Por John DOE*
El guerrero lleva armadura, el amante flores. Están equipados de acuerdo con las expectativas de lo que va a pasar, y sus equipos aumentan las posibilidades de realización de esas expectativas. Lo mismo sucede con el derecho penal.
Nils CHRISTIE, Las imágenes del hombre en el derecho penal moderno.
Un comerciante entrega un cheque a un proveedor, no deposita los fondos y, ante la notificación del acreedor, no paga la deuda. Dos amigos violan a una mujer en una calle oscura. Una chica le regala un “papel” a su novio.
Tres historias, tres actos distintos. ¿Cuál es el hilo que permite unirlos, a pesar de que a simple vista son tan diversos uno del otro? Un penalista diría que, en todos estos casos, las conductas se adecuan a un tipo penal, y si le preguntáramos por qué cada una de estas conductas está descripta en un tipo penal, diría, probablemente, que se trata de comportamientos que alteran gravemente el orden social. Un abolicionista, en cambio, diría que estas tres historias no tienen nada en común, que la única circunstancia que permite relacionarlas es que han sido arbitrariamente definidas por la ley para ligarlas a una respuesta punitiva. Así, el abolicionista no vincula estos hechos por algún contenido o significado que pueda portar el hecho en sí, sino por la consecuencia que la ley impone frente a ellos. La sanción penal, entonces, es una respuesta contingente, no necesaria, frente a un hecho definido en el texto legal. Nada tienen en común comportamientos tales como matar a otro, librar un cheque sin fondos, causar una lesión en el cuerpo, casarse ilegalmente, desbaratar derechos acordados, etcétera, etcétera, etcétera.
Si intentáramos insistir con aquello de que se trata de conductas que alteran gravemente el orden social, el abolicionista nos respondería que ello no es así, ya que, aun partiendo del catálogo axiológico reflejado en el código penal, no es cierto que se define como delito a los hechos más graves. Si así fuera, se criminalizarían comportamientos relacionados, por ejemplo, con el daño ecológico, con la manipulación genética, con la utilización de energía nuclear. Además, la investigación empírica —llevada a cabo generalmente en países desarrollados— ha señalado con claridad que la selección que el sistema penal realiza de los comportamientos a criminalizar casi no tiene en cuenta la mayor o menor gravedad del hecho. Aceptado este punto de partida, es evidente que el delito “no existe” más allá de la definición legal, esto es, que el delito no tiene existencia ontológica, sino que se trata sólo de un problema de definiciones. Nada hay en el comportamiento mismo que permita vincularlo con la respuesta punitiva. Sólo una decisión política, tan discutible como cualquier otra. Estas definiciones presentan dos niveles diferentes. En un primer nivel, la definición en abstracto, en el texto legal, de un comportamiento como merecedor de una sanción penal (criminalización primaria) y, en un segundo nivel, la definición del comportamiento de un individuo concreto como delictivo (criminalización secundaria).
El buen abolicionista construye, desde este punto de partida, una propuesta alternativa a la política criminal, y no una política criminal alternativa. El buen abolicionista, que existe en la misma medida en que existe el delito, es aquel que tiene como objeto de estudio el sistema penal, y como objetivo, la destrucción de su objeto de estudio. Y este ánimo de eliminar su objeto de estudio es la única circunstancia que lo define. Pensar que el abolicionismo es una teoría coherente, sistemática y acabada es incurrir en un error. Hay tantos fundamentos y desarrollos a favor de la abolición del sistema de justicia penal como abolicionistas hay en este mundo. Pero en este manual intentaremos dibujar un buen abolicionista ideal.
La primera nota distintiva de nuestro abolicionista es el uso irreverente de toda herramienta teórica que permita poner en cuestión las supuestas bondades del sistema de justicia penal. Y al hablar de “sistema penal” se está haciendo referencia a la justicia penal tal como ésta existe en nuestros días, esto es, a los órganos burocráticos y especializados del Estado, extraños a la situación que pretenden resolver, que intervienen coactivamente a través de procedimientos formalizados para dar una respuesta punitiva conminada por las leyes, independientemente de la voluntad de la víctima. Por otra parte, la utilización del término “sistema penal” sólo pretende incluir a todos los órganos e instituciones que de alguna manera intervienen en los procesos de criminalización (poder legislativo, policía, jueces, fiscales, servicio penitenciario, etcétera), y no indicar que se trata de un sistema racional, controlado o coherente. Por el contrario, en la realidad, los distintos segmentos que lo componen no comparten objetivos comunes, trabajan aisladamente y no tienen entre sí sino una referencia global a la ley penal y a la cosmología represiva, lo que constituye un vínculo demasiado vago para garantizar una acción concertada. Además, estas diferencias y conflictos también se presentan en el interior de cada uno de los segmentos. Todo ello permite afirmar que se trata de un aglomerado de instituciones con constantes pugnas entre sí que se torna difícil de manejar y controlar; que una vez puesto a andar, marcha por sí solo y nadie sabe muy bien hacia dónde.
El buen abolicionista, entonces, utiliza todo lo que se ponga a su alcance para desarrollar su “estrategia de persuasión”, especialmente la criminología de derivación sociológica, y en particular aquella “crítica”. La utilización de estas herramientas teóricas lo lleva a afirmar que la intervención penal es incapaz para resolver los conflictos y que la consecuencia necesaria de esta intervención es la agravación de los conflictos o bien la producción de un conflicto inexistente. El sistema penal produce el conflicto cuando interviene sin que las personas involucradas en una relación perciban la situación como conflictiva, a través de la persecución pública de los comportamientos criminalizables, dejando totalmente fuera de la escena la voluntad de la supuesta víctima. La intervención penal agrava el estado de cosas, ya que no está en condiciones de resolver los conflictos de los cuales supuestamente debe hacerse cargo, impidiendo cualquier otra reacción que no sea la punitiva, y agregando, en algunos casos, riesgos que sólo son consecuencia de la prohibición penal (por ejemplo, el riesgo para la salud de la madre por la prohibición del aborto, o los peligros y daños a personas y bienes que derivan del poder económico y militar de los traficantes de sustancias prohibidas). Además, la prohibición penal de determinados comportamientos genera la ilusión de que ciertos problemas son resueltos, cuando la realidad demuestra que la intervención penal es absolutamente ineficaz para enfrentarlos (como sucede, por ejemplo, con los delitos de tránsito, primera causa de muerte en nuestro país para la franja etaria de 15 a 50 años).
Respecto a las consecuencias de la intervención penal, el abolicionista tiene para mostrarnos toda la bibliografía, basada en investigaciones empíricas, que muestra la inutilidad de la sanción penal para prevenir el delito. Estas investigaciones señalan que la imposición de una pena sólo sirve para consolidar la imagen de “desviado” que la reacción social impone al individuo criminalizado, generando, en la amplia mayoría de los casos, la iniciación de la carrera criminal. El efecto directo del encierro carcelario es el aumento de las reincidencias.
El sistema de justicia penal, agregaría el buen abolicionista, es un problema social en sí mismo y, por lo tanto, la abolición de todo el sistema aparece como la única solución adecuada. La actividad punitiva reduce el verdadero problema con el que debe enfrentarse. Si la criminalización no es más que poner una “vestidura de ideas” a ciertas situaciones, es evidente que esta vestidura es sólo una de las opciones posibles para comprender una situación y actuar sobre ella. Llamar a un hecho “delito” es limitar extraordinariamente las posibilidades de comprender lo que sucede y organizar la respuesta, excluyendo desde el principio cualquier otra forma de reacción, para limitarse al estilo punitivo del aparato estatal, dominado por el pensamiento jurídico y ejercido con gran distanciamiento de la realidad por una estructura burocrática rígida.
La definición de un comportamiento como delictivo implica transformar un conflicto entre dos individuos en otro, ahora entre uno de estos individuos y el Estado. En este proceso de re-definición del conflicto, la víctima sale perdiendo dos veces. Primero frente al autor del hecho, y luego frente al Estado, que le expropia su conflicto, sacándola de la escena, para imponer una consecuencia (la pena), que en nada contempla sus intereses concretos. En este punto, nuestro abolicionista nos advertiría acerca del peligro de volver a utilizar el argumento de la venganza privada de la víctima. Esa fue la excusa que legitimó históricamente la intervención del Estado y merece, al menos, dos observaciones. La primera de ellas es que la historia del derecho penal muestra cómo la suma de las penas ha causado muchos más males que los propios hechos delictivos que provocaron tales penas. La segunda observación es que, por regla, el delito no origina ninguna venganza privada. Algunas investigaciones muestran, en sentido contrario, que en la mayoría de los casos a la víctima sólo le interesa una reparación del daño, al estilo del derecho privado. La víctima vengadora no es nada más que un estereotipo, de escasa base real, que sirve a la consolidación de las prácticas punitivas del Estado.
La lógica del castigo legal implica una visión deformada y reductora de la realidad sobre la que opera. El derecho penal observa la realidad desde una perspectiva dicotómica, distingue con claridad entre conceptos siempre opuestos, y no puede ver más allá de una maniquea oposición entre lo bueno y lo malo, lo criminal y lo no criminal, el inocente y el culpable. Este carácter binario del derecho penal influye tanto en la evaluación de los actos, como en la de las personas, y esto lo hace una forma jurídica que lleva a un cuadro simplista del hombre y sus actos. Cuanto más se ve al acto como un punto en el tiempo, más se lo simplifica y se lo descontextualiza del proceso de interacción que generalmente lo enmarca, concentrando la atención sólo en los aspectos relevantes para la ley penal. Al clasificar el acto se clasifica también al sujeto, aislando al individuo de todo el contexto social en que se desenvuelve su conducta. La capacitación legal que reciben los principales operadores del sistema de justicia penal es un entrenamiento para simplificar, que atiende a algunos valores definidos por los sumos sacerdotes del sistema como valores pertinentes, que nuestro abolicionista calificaría de capacitación primitiva.
Hasta aquí una breve descripción de las críticas que el abolicionismo hace al derecho penal. ¿Pero qué diría el buen abolicionista si le preguntamos qué hacer frente al delito? Lo primero que señalaría es que la pregunta está mál formulada, puesto que el concepto “delito” no designa nada. Luego agregaría, casi con seguridad, que esa pregunta no puede tener una respuesta. Coherente con la crítica que hace al destacar que el derecho penal trata una suma heterogénea de situaciones diversas con una respuesta estereotipada y única, la pena, dirá que no es posible caer en el mismo vicio para ofrecer a cambio otra respuesta estereotipada, que elimine la diversidad de todos aquellos hechos que hoy se califican como delictivos. De cualquier manera, podría ofrecer algunas líneas rectoras para enfrentar ese tipo de situaciones. Lo primordial, nos diría, es devolver el conflicto a quienes les pertenece, esto es, a quienes el derecho penal hoy llama autor y víctima. La voluntad de estos sujetos es lo más importante para decidir qué hacer. Y frente al grito de quienes volverán a recordar a la víctima vengativa o poderosa, nos dirá que las demás ramas del derecho ofrecen garantías para evitar ciertas soluciones no deseadas. Frente a un incumplimiento contractual el acreedor no puede elegir cualquier opción; no puede, por ejemplo, pedir que el deudor sea encerrado u obligado a pagar cinco veces la suma adeudada. De lo que se trata, en definitiva, es de que cualquier instancia estatal que intervenga no tenga poder para imponer a las partes una decisión que ponga fin al conflicto, pero sí que pueda evitar que se impongan ciertas soluciones.
Muchas de las propuestas sólo serían un retorno a los métodos de composición de algunos sistemas jurídicos históricos, tales como el derecho germánico de principios de la Edad Media, que fueron dejados de lado desde que irrumpe la Inquisición y, posteriormente, cuando se consolida ese modelo al ser adoptado por los nacientes Estados nacionales. La composición implica necesariamente la participación de las personas directamente involucradas en el conflicto. Lo fundamental es reconocer que cada hecho es único y que el enfoque debe variar según las circunstancias que rodean la situación problemática o conflictiva. En este contexto, es evidente la relevancia del modelo de procedimiento para determinar cierto tipo de soluciones. Cualquier marco procesal que se diseñe debe tener en cuenta la capacidad del proceso para determinar el tipo de respuesta, y debe ser imaginado en función de sus posibilidades de permitir la mayor cantidad de respuestas posibles.
Podemos decir, entonces, que abolir el sistema de justicia penal puede ser una paradoja, una utopía, un snobismo central o una moda local. También puede ser un sueño, un proyecto, una descripción nihilista que paralice, o un programa milenario. O una apuesta más de trabajo cotidiano. Que es lo que cree un buen abolicionista.
BIBLIOGRAFÍA
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- BARATTA, Alessandro, Criminología crítica y crítica del derecho penal, Ed. Siglo XXI, México, 1986.
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- CHRISTIE, Nils, Los conflictos como pertenencia, en AA.VV., De los delitos y de las víctimas, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1992.
- CHRISTIE, Nils, Los límites del dolor, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1984.
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- HULSMAN, Louk y BERNAT DE CELIS, Jacqueline, La apuesta por una teoría de la abolición del sistema penal, en AA.VV., El lenguaje libertario 2, Ed. Nordan Comunidad, Montevideo, 1991.
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- PAVARINI, Massimo, ¿Abolir la pena? La paradoja del sistema penal, en “No Hay Derecho”, s. ed., Buenos Aires, 1990, Nº 1.
4 comentarios:
Razonamientos muy interesantes con respecto a la idea del abolicionismo. Personalmente creo que este desarrollo teórico se fundamenta en la nitida idea de la noción de necesidad de abolir todo tipo de relación asimétrica y de poder, a partir de diferentes herramientas y estrategias que se adapten a cada situación en particular, de un pensamiento coherente, y sin formulas universales. Esto, con el fin último del progreso del hombre.
Hola alguien me podría decir donde puedo encontrar una cita de Pavarini donde habla de que la humanización en las carceles no sirve, ya que hay otro tipo de intereses.
gracias. lusal1411@hotmail.com
La verdad es queno recuerdo donde pudo haber dicho eso. Saludos,
AB
Muy buen razonamiento, encara el abolicionismo como un camino, no como utopía, cada paso que demos en ese sentido nos acerca a la idea de progreso como comentaron.
Saludos!
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