Los fines procesales
1. La irrelevancia del fin
Según la doctrina más garantista, “la presunción de
inocencia no puede significar la prohibición del dictado de la prisión
preventiva... La solución sólo puede descansar en la concepción que sostiene
que la prisión es prohibida como pena
anticipada y que debe diferenciarse
entre esta medida coercitiva y la pena privativa de libertad...”[1].
Sin embargo, se reconoce, al mismo tiempo, “que la
prisión preventiva y la pena privativa de libertad no se pueden diferenciar sustancialmente
en la intensidad de la restricción a la libertad. Entre ambas solamente es
posible una distinción que parta de los
fines de la privación de libertad en cada una de ellas”[2].
En este sentido, se sostiene:
“La diferencia entre la coerción material y la procesal
no se observará por el lado del uso de la fuerza pública, ni centrando la mira
en aquello que implica la privación de libertades otorgadas por el orden
jurídico, elementos que caracterizan a toda coerción estatal y que, por lo
tanto, son comunes a ambas; sólo se puede establecer por el lado de los fines que una y otra persiguen…”[3].
Es necesario señalar que no es cierto que la diferencia entre coerción procesal y material
no se pueda establecer por el lado del uso de la fuerza pública, “ni centrando
la mira en aquello que implica la privación de libertades otorgadas por el
orden jurídico, elementos que caracterizan a toda coerción estatal y que, por
lo tanto, son comunes a ambas”. La magnitud de “aquello que implica la
privación de libertades” podrían diferenciarse perfectamente estableciendo un
régimen mucho menos restrictivo de derechos para la coerción procesal que el de
la coerción sustantiva. Tampoco es cierto que la magnitud de la restricción de
libertades “caracterizan a toda coerción estatal”, pues el Estado cuenta con
facultades jurídicas para imponer medidas de coerción de diverso contenido,
finalidad y alcance de la restricción de derechos.
Así, la doctrina justifica que el Estado imponga una
restricción de la libertad a una persona inocente que en nada se diferencia de una pena. Según esta misma doctrina, tal
restricción es legítima por el fin que el Estado cumple con la privación de
libertad. Así, se sostiene en la doctrina más restrictiva del encarcelamiento
preventivo:
“… la detención judicial… [s]e asemeja en su apariencia
externa a la pena privativa de la libertad, consistiendo ésta… en el
encarcelamiento en un lugar cerrado, pero no tiene la finalidad de constituir
un mal al afectado, que pudiera merecer en razón de su hecho, sino de prevenir
el entorpecimiento de la realización del proceso y, consiguientemente, de
causar las afectaciones imprescindibles a su finalidad preventiva”[4].
Veamos, entonces, qué tenemos. Por un lado, tenemos un
individuo jurídicamente inocente, al cual, se supone, el Estado no puede
someter a medidas coercitivas de carácter represivo. Por el otro, tenemos
órganos estatales que necesitan atentar contra la libertad de esta persona
inocente, con la finalidad de aplicar una medida materialmente represiva[5].
Frente a esta coyuntura, se admite que si la finalidad
del órgano estatal es procesal, esto es, la finalidad de garantizar la
realización del derecho penal, éste puede aplicar sobre el inocente una medida
de carácter materialmente represiva.
Si, como se reconoce expresamente, no hay diferencia
sustancial entre la pena y el encarcelamiento preventivo, la única
circunstancia que distingue a este último de la sanción represiva consiste en
su fin pretendidamente cautelar.
Sin embargo, la garantía que protege al inocente debe
analizarse, para determinar si ha sido respetada o no, desde el punto de vista del individuo cuya libertad protege.
Desde este enfoque, debe reconocerse que se impone al inocente la misma medida que al condenado.
Difícilmente se pueda afirmar que la restricción de la libertad del inocente
varíe en algo, para él, por el pretendido fin que, desde el punto de vista del
Estado[6],
se le atribuya a la detención.
En este sentido, Andrés
Ibañez señala:
“Se ha podido
comprobar en el caso de Carrara, paradigmático por su sinceridad. Y es también
advertible en un autor, Hélie, de obligada referencia cuando se trata de
discurrir sobre la naturaleza y razón de ser de la prisión provisional. Es
sintomático que el autor se encuentre en el deber de iniciar su discurso con la
afirmación de que ‘la privación preventiva de libertad (détention préalable)
de los inculpados no es una pena, puesto que ninguna pena puede existir donde
no hay culpable declarado tal en juicio, donde no hay condena’. Después,
señalará que aquélla, ‘si se la descompone en sus diferentes elementos, es a la
vez una medida de seguridad, una garantía de la ejecución de la pena y un medio
de instrucción’[7].
En la expresión
de Hélie, la prisión provisional no es
(realmente) una pena sólo porque (jurídicamente) no debe serlo, habida
cuenta, sobre todo, del momento en que opera. Lo que equivale a aceptar la
evidencia de que entre una y otra se da una clara comunidad de naturaleza, que
se hace patente tanto en la identidad de los bienes personales afectados en cada
caso como por el modo en que se produce esa afectación. Así la única
diferenciación posible entre ambos institutos habrá que buscarla en un dato
externo: su función formal-procesal[8].
Y es precisamente ésta la dirección en la que se han proyectado los esfuerzos
dirigidos a proponer criterios de discernimiento convicentes entre ambas
instituciones”[9].
El principio de inocencia no existe para prohibir al
Estado imponer al inocente medidas sustancialmente represivas con fines también
represivos, sino para prohibir al Estado
imponer al inocente toda medida sustancialmente represiva,
independientemente de los fines atribuidos a tal medida.
El derecho a ser tratado como inocente requiere un
trato material ajeno al fin del Estado; es un derecho del imputado que genera
obligaciones de no hacer para la autoridad pública. La pretendida finalidad que
la autoridad le atribuya a un hacer que tiene prohibido no justifica su acción.
2. Jerarquía axiológica del fin procesal
Retomemos por un
instante los criterios de interpretación que deben guiar la privación de
libertad de personas inocentes. Para que el fin atribuido a la medida que anula
por completo el derecho protegido —la libertad ambulatoria— pueda justificar la
magnitud de esa restricción, ese fin debe ser, necesariamente, axiológicamente
superior a la libertad conculcada.
Si fuera de
idéntico valor, por ejemplo, no podría justificar la anulación íntegra del
derecho a la libertad del imputado, pues se debería adoptar una solución de
compromiso que permitiera equilibrar la tensión entre la restricción y el
ejercicio del derecho.
Sin embargo, el
principio de inocencia significa, precisamente, que se ha reconocido mucho mayor valor a la libertad
individual que a la necesidad de garantizar el normal desarrollo del proceso
penal. Y este mayor valor adquiere máxima trascendencia, especialmente, cuando
peligran los fines procesales, pues en los demás casos no existe necesidad de
restringir la libertad. Si no fuera así, la garantía no tendría sentido
limitador alguno.
Dado que los fines procesales, por decisión expresa del
principio de inocencia, revisten menor
jerarquía que la libertad ambulatoria del inocente, sólo pueden permitir,
en todo caso, restricciones mínimas a
la libertad del imputado, que jamás pueden asemejarse, por su intensidad o
duración, a la pena misma. Esto es lo que sucede, precisamente, con la prisión
preventiva, y es exactamente lo que el
principio de inocencia prohíbe.
Varios autores ya se han pronunciado sobre la
inconstitucionalidad del encarcelamiento preventivo. Ferrajoli, por ejemplo,
ha puesto la cuestión de la ilegitimidad del fin supuestamente procesal en sus
justos términos:
“La debilidad de esta posición de compromiso, que ha
demostrado ser incapaz de contener el desarrollo patológico de la privación de
libertad sin juicio, radica en su incoherencia con la proclamada presunción de
inocencia, enmascarada bajo el patético sofisma de la naturaleza no penal del
instituto, y es la misma debilidad que ya había aquejado a la posición de los
ilustrados. Los principios ético-políticos, como los de la lógica, no admiten
contradicciones, so pena de inconsistencia: pueden romperse, pero no plegarse a
placer; y una vez admitido que un
ciudadano presunto inocente puede ser encarcelado por «necesidades procesales»,
ningún juego de palabras puede impedir que lo sea también por «necesidades
penales»”[10].
Pero este autor no ha sido el único:
“1) La primera cuestión ha sido
objeto de análisis desde antiguo y ha sido reflotada hoy por diversos autores.
Se expiden en favor de la inconstitucionalidad de la prisión anterior a la
sentencia firme de condena, entre otros, José
GARCÍA VIZCAÍNO, Libertad bajo
fianza, en El Derecho, Bs. As., T. 92, 1981; Gabriel E. PEREZ BARBERÁ, Prisión
preventiva y excarcelación, en La Ley, Córdoba, diciembre de 1992; Graciela LEDESMA, Presos sin condena: inocentes condenados, en Ponencias, VIII Congreso Nacional de Derecho Penal y Criminología,
Universidad Nacional de La Plata, 1996; Eugenio Raúl ZAFFARONI, Alejandro SLOKAR
y Alejandro ALAGIA, Derecho Penal,
Parte General, EDIAR, Bs. As., 2000; Matilde
M BRUERA, Cárcel, en Universitas Iuris, Publicación de Alumnos de la
Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina, año 2, nº
10, 1996, ps. 3 y ss.; pareciera ser ésta, también, entre los trabajos
argentinos, la posición de Fabián I.
BALCARCE, Presunción de inocencia
-Crítica a la posición vigente-, Lerner, Córdoba, 1996; Luigui FERRAJOLI, Derecho y Razón -teoría del garantismo penal-, Trotta, Madrid,
1989. Esta es también la tesis que tuve al ocasión de defender en mi artículo La prisión de presuntos inocentes, en Revista de la Facultad de Derecho y C. S.
de la Universidad Nacional del Comahue, nº 1, año 1993 y Deslegitimación constitucional de la prisión durante el proceso, en
revista Universitas Iuris,
Universidad Nacional de Rosario, año 3, n° 14, julio de 1997” (Resolución de la
Cámara de Apelaciones de Neuquén, del 1 de noviembre de 2001, voto de Gustavo Vitale).
En segundo término, la
justificación de la privación de libertad del inocente invocando la necesidad
de neutralizar los peligros procesales carece de sustento lógico. Veamos. El
principio de inocencia prohíbe aplicar una medida represiva a toda persona a
quien se le atribuya la comisión de un hecho punible pero no se haya demostrado
en juicio tal imputación. Ello implica que para aplicar una sanción represiva por
un hecho delictivo ya cometido debo demostrar la
responsabilidad del autor en un juicio. En síntesis, sin juicio previo no puede
haber pena.
No se puede justificar, entonces, que como no puedo
aplicar una pena sin realizar un juicio, puedo anticiparla con el supuesto
fundamento de que ocurrirá un hecho futuro que no es punible y que podría
dificultar la realización del juicio. Además, no podemos dejar de lado que la
ocurrencia de un hecho futuro es indemostrable. Así, como no se puede aplicar
una pena sin un juicio, la aplico anticipadamente por si acaso no pudiera
realizar tal juicio. Esto no es una justificación, es un absurdo.
[1] Llobet Rodríguez, La
prisión preventiva, p. 171 (destacado agregado).
[2] Llobet Rodríguez, La
prisión preventiva, p. 175 (destacado agregado).
[3] Maier, Derecho
procesal penal, t. I, p. 514.
[4] San Martín Castro, Derecho
procesal penal, t. II, p. 818.
[5] Olvidémonos por un momento
del eufemismo del fin cautelar. En lo que todos están de acuerdo es que la
restricción de derecho a la libertad que sufre un inocente y un culpable son
sustancialmente idénticas.
[6] Más allá de lo dicho,
también hay un problema con el fin atribuido, no sólo porque pocas veces, en la
realidad, la prisión preventiva se aplica con fines procesales sino porque,
además, no sabemos en la voluntad de quién debemos hurgar para determinar cuál
es la finalidad real de la detención.
[7] [Nota en el texto citado] M. Faustin Hélie, Traité de
l´instruction criminelle ou theorie du Code d´instruction criminelle, Ch.
Hingray, París, 1853, vol. V, pág. 748.
[8] [Nota en el texto citado] Naturalmente, el criterio de discernimiento
es el del fin jurídico-formal o interno, puesto que vista desde una perspectiva
criminológica externa, la función que efectivamente cumple la prisión
provisional en el modo de ser real del proceso en la generalidad de nuestros
paises, es, como se ha dicho antes, la de una anticipación de los efectos de la
pena.
[9] Andrés Ibáñez, ¿Neutralidad
o pluralismo en la aplicación del derecho? Interpretación judicial e
insuficiencia del formalismo, ps. 10 y siguiente.
[10] Ferrajoli, Derecho y
razón, p. 555 (destacado agregado).
Bibliografía
Andrés Ibáñez, Perfecto, ¿Neutralidad
o pluralismo en la aplicación del derecho? Interpretación judicial e
insuficiencia del formalismo, en En
torno a la jurisdicción, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2007, en prensa.
Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón,
Ed. Trotta, Madrid, 1995.
Llobet Rodríguez, Javier, La
prisión preventiva, Ed. UCI, San José, 1997.
Maier, Julio B. J., Derecho
procesal penal, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1996, t. I, 2ª edición.
San Martín Castro, César, Derecho
procesal penal, Ed. Alternativas. Lima, 2000.
1 comentario:
La única forma mínimamente lógica de disponer una coerción personal durante el proceso es que ella no tenga la misma intensidad que la pena, lo cual obligaría a abolir la prisión preventiva por los fundamentos que se exponen en la ponencia. Así, si bien la libertad vigilada, por ejemplo, no es plena, no consiste estrictamente en encierro, de modo que bien podría reemplazarse la PP por medidas menos gravosas, que hoy figuran como las llamadas "morigeraciones", cuyo nombre demuestra que lo principal sigue siendo el encierro. En pleno siglo XXI, aun seguimos razonando parecido a como lo hacíamos hace 300 o 400 años, y hay una explicación muy coherente: al príncipe le sirve el espectáculo del encierro, para así congraciarse con las multitudes que exigen el fuego en la hoguera, ¿hemos cambiado realmente?
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