derecho”), y
tiene una enorme significación, pues trasciende la cuestión del cumplimiento de
las decisiones de la Corte Interamericana, y de acuerdo a sus futuros
desarrollos, puede implicar un cambio importante de interpretación del propio
Artículo 75 inciso 22 que formaliza la jerarquía constitucional de los tratados
de derechos humanos. Implica nada menos que el retorno como posición hegemónica
de una visión dualista de la relación entre derecho internacional y derecho
interno, esto es, la afirmación de la existencia de dos sistemas normativos diferentes,
dos planetas que giran cada uno en su órbita, y que requieren siempre una norma
o acto de habilitación para que la norma internacional se integre al orden
jurídico nacional sin alterar su núcleo identitario.
La tesis contraria, similar a la que sostiene la Corte
Constitucional colombiana, y que era mayoritaria en la corte hasta
“Fontevecchia”, sostiene que los tratados incorporados a la Constitución, y el
resto de la norma constitucional, conforman una única estructura jurídica, un
“bloque de constitucionalidad”. Ese bloque normativo debe ser interpretado como
una unidad, buscando coherencia entre sus normas. Ello conduce a una
interpretación que no pretende desplazar una norma por otra superior
originaria, ya que normas de igual rango no pueden invalidarse mutuamente.
Dicho en otros términos, no existe un “valladar” de principios de derechos
público argentino que nos resguarda de las amenazas exógenas de los tratados de
derechos humanos, por cuanto esos tratados integran plenamente el orden constitucional
en los términos del Artículo 75.22 de la Constitución, y los principios
rectores que recogen conforman ellos también el derecho público del país. En
ese punto, para la tesis del “bloque de constitucionalidad”, no puede leerse el
Artículo 27 separado del Artículo 75 inciso 22. La obligatoriedad de las
sentencias de la Corte Interamericana establecida en el artículo 68 de la
Convención Americana es un principio fundamental del derecho público
constitucional argentino, tanto como aquel del artículo 108 de la Constitución
que asigna a la corte suprema la cabeza del Poder Judicial. La posición
del bloque único parte de una clara premisa política: cuando el poder
constituyente llevó los tratados a la Constitución analizó que eran compatibles
con ella, de modo que no corresponde a los jueces presuponer contradicciones
entre el tratado y la constitución originaria.
Ahora bien, una primera proyección de la tesis dualista que
ahora se impone, es la posibilidad ejercida por la corte argentina como
guardián de la ley en “Fontevecchia”, de someter la condena internacional a una
suerte de exequatur para determinar si se adecúa o no a ese orden público
originario, quitándole fuerza vinculante a aquellas decisiones que no se
ajusten a sus principios. Esta tesis cuyo principal problema es precisamente la
definición de ese “orden público”, es similar a la que plantean otros
tribunales americanos, como la sala constitucional del tribunal supremo
venezolano en el “caso de Apitz” de 2008, en el cual se negó a cumplir una
orden de la Corte Interamericana que obligaba a reincorporar jueces
destituidos, y que sirvió de preludio a la denuncia de la Convención.
La Corte Suprema, ha utilizado la teoría del “exequátur”,
rechazando la ejecución de sentencias de jueces extranjeros por afectación del
“orden público” nacional en disputas índole económica. El principio fue
consagrado en la legislación procesal, y aplicado reiteradamente por la Corte
Suprema. En 2014, en el caso Claren, por ejemplo, la Corte Suprema, aplicando este
principio, negó la ejecución de una decisión del Juez Griesa de New York, que
había condenado al estado argentino a abonar a un grupo de bonistas que no
habían entrado en la reestructuración de deuda, el valor nominal de los bonos.
La corte consideró que la pretensión de hacer efectiva esa sentencia extranjera
violaba principios de orden público expresados en las leyes sucesivas que
diferían el pago de los bonos y en las competencias del estado argentina para
reestructurar la deuda pública y sus servicios de deuda en situaciones de
crisis económicas a fin de poder cumplir las funciones esenciales del estado.
Pero en el caso “Fontevecchia”, no se discutía la ejecución de una sentencia de
un tribunal extranjero, sino de un tribunal internacional creado por un tratado
que el Estado integró soberanamente en su propio ordenamiento constitucional
reconociendo su fuerza vinculante.
La cuestión como anticipamos, excede el cumplimiento de las
condenas internacionales, pues el “valladar de los principios de derecho público
de la constitución” podría limitar también la aplicación del tratado de rango
constitucional en la esfera nacional, y conducir a una revisión de toda la
arquitectura constitucional. Los ex magistrados Belluscio (en casos Petric, y
Arancibia Clavel) y Fayt (Aracibia Clavel) expresaron esta idea con claridad
cuando sostenían, en minoría por entonces en la corte, y en base a parecidos
fundamentos, que los tratados incorporados en la reforma de 1994 eran normas
constitucionales, pero de segundo rango, pues regían en la medida que no
contradijeran la constitución en su texto original. Si bien la mayoría de la
corte en “Fontevecchia” no usa el mismo lenguaje, y no adhiere por ahora
explícitamente a esa postura, parece plantear (párrafo 19 de la sentencia) una
suerte de subordinación de los tratados de derechos humanos, aún de aquellos de
rango constitucional como la Convención Americana, a ese puñado de principios
inconmovibles que recoge el Artículo 27 de la Constitución. Como si esos
tratados para regir constitucionalmente debieran atravesar el tamiz de los
principios rectores. Qué ocurrirá si como hipótesis extrema un nuevo intérprete
constitucional entendiera que los derechos y principios jurídicos que traen
esos tratados y sus estándares interpretativos, como el derecho a la vivienda y
al agua, a la consulta indígena, a la igualdad e identidad de género, o la
imprescriptibilidad de los crímenes masivos, colisionan con los principios
fundamentales de derecho público argentino, inducidos del texto liberal conservador
de la constitución originaria, modelada en el ideario del siglo 19. El muro
divisorio que construyó la corte para evitar la amenaza de autoridad de la
jurisdicción interamericana, podría deparar nuevas pautas interpretativas de la
toda la carta de derechos, seguramente en perjuicio de los sectores más
vulnerables, como suele ocurrir.
Es verdad que la reforma de 1994 expresamente estableció que
los tratados de derechos humanos que se incorporan a la Constitución no derogan
artículo alguno de la primera parte de la Constitución –la parte dogmática que
recoge los principales derechos- y deben entenderse complementarios de esos
derechos y garantías. Pero esta regla hasta ahora ha sostenido la tesis de la
unidad en un solo bloque de los tratados y el resto de la Constitución, y no ha
sido leída como expresión de que los tratados deben subordinarse o ajustarse a
los límites que imponen los principios de derecho público que expresa el
contenido original de la Constitución. Dicho más claro, no se ha interpretado
la regla para degradarlos a un segundo rango constitucional.
Esta última cuestión sumamente espinosa sin embargo está
lejos de consolidarse en “Fontevecchia”, y es esperable que la corte aclare en
sucesivos casos el alcance que le brinda al Artículo 27 de la Constitución, en
especial si entiende que esa norma además de justificar el exequatur de las
sentencias de la Corte Interamericana, sirve de apoyo para cambiar la
interpretación tradicional que mantuvo al menos durante los últimos 20 años
acerca de la jerarquía constitucional de los tratados.
La reivindicación de la soberanía judicial que realiza la
corte argentina no sólo debilita el compromiso de participación de nuestro país
en el sistema interamericano. Limita la utilidad de ese ámbito que ha
funcionado históricamente para dirimir conflictos sobre derechos básicos. En
especial de los sectores sociales que presentan mayores dificultades para
hacerse oír en las distintas esferas del estado federal y provincial, y que
acuden allí como recurso extremo de justicia. Son esos sectores de la
ciudadanía quienes han legitimado ese espacio regional, más allá de las
justificadas críticas que sus procedimientos y decisiones pueden merecer y los
cambios institucionales que se pueden impulsar. No se trata simplemente de una
disputa de autoridad entre tribunales. Los casos contenciosos complejos que se
dirimen en el sistema interamericano no suelen tener un final definitivo en
ninguna instancia. Pasa algo parecido a lo que ocurre con las decisiones estructurales
de la corte que se prolongan en largas ejecuciones en busca de justicia. Las
decisiones de la Corte Interamericana, aun reconociéndolas formalmente
obligatorias, dependen siempre de la implementación que realizan las
instituciones nacionales, y de la presión social que puedan movilizar las
víctimas y las organizaciones que las apoyan. El sistema internacional se
sostiene necesariamente en esos mecanismos domésticos de implementación, y ese
punto es clave para entender qué significa que sus sentencias son
“obligatorias” y cómo funciona en el mundo real la relación entre las diversas
esferas de decisión. La corte regional en sus sentencias le envía a los Estados
una partitura, pero son las instancias nacionales y provinciales las que con
sus propios instrumentos ejecutan la música. Por eso, la autoridad de la Corte
Interamericana nunca es final, ni tampoco es suprema, sino que es
complementaria. Pero la autoridad de la corte argentina, al menos ante los
casos que se tramitan en instancias internacionales, también lo es. El caso
“Fontevecchia” no ha tenido un cierre. El incumplimiento de la sentencia
internacional configura una nueva violación de la Convención Americana que
podrá ser materia de responsabilidad estatal. Se tramitará una instancia de seguimiento
en Costa Rica que obligará a activar respuestas legales al Poder Ejecutivo, y
es probable que el asunto termine en la imposición de nuevas obligaciones
jurídicas, de manera similar al contrapunto generado con la justicia uruguaya
en el caso “Gelman”.
Para reducir la incertidumbre, sería conveniente que el
Congreso reactive el debate de este asunto, y avance en la sanción de una ley
reglamentaria del Artículo 75. 22 de la Constitución, diseñando
mecanismos de ejecución de decisiones internacionales que aseguren reparación
adecuada de las víctimas, y la restitución de sus derechos conculcados.
5 comentarios:
Bueno, como siempre -lamentamos- los intereses políticos (y personales, claro) se come lo que tenga enfrente.
La decisión de la CORTE es discutible. Ahora, qué pasa con el tema de la CIDH. PAsa esto; está llena de miembros y gente que representan a los DDHH de la izquierda. Populistas. Entonces, la COrte que es un órgano político, sabe esto y advierte que no pueden actuar ingenuamente. La gente de la OEA y la CIDH sin saber un carajo sobre Milagros Sala (salvo lo que le dijo Zaffaroni, Verbisky y otro grupito sin objetividad. O sea, escuchó una sola campana) se pronunció en contra de la detención!. Entonces, si vamos a dejar que la política se "coma" todo, yo aplaudo el fallo de la Corte. Porque no deja en manos de un grupo (que representa solo al populismo y la izquierda) que resuelva por encima de ella.
Si un día, encontramos una CIDH con voces plurales, bueno, ahí hablamos.
Gracias
Saludos
Andrés
Nadie niega el carácter político de la Corte Suprema. Ahora, la Corte IDH no es un órgano de la izquierda populista. No sé de dónde has sacado eso.
No sé qué es lo que querés decir con la expresión "una CIDH con voces plurales". La Comisión y la Corte IDH son órganos también políticos cuyo mandato consiste en la promoción y defensa de los derechos humanos, y ése es el perfil que suelen tener sus miembros. Si todas esas personas te parecen merecer el calificativo de "populistas de izquierda" porque se dedican al tema de derechos humanos, creo que estás equivocado.
Cordiales saludos,
AB
Gracias por su respuesta.
La verdad que si me expresé mal, pido disculpas. Pero trato de aclarar mi posición. Lo que manifiesta es que sus miembros son gente ligada al poder ejecutivo de turno. En latinoamerica, la mayoría de los gobiernos son llamados "populistas" con tendencia a la izquierda (lo cual no tiene nada de malo). De la misma manera que este gobierno propone a DE CASAS, el anterior mandó a Zaffaroni. La mayoría de los miembros de la CIDH son de pensamiento populista. Pasa que la izquierda cree que tener el "monopolio" de los DDHH. Esa es una gran mentira, porque así es como se embarra todo. Solo escuchando una campana y los DDHH manejados por un grupo homogéneo que tienen pensamiento único. La detención de Milani es la explicación práctica de la farsa.
Saludos
Andrés
¿Será por eso que la Venezuela chavista se lleva tan bien con los órganos del sistema interamericano? ¿Por coincidencia ideológica?
AB
La CSJN puede elaborar una doctrina que justifique la no revocación de su sentencia, pero el Estado argentino (el obligado) debe ponerse a derecho para evitar la responsabilidad internacional.
Federico.
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