El juicio abreviado no fue
diseñado para ser aplicado a los confesos, sino para generar confesos a quien
aplicárselo.
Mucho antes de
que apareciera en escena el instituto de “juicio abreviado” ya se
había “relativizado” el alcance del principio de inocencia con el
encarcelamiento preventivo, invocando necesidades de seguridad y el “derecho de
la sociedad de defenderse del delito” (CSJN, Fallos 280:297, 18/8/1971, caso
“Todres”).
La ley 24.825 (21/5/1997) habría de empeorar las cosas aún más, al
incorporar al Código procesal penal de la Nación el artículo 431 bis. El instituto mal llamado “juicio
abreviado” —ya que ni abrevia, ni es un juicio— está firmemente establecido en
nuestro derecho procesal penal, a pesar de las graves consecuencias que su
aplicación provoca sobre el respeto de los derechos y garantías
constitucionales.
Hace unos días, el amigo Enrique Font
advirtió desde Rosario sobre el funcionamiento del nuevo régimen de justicia
penal santafesina y la aplicación del juicio abreviado:
El secretario de Prevención de
Violencia Institucional del Servicio Público Provincial de la
Defensa, Enrique Font, afirmó
que "la cantidad de abreviados, en comparación con audiencia de
juicios, es escandalosa" y advirtió que es "es una maquinaria
que condena más rápido pero no con mayores garantías".
El criminólogo aseguró que si
se continúa con el elevado ritmo de juicios abreviados, en muy poco tiempo
habrá "una saturación de la población penitenciaria".
Según manifestó Font,
el sistema penal funciona gracias a la gran cantidad de abreviados, ya que
sin la aceleración de la nueva herramienta, se daría un colapso.
Los defensores del abreviado afirman que su aplicación no pone en
peligro garantía alguna pues en esos casos también hay acusación, defensa,
prueba y sentencia. Ello no es así.
•
Acusación: sí hay acusación.
•
Defensa: no es cierto que exista
actividad defensiva por parte del imputado. El presupuesto de
aplicación del instituto consiste en que el imputado acepte los términos de la
acusación, en cuanto a la existencia del hecho, su participación en él y la
calificación jurídica. Es decir, lo que el imputado acepta, precisamente, es no
defenderse en cuanto a dichos términos. “Nada impide que invoque ‘legítima
defensa’, por ejemplo”, dicen quienes defienden el abreviado a ultranza. Las
estadísticas del porcentaje de casos en que se abrevia y resulta una sentencia
de condena son abrumadoras. En Chile, por ejemplo, en los casos abreviados, se
condenó en el 99,3 % de los casos en 2011 (ver).
•
Prueba: tampoco hay prueba válida
como la que se debe introducir en un juicio de verdad, pues se dicta sentencia
con la prueba ingresada durante la investigación de manera no contradictoria y,
esencialmente, con la “conformidad” o confesión del imputado, que está obligado
a ingresar esa información. La inmensa mayoría de esos casos no deberían haber
sido elevados a juicio.
•
Sentencia: la resolución judicial que dicta el tribunal para terminar con el
trámite del “juicio” abreviado no es una “sentencia”. Es una resolución que no
se dicta luego de la tramitación integral del juicio, pues no hay juicio.
Nuevamente, se tolera una clara excepción para detener por años —ahora
en forma definitiva— a una persona jurídicamente inocente, sin que el Estado
haya sido capaz de demostrar su culpabilidad en un juicio. La justificación
estaría dada por el eventual colapso que se produciría en caso de que no se
tramiten los abreviados.
Podemos preguntarnos si más del 70 % los imputados y sus defensores
son tontos por renunciar a ejercer su derecho a un juicio previo, tal como les
garantiza la Constitución. No, no lo son.
La opción de evitar el juicio y abreviar puede ser, en términos
individuales, la opción más inteligente. Es más, el abreviado podría ser la
única opción inteligente aun para el imputado que fuera materialmente inocente del
hecho que se le imputa. Ello sucedería si, por ejemplo, estuviera detenido preventivamente y el acuerdo con el
fiscal le garantizara su inmediata libertad.
El problema, entonces, no puede ser analizado en términos
individuales. Lo que es ilegítimo es que el Estado organice un sistema de
persecución penal que coloque a los imputados en esa situación y, además, les
exija su colaboración, coaccionándolos para
que declaren en contra de sí mismos. La diferencia de pena que se impone
a quienes ejercen su derecho al juicio previo, respecto de aquellos que
abrevian, renunciando a su derecho, es pura coacción, aunque la llamemos de
otra manera. Si no existiera este “incentivo” ilegítimo, los imputados no
confesarían. ¿Qué sentido tendría? En la provincia de Córdoba, por ejemplo, a
pocos años de instalado el juicio abreviado, el 75 % de las condenas se
imponían con ese trámite. ¿Por qué? ¿Los imputados cordobeses se volvieron compulsivamente
confesos?
Ahora bien, el eventual “colapso” de la justicia penal, ¿justifica
la existencia y el uso del trámite abreviado? Creemos que no. A pesar de ello,
supongamos que sí lo hiciera. Sería necesario analizar, entonces, cuáles son
las razones para que la eliminación del abreviado sea la causa eventual del
colapso de la justicia penal. Entre las diversas razones que sobrecargan la
administración de justicia penal tenemos, entre otras:
•
El principio de legalidad procesal que impone la investigación y persecución de
todos los hechos delictivos de manera obligatoria (tarea reconocidamente
imposible).
• Un
trámite procesal burocrático, lento, ineficiente, que dura años para
investigar, generalmente mal.
•
Ausencia de trámites alternativos que eviten la solución simplemente punitiva
para casos que podrían resolverse de otro modo (conciliación, reparación del
daño individual o social, suspensión a prueba, reducción de la excesiva
cantidad de tipos penales, etc.).
•
Ausencia de una política de persecución penal racional que ponga prioridades y
cumpla con ellas.
• Operadores que complican aún más el carácter burocrático del proceso.
Como es posible advertir, todas estas razones son atribuibles al
Estado. Sea por la omisión de modificar y legislar políticas de persecución
penal modernas y eficientes, sin menoscabo de las garantías de imputados y
víctima, o por la actuación cotidiana de sus operadores y las prácticas que
ellos generan.
A quienes señalen las chicanas de los defensores cuando intervienen
en el proceso, les recordamos sus eventuales abusos también son responsabilidad
del Estado. Durante la etapa de investigación podemos apelar prácticamente
todas las resoluciones porque así lo permite nuestro régimen legal. Además, los
jueces deben ser capaces, como conductores del trámite procesal, de rechazar rápidamente cualquier solicitud inadmisible, y de tramitar rápidamente las
admisibles. La ley procesal penal debe disponer un régimen diferente, que
impida todas estas prácticas irracionales.
En lugar de hacer las cosas bien, generamos un instituto de dudosa
legitimidad, que sacrifica los derechos del imputado para “justificar”
el trabajo mal hecho.
En otras palabras, la imposibilidad del Estado para perseguir
penalmente y condenar a quienes se determine culpables respetando sus derechos
pretende ser resuelta a costa de esos derechos. No se hace esfuerzo alguno para
organizar un servicio de justicia propio de un Estado de derecho, ni para que
sus operadores actúen de manera diligente y legítima, respetando los derechos
de todos.
PS: Una vez instalado, el mecanismo abreviado genera una expectativa en los operadores para que sea aplicado, circunstancia que puede terminar presionando al imputado para que acepte abreviar.