Prólogo
I
Los libros sobre derechos humanos nos previenen de los
peligros de determinadas formas depredadoras de ejercer el poder, o nos enseñan
a reclamar justicia frente a los daños que causan estos abusos de poder. En el
primer caso, intelectuales y activistas nos advierten del peligro de gobiernos
militares, de regímenes racistas y de burocracias inhumanas. En este libro,
Alberto Bovino hace algo
diferente: nos previene del daño que nos causa la Inquisición. No es la suya,
ciertamente, una advertencia con varios siglos de retraso. La Inquisición,
piensa Bovino, está enraizada en
nuestras prácticas legales, y el proceso penal es el campo en que ésta ha
cobrado y mantiene aún mayor vigencia. La Inquisición, señala, está
efectivamente entre nosotros.
Pensamos en la Inquisición
evocando grilletes, hierros candentes, mazmorras y alaridos de dolor.
Pero la esencia de la Inquisición no yace en esta idea del sufrimiento. La
Inquisición consiste en perseguir almas descarriadas y el papel de los jueces
consiste en descubrirlas para lograr la expiación del pecado. El derecho
inquisitorio confunde al delito con el pecado y el proceso penal está teñido
por esta falta de diferenciación.
Hay dos maneras en que, por perseguir el pecado, el derecho
penal afecta seriamente nuestra dignidad; una es de fondo y la otra de forma.
La persecución del pecado es esencialmente perfeccionista: lo perseguible
criminalmente no consiste esencialmente en dañar a otro; la función de la
coerción estatal debe dirigirse a castigar a aquellos que se apartan de ciertos
ideales de excelencia. No castigamos el consumo de drogas, el menosprecio a los
símbolos patrios o las exhibiciones obscenas porque ocasionen daños.
Perseguimos estas acciones porque constituyen síntomas de espíritus aviesos, de
actitudes pecaminosas. La condena no recae sobre el acto, recae sobre la
persona desobediente. De esta premisa se sigue que la víctima carece de
importancia; el delincuente no actúa contra sus congéneres sino que desobedece
a Dios. Este olvido del que sufre el daño priva al derecho de la misión de
dignificar a la víctima a través de la condena del transgresor. Si el derecho
penal sirve para algo en una sociedad secular, este algo consiste en prevenir
daños y, al suceder los daños, en devolverle a las personas el respeto
requerido para ser sujetos morales plenos. El chantajeado, el violado y la
persona transformada en cosa por la violencia merecen un remedio institucional
redignificante. Este remedio es la condena penal lograda mediante la
participación del ofendido en el proceso. Llamo a esta versión del derecho,
"derecho protector." En cambio, el "derecho perfeccionista"
no cumple esta misión.
En América Latina, la intromisión de la Inquisición en el
derecho tiene claras consecuencias para el derecho procesal. Enfatizo: la
"verdad" para el derecho protector consiste en el valor (y disvalor)
que asignamos a los hechos que acaecen en el mundo exterior al sujeto,
acontecimientos externos dirigidos que nos causan daños. El proceso de
averiguación es testimonial. Prescindente, el juez escucha a los testigos
representando el drama del delito. Juzgar es cosa diferente de averiguar lo
acontecido. Para la Inquisición la Verdad es otro tema. Se trata de la Verdad
absoluta, la valoración de aquello que está en el alma del delincuente y que
constituye el desprecio a la voluntad de Dios.
Los testigos pueden sugerirnos lo ocurrido; la prueba plena surge sólo con la
confesión del reo en cuya mente debe hurgar el juez. Estas diferentes nociones
de verdad traen consigo dos clases de jueces. El juez del derecho protector
resuelve conflictos entre personas y hacen falta razones imparciales para que
las decisiones sean actos de autoridad. Bovino
llama "dialógica" a esta relación en la que no son las personas las
que cuentan sino el peso de sus argumentos. Esta autonomía de los argumentos
depende de la imparcialidad del tribunal cuya sentencia establece una versión
de lo ocurrido percibida como “verdadera”. Es esta imparcialidad la que les da
el carácter de instrumentos aptos para re-dignificar a las víctimas y para
ponerle fin al conflicto bajo la vista de la comunidad.
Algo distinto ocurre con el juicio inquisitorio. La
persecución del delito entendido como pecado exige desentrañar la Verdad
esencial, la verdad de nuestras emociones y deseos, a diferencia de la verdad
sobre los hechos externos, propios del derecho protector. La Verdad
inquisitoria es, pues, absoluta en dos sentidos. Al alojarse en el alma del
reo, la Verdad sólo puede ser revelada plenamente por la confesión. Nuestra mano
puede fracasar al intentar el acto homicida y la víctima puede desbaratar
nuestros engaños, nuestros deseos y emociones, en cambio, son independientes de
los acontecimientos externos, no dependen esencialmente del azar o de terceros.
Y la Verdad es absoluta en un segundo sentido. En el sentido de que la
valoración de los actos no depende de un sistema contingente de reglas y
principios como lo es el derecho positivo o la ética de una comunidad. La
voluntad divina no varía con el tiempo ni entre las sociedades. Así, el juez no
ocupa un lugar entre partes con igual peso moral, porque representa la voluntad
divina contra el sospechado de desobedecerla. La imparcialidad no es así un
valor porque el juez debe tener las manos libres para hurgar en la conciencia
de los hombres. A la misión de juzgar se une la de indagar.
Las diferencias entre los procesos del derecho protector y
el inquisitivo son relevantes en la formación de la autoridad de la justicia,
en la capacidad de los jueces de generar la confianza de que dice la
"verdad" de los hechos. En sociedades religiosas, por expresar la
voluntad divina, el juez estaba en condiciones de terminar las contiendas. Esta
autoridad, entendida como la capacidad de poner fin a los conflictos hizo
crisis al secularizarse el poder político. Mientras la "verdad" legal
del sistema acusatorio (secular) ofrece un escenario donde los testigos
reactualizan el drama del delito, el examen del alma del transgresor es
refractario a nuestros ojos, circunstancia que degrada la credibilidad del
juez. Al no representar la voz de Dios, la autoridad del juez depende
necesariamente de la claridad e imparcialidad de razones que ofrece al decidir.
Cuando la funciones de investigar y decidir van juntas, la primera tiñe a la
última y, al suceder esto, opaca la credibilidad del tribunal. Hay así, lo
explica este libro, problemas serios con la autoridad de los jueces
inquisitorios. La imparcialidad que requiere la defensa de nuestros derechos
obliga a separar tajantemente el papel de averiguar de aquél de decidir.
II
Este es un libro audaz. En su propósito de defender nuestros
derechos frente a un poder punitivo autoritario Bovino
desafía principios que, como el de legalidad, consideramos comúnmente
sacrosantos. Pero debemos liberarnos del prejuicio y preguntar por la función
que cumple el principio de legalidad. Advertiremos que, lamentablemente,
algunas cosas no funcionan como creemos. La proliferación de tipos penales en
las modernas sociedades occidentales, por ejemplo, privan a las personas de
conocer (realmente) el derecho. De esta forma, explica Alberto Bovino, la ley previa aparece despojada de la alegada misión de prevenirnos de
hacer ciertas cosas para evitar el castigo. La proliferación de las leyes
punitivas priva al individuo más informado y cauteloso de la posibilidad real
de saber qué le está prohibido (y qué le está mandado) hacer. Esta
circunstancia es grave porque, a esta imposibilidad epistémica, se agrega la
amenaza propia de la ley penal: la de justificar la represión estatal. Esta
reconstrucción conceptual de la realidad es oportuna y veraz porque, para
quienes asignan a la ley la jerarquía de un dogma (un fenómeno frecuente donde
acecha la Inquisición) el derecho penal "crea" "víctimas" y
"victimarios." De esta manera el principio de legalidad constituye
una fachada (socialmente aprobada) para que el Estado persiga a un transgresor.
Este mecanismo dificulta el cuestionamiento de la legitimidad del castigo. Así,
sin indicarle al individuo qué debe hacer, autoriza al Estado a reprimir.
Detrás del principio de legalidad, la pena parece la única reacción posible.
Éste es un libro original cuya lectura es obligatoria para
quienes quieran vigilar la práctica de nuestros derechos esenciales. El libro
de Alberto Bovino llena un vacío y
lo hace con ingenio y destreza.
Jaime Malamud Goti
Buenos Aires, septiembre de 1998
2 comentarios:
Muchas gracias.
17 años tardé en dar con este delicioso texto, espero no tardar otros 17 para el próximo
gracias!!!!
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