27 feb 2015

ZAFFARONI Y EL GARANTO-ABOLICIONISMO ESTÁN MAL VISTOS












Si hay una mala costumbre “conceptual” entre los penalistas es la de inventar nuevas categorías o nuevos términos —muchas veces cada vez más sangrientos—. De esa mala costumbre, probablemente, habría que declarar culpable a Zaffaroni. De lo que habría que absolverlo, con seguridad, es de ser “garanto-abolicionista”.

Sí, como han leído, ustedes —que leen este “pasquín-blog”— desde ya son sospechosos de ser garanto-abolicionistas, y son los exclusivos responsables de todos los problemas de seguridad de nuestro país (los que existen, y los que no existen también).

Maravillosa muestra de prejuicios, ignorancia y autoritarismo la nota del Sr. Martín Etchegoyen Lynch, que parece ser experto en seguridad —porque estudió, y porque escribe mucho sobre el tema—. Hay párrafos que parecen extraidos del guión de algún programa cómico televisivo.

Según nos informa este señor, el “garanto-abolicionismo” es un movimiento que en nuestro país es liderado por Zaffaroni. Entérese también el señor lector o la señora lectora que el garanto-abolicionismo es un “movimiento anacrónico y demostrado fracasado en otras latitudes hace más de 40 años”. Eso sí, ni idea de por qué es anacrónico, mucho menos de cuáles son esas latitudes.


Pero no queremos quitarles el placer de leer tan preclaras ideas, que han sido registradas en esta nota, así que aquí acabamos este comentario bibliográfico.



20 feb 2015

¿A CUÁNTO ESTÁ EL KILO DE ESPOSA? (dogmática procesal)





El casador Riggi, hace ya casi diez años, dictó un fallo que respondía a la “repercusión social del hecho”. El clamor por la excarcelación de Chabán exigió el actuar de un buen juez encarcelador, y allí subió a escena él. Acompañado por Tragant —que adhirió al impecable voto de su distinguido colega preopinante—, revocaron rápidamente la decisión de Cámara que había concedido la excarcelación, firmada por María Laura Garrigós y Gustavo Bruzzone.

Resulta problemática la evaluación de las características personales y cómo evaluarlas. Riggi, en ese caso, tuvo en cuenta que no tenía esposa e hijos, para de allí determinar que había peligro de fuga: “… advertimos que es una persona que no ha conformado una familia propia (no está casado, ni tiene hijos); y pese a que no desconocemos que tiene madre y hermanos (conf. informe socio ambiental de fs. 8621/8625), no apreciamos que esos vínculos familiares generen en el caso un ligamen tan profundo como para neutralizar el riesgo de fuga”. Este párrafo pone en evidencia, además, toda la racionalidad del encarcelamiento preventivo: “deme usted motivos para que yo le conceda la libertad".

Pensemos en el párrafo citado. ¿Cuánto vale un matrimonio civil? ¿El religioso suma? ¿Y una esposa? ¿Cuánto cada hijo? ¿Es por puntaje o es un porcentual? ¿Cuánto conocen los jueces que ordenaron la detención de Chabán sobre su vida familiar y el peso de sus afectos? ¿Se investigaron esas relaciones familiares, o solo se está opinando? ¿No habría que hacer un peritaje? ¿O eso está tasado en el socio-ambiental?

Así, conceptuamos que el análisis sobre la posible intención del imputado de evadir la acción de la justicia o entorpecer el curso de la investigación puede —según el caso— ser realizado valorando la severidad de la pena conminada en abstracto; la gravedad de los hechos concretos del proceso; la naturaleza del delito reprochado; el grado de presunción de culpabilidad del imputado; la peligrosidad evidenciada en su accionar; las circunstancias personales del encartado (individuales, morales, familiares y patrimoniales, si tiene arraigo, familia constituida, medios de vida lícitos, antecedentes penales o contravencionales, rebeldías anteriores, entre otros) que pudieran influir u orientar su vida, el cumplimiento de futuras obligaciones procesales y aumentar o disminuir el riesgo de fuga; la posibilidad de reiteración de la conducta delictual; la complejidad de la causa y la necesidad de producir pruebas que requieran su comparecencia, así como la posibilidad de que obstaculice la investigación impidiendo o demorando la acumulación de prueba o conspirando con otros que estén investigados en el curso normal del proceso judicial; el riesgo de que los testigos u otros sospechosos pudieran ser amenazados; el estado de la investigación al momento de resolverse la cuestión; las consecuencias que sobre la normal marcha del proceso habrá de tener la eventual libertad del acusado; la conducta observada luego del delito; su voluntario sometimiento al proceso, y en definitiva, todos los demás criterios que pudieran racionalmente ser de utilidad para tal fin, como los que antes desarrolláramos.

Con semejante catálogo de variables, es posible fundar cualquier decisión acerca de la “existencia” del peligro procesal. Más allá de ello, es dudoso que todas las circunstancias citadas puedan ser investigadas y discutidas para fundar una decisión estatal que priva de la libertad al imputado.

Por lo demás, sería bueno saber cómo podría tener el Estado capacidad para investigar tan variadas circunstancias, si aún no ha podido investigar el hecho punible.

Suponiendo que investigara solo un número de las variables citadas, ¿cómo se podría investigar en unos días cuestiones referidas directamente a la responsabilidad del imputado, si se supone que se lo detiene para poder investigar tales hechos durante meses o años?

Sacando aquellas cuestiones que se pueden apreciar en el mismo expediente, la verdad es que nadie investiga nada. Se trata, en verdad, de meras suposiciones y afirmaciones que a nadie le importan demasiado, y que no vale la pena discutir porque la decisión no se toma por esos motivos. ¿O sí?









14 feb 2015

¿SE JUSTIFICA LA PRISIÓN PREVENTIVA SI TIENE FINES PROCESALES?





Los fines procesales

1. La irrelevancia del fin

Según la doctrina más garantista, “la presunción de inocencia no puede significar la prohibición del dictado de la prisión preventiva... La solución sólo puede descansar en la concepción que sostiene que la prisión es prohibida como pena anticipada y que debe diferenciarse entre esta medida coercitiva y la pena privativa de libertad...”[1].

Sin embargo, se reconoce, al mismo tiempo, “que la prisión preventiva y la pena privativa de libertad no se pueden diferenciar sustancialmente en la intensidad de la restricción a la libertad. Entre ambas solamente es posible una distinción que parta de los fines de la privación de libertad en cada una de ellas”[2]. En este sentido, se sostiene:

“La diferencia entre la coerción material y la procesal no se observará por el lado del uso de la fuerza pública, ni centrando la mira en aquello que implica la privación de libertades otorgadas por el orden jurídico, elementos que caracterizan a toda coerción estatal y que, por lo tanto, son comunes a ambas; sólo se puede establecer por el lado de los fines que una y otra persiguen…”[3].

Es necesario señalar que no es cierto que la diferencia entre coerción procesal y material no se pueda establecer por el lado del uso de la fuerza pública, “ni centrando la mira en aquello que implica la privación de libertades otorgadas por el orden jurídico, elementos que caracterizan a toda coerción estatal y que, por lo tanto, son comunes a ambas”. La magnitud de “aquello que implica la privación de libertades” podrían diferenciarse perfectamente estableciendo un régimen mucho menos restrictivo de derechos para la coerción procesal que el de la coerción sustantiva. Tampoco es cierto que la magnitud de la restricción de libertades “caracterizan a toda coerción estatal”, pues el Estado cuenta con facultades jurídicas para imponer medidas de coerción de diverso contenido, finalidad y alcance de la restricción de derechos.

Así, la doctrina justifica que el Estado imponga una restricción de la libertad a una persona inocente que en nada se diferencia de una pena. Según esta misma doctrina, tal restricción es legítima por el fin que el Estado cumple con la privación de libertad. Así, se sostiene en la doctrina más restrictiva del encarcelamiento preventivo:

“… la detención judicial… [s]e asemeja en su apariencia externa a la pena privativa de la libertad, consistiendo ésta… en el encarcelamiento en un lugar cerrado, pero no tiene la finalidad de constituir un mal al afectado, que pudiera merecer en razón de su hecho, sino de prevenir el entorpecimiento de la realización del proceso y, consiguientemente, de causar las afectaciones imprescindibles a su finalidad preventiva”[4].

Veamos, entonces, qué tenemos. Por un lado, tenemos un individuo jurídicamente inocente, al cual, se supone, el Estado no puede someter a medidas coercitivas de carácter represivo. Por el otro, tenemos órganos estatales que necesitan atentar contra la libertad de esta persona inocente, con la finalidad de aplicar una medida materialmente represiva[5].

Frente a esta coyuntura, se admite que si la finalidad del órgano estatal es procesal, esto es, la finalidad de garantizar la realización del derecho penal, éste puede aplicar sobre el inocente una medida de carácter materialmente represiva.

Si, como se reconoce expresamente, no hay diferencia sustancial entre la pena y el encarcelamiento preventivo, la única circunstancia que distingue a este último de la sanción represiva consiste en su fin pretendidamente cautelar.

Sin embargo, la garantía que protege al inocente debe analizarse, para determinar si ha sido respetada o no, desde el punto de vista del individuo cuya libertad protege. Desde este enfoque, debe reconocerse que se impone al inocente la misma medida que al condenado. Difícilmente se pueda afirmar que la restricción de la libertad del inocente varíe en algo, para él, por el pretendido fin que, desde el punto de vista del Estado[6], se le atribuya a la detención.

En este sentido, Andrés Ibañez señala:

“Se ha podido comprobar en el caso de Carrara, paradigmático por su sinceridad. Y es también advertible en un autor, Hélie, de obligada referencia cuando se trata de discurrir sobre la naturaleza y razón de ser de la prisión provisional. Es sintomático que el autor se encuentre en el deber de iniciar su discurso con la afirmación de que ‘la privación preventiva de libertad (détention préalable) de los inculpados no es una pena, puesto que ninguna pena puede existir donde no hay culpable declarado tal en juicio, donde no hay condena’. Después, señalará que aquélla, ‘si se la descompone en sus diferentes elementos, es a la vez una medida de seguridad, una garantía de la ejecución de la pena y un medio de instrucción’[7].
En la expresión de Hélie, la prisión provisional no es (realmente) una pena sólo porque (jurídicamente) no debe serlo, habida cuenta, sobre todo, del momento en que opera. Lo que equivale a aceptar la evidencia de que entre una y otra se da una clara comunidad de naturaleza, que se hace patente tanto en la identidad de los bienes personales afectados en cada caso como por el modo en que se produce esa afectación. Así la única diferenciación posible entre ambos institutos habrá que buscarla en un dato externo: su función formal-procesal[8]. Y es precisamente ésta la dirección en la que se han proyectado los esfuerzos dirigidos a proponer criterios de discernimiento convicentes entre ambas instituciones”[9].

El principio de inocencia no existe para prohibir al Estado imponer al inocente medidas sustancialmente represivas con fines también represivos, sino para prohibir al Estado imponer al inocente toda medida sustancialmente represiva, independientemente de los fines atribuidos a tal medida.

El derecho a ser tratado como inocente requiere un trato material ajeno al fin del Estado; es un derecho del imputado que genera obligaciones de no hacer para la autoridad pública. La pretendida finalidad que la autoridad le atribuya a un hacer que tiene prohibido no justifica su acción.

2. Jerarquía axiológica del fin procesal

Retomemos por un instante los criterios de interpretación que deben guiar la privación de libertad de personas inocentes. Para que el fin atribuido a la medida que anula por completo el derecho protegido —la libertad ambulatoria— pueda justificar la magnitud de esa restricción, ese fin debe ser, necesariamente, axiológicamente superior a la libertad conculcada.

Si fuera de idéntico valor, por ejemplo, no podría justificar la anulación íntegra del derecho a la libertad del imputado, pues se debería adoptar una solución de compromiso que permitiera equilibrar la tensión entre la restricción y el ejercicio del derecho.

Sin embargo, el principio de inocencia significa, precisamente, que se ha reconocido mucho mayor valor a la libertad individual que a la necesidad de garantizar el normal desarrollo del proceso penal. Y este mayor valor adquiere máxima trascendencia, especialmente, cuando peligran los fines procesales, pues en los demás casos no existe necesidad de restringir la libertad. Si no fuera así, la garantía no tendría sentido limitador alguno.

Dado que los fines procesales, por decisión expresa del principio de inocencia, revisten menor jerarquía que la libertad ambulatoria del inocente, sólo pueden permitir, en todo caso, restricciones mínimas a la libertad del imputado, que jamás pueden asemejarse, por su intensidad o duración, a la pena misma. Esto es lo que sucede, precisamente, con la prisión preventiva, y es exactamente lo que el principio de inocencia prohíbe.

Varios autores ya se han pronunciado sobre la inconstitucionalidad del encarcelamiento preventivo. Ferrajoli, por ejemplo, ha puesto la cuestión de la ilegitimidad del fin supuestamente procesal en sus justos términos:

“La debilidad de esta posición de compromiso, que ha demostrado ser incapaz de contener el desarrollo patológico de la privación de libertad sin juicio, radica en su incoherencia con la proclamada presunción de inocencia, enmascarada bajo el patético sofisma de la naturaleza no penal del instituto, y es la misma debilidad que ya había aquejado a la posición de los ilustrados. Los principios ético-políticos, como los de la lógica, no admiten contradicciones, so pena de inconsistencia: pueden romperse, pero no plegarse a placer; y una vez admitido que un ciudadano presunto inocente puede ser encarcelado por «necesidades procesales», ningún juego de palabras puede impedir que lo sea también por «necesidades penales»[10].

Pero este autor no ha sido el único:

“1) La primera cuestión ha sido objeto de análisis desde antiguo y ha sido reflotada hoy por diversos autores. Se expiden en favor de la inconstitucionalidad de la prisión anterior a la sentencia firme de condena, entre otros, José GARCÍA VIZCAÍNO, Libertad bajo fianza, en El Derecho, Bs. As., T. 92, 1981; Gabriel E. PEREZ BARBERÁ, Prisión preventiva y excarcelación, en La Ley, Córdoba, diciembre de 1992; Graciela LEDESMA, Presos sin condena: inocentes condenados, en Ponencias, VIII Congreso Nacional de Derecho Penal y Criminología, Universidad Nacional de La Plata, 1996;  Eugenio Raúl ZAFFARONI, Alejandro SLOKAR y Alejandro ALAGIA, Derecho Penal, Parte General, EDIAR, Bs. As., 2000; Matilde M BRUERA, Cárcel, en Universitas Iuris, Publicación de Alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina, año 2, nº 10, 1996, ps. 3 y ss.; pareciera ser ésta, también, entre los trabajos argentinos, la posición de Fabián I. BALCARCE, Presunción de inocencia -Crítica a la posición vigente-, Lerner, Córdoba, 1996; Luigui FERRAJOLI, Derecho y Razón -teoría del garantismo penal-, Trotta, Madrid, 1989. Esta es también la tesis que tuve al ocasión de defender en mi artículo La prisión de presuntos inocentes, en Revista de la Facultad de Derecho y C. S. de la Universidad Nacional del Comahue, nº 1, año 1993 y Deslegitimación constitucional de la prisión durante el proceso, en revista Universitas Iuris, Universidad Nacional de Rosario, año 3, n° 14, julio de 1997” (Resolución de la Cámara de Apelaciones de Neuquén, del 1 de noviembre de 2001, voto de Gustavo Vitale).

En segundo término, la justificación de la privación de libertad del inocente invocando la necesidad de neutralizar los peligros procesales carece de sustento lógico. Veamos. El principio de inocencia prohíbe aplicar una medida represiva a toda persona a quien se le atribuya la comisión de un hecho punible pero no se haya demostrado en juicio tal imputación. Ello implica que para aplicar una sanción represiva por un hecho delictivo ya cometido debo demostrar la responsabilidad del autor en un juicio. En síntesis, sin juicio previo no puede haber pena.


No se puede justificar, entonces, que como no puedo aplicar una pena sin realizar un juicio, puedo anticiparla con el supuesto fundamento de que ocurrirá un hecho futuro que no es punible y que podría dificultar la realización del juicio. Además, no podemos dejar de lado que la ocurrencia de un hecho futuro es indemostrable. Así, como no se puede aplicar una pena sin un juicio, la aplico anticipadamente por si acaso no pudiera realizar tal juicio. Esto no es una justificación, es un absurdo.







[1] Llobet Rodríguez, La prisión preventiva, p. 171 (destacado agregado).
[2] Llobet Rodríguez, La prisión preventiva, p. 175 (destacado agregado).
[3] Maier, Derecho procesal penal, t. I, p. 514.
[4] San Martín Castro, Derecho procesal penal, t. II, p. 818.
[5] Olvidémonos por un momento del eufemismo del fin cautelar. En lo que todos están de acuerdo es que la restricción de derecho a la libertad que sufre un inocente y un culpable son sustancialmente idénticas.
[6] Más allá de lo dicho, también hay un problema con el fin atribuido, no sólo porque pocas veces, en la realidad, la prisión preventiva se aplica con fines procesales sino porque, además, no sabemos en la voluntad de quién debemos hurgar para determinar cuál es la finalidad real de la detención.
[7] [Nota en el texto citado] M. Faustin Hélie, Traité de l´instruction criminelle ou theorie du Code d´instruction criminelle, Ch. Hingray, París, 1853, vol. V, pág. 748.
[8] [Nota en el texto citado] Naturalmente, el criterio de discernimiento es el del fin jurídico-formal o interno, puesto que vista desde una perspectiva criminológica externa, la función que efectivamente cumple la prisión provisional en el modo de ser real del proceso en la generalidad de nuestros paises, es, como se ha dicho antes, la de una anticipación de los efectos de la pena.
[9] Andrés Ibáñez, ¿Neutralidad o pluralismo en la aplicación del derecho? Interpretación judicial e insuficiencia del formalismo, ps. 10 y siguiente.
[10] Ferrajoli, Derecho y razón, p. 555 (destacado agregado).




Bibliografía
Andrés Ibáñez, Perfecto, ¿Neutralidad o pluralismo en la aplicación del derecho? Interpretación judicial e insuficiencia del formalismo, en En torno a la jurisdicción, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2007, en prensa.
Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón, Ed. Trotta, Madrid, 1995.
Llobet Rodríguez, Javier, La prisión preventiva, Ed. UCI, San José, 1997.
Maier, Julio B. J., Derecho procesal penal, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1996, t. I, 2ª edición.
San Martín Castro, César, Derecho procesal penal, Ed. Alternativas. Lima, 2000.