Desde hace años la teoría crítica
nos señala de qué manera el discurso jurídico hace uso estratégico de la
dogmática para justificar decisiones que los jueces toman por otros motivos.
Al mismo tiempo, los juristas se
entretienen desarrollando categorías conceptuales para construir modelos
teóricos de toma de decisiones completamente ajenos al mundo real de las
prácticas judiciales. Nos referimos, especialmente, a la teoría de la
imputación propia de la dogmática penal sustantiva. Así, continúan vendiendo la
idea de que, en todo caso, las prácticas judiciales son una mala copia de los
impecables desarrollos de la dogmática, y no un discurso que tiene sus propias
reglas de producción y reproducción.
La dogmática, dicen los juristas,
sirve para hacer predecible las decisiones judiciales. Pues bien, la realidad
actual ha puesto en evidencia la arbitrariedad de las prácticas de los
operadores judiciales. Por el mismo precio, la supuesta “predictibilidad” de
las decisiones judiciales ha desaparecido completamente.
La degradación institucional de la
justicia penal —en especial de la justicia federal— resulta notable si vemos
que algunos jueces son capaces de resolver prácticamente cualquier cosa, sin
importar si existen razones válidas para decidir como lo hacen.
Es decir que los jueces dejan de
ser jueces y se transforman en operadores cuyo interés se limita a
consideraciones políticas que exceden la función jurisdiccional. El caso de los
jueces federales de Comodoro 3,14 es una buena muestra de ello.
Lo terrible es que los litigantes
debemos continuar tratando a los jueces como si fueran jueces, mientras ellos
ignoran las bases mínimas del Estado de derecho. ¿Por qué motivo los abogados
debemos continuar dirigiéndonos a ellos con el respeto que merece cualquier tribunal,
si ellos faltan el respeto a nuestros clientes y a nuestro trabajo con decisiones tan arbitrarias
como carentes de fundamentos?
Los tribunales hacen caso omiso de
las presentaciones de los litigantes, y suelen contestar:
—Téngase presente para su
oportunidad.
—No ha lugar.
Y eso con suerte. Estas respuestas
representan un incumplimiento del deber del tribunal de responder lo que las
partes plantean y solicitan. Lo más grave, además, es que a nadie parece molestarle.
El Consejo de la Magistratura no opera como debería, pues no sanciona ni
destituye a los jueces, aun cuando sus decisiones representen un claro e
inequívoco abuso de poder.
En este contexto, los litigantes
debemos seguir haciendo “como que” estamos actuando frente a tribunales
integrados por jueces imparciales, presentar escritos fundados seriamente de
manera respetuosa, para luego someternos al poder arbitrario de señores que
dicen ser jueces y resuelven cualquier cosa.
Al menos yo no elegí esta carrera para
litigar ante estos personajes nefastos. No estoy hablando de que se trate de
causas difíciles, toda mi carrera lidié con causas difíciles. Estoy hablando de
la más pura arbitrariedad y de la degradación de los principios más elementales
del constitucionalismo clásico y del Estado de derecho.
Como ejemplo veamos la llamada
“doctrina Irurzun”. Llamarla “doctrina” ya es un abuso del lenguaje.
En su resolución Bonadio citó el fallo Irurzun y
dijo que “es posible sostener, que Héctor Marcos Timerman, Jorge Alejandro
Khalili, Fernando Luis Esteche, Luis Ángel D’Elía, Carlos Alberto Zannini y
Cristina Fernández, atento a sus vínculos, siendo la última nombrada Senadora
Nacional electa, de continuar en libertad podrían entorpecer el
accionar judicial, así como el descubrimiento de la verdad y la posibilidad de
que se cumpla una sentencia condenatoria”. Destacó que “estos imputados
permanecieron durante un prolongado período, en las más altas esferas de
influencia del poder estatal y/o con nexos con el mismo-, puede sostenerse,
fundadamente, que poseían determinadas capacidades que incrementan su
potencial (contactos, información privilegiada, medios económicos y capacidad
de acción) tanto para evadirse, como para dificultar la producción de pruebas”
(ver nota) .
Según la “doctrina” Irurzun, no se
trata de la probabilidad de fuga o de entorpecimiento, sino solo de la mera “posibilidad”
(sobre las grandes diferencias entre los términos “posibilidad” y “probabilidad”,
ver acá).
Si Irurzun fuera consistente y fuera denunciado por varios delitos, debería
aplicarse a sí mismo la prisión preventiva —lo mismo para cualquier funcionario
macrista—.
De esta manera, se burla
descaradamente la exigencia de probar el peligro procesal que la jurisprudencia
constitucional e internacional exige. Como siempre que la Corte IDH establece
un requisito para reducir el uso del encarcelamiento preventivo, los tribunales
locales, apañados por la Corte Suprema, se dedican a generar “doctrinas” que
les permiten ignorar dichos requisitos.
Otro ejemplo de arbitrariedad
maximizada es el de la jueza Catucci en el caso de Fernando Carrera. Recordemos
que el caso pasaba por segunda vez por
casación ya que la Corte había reenviado para que se resuelva el recurso de la
defensa nuevamente. Esto dijo una de las juezas más antiguas de la Cámara
Federal de Casación Penal:
No estamos hablando de una nimiedad,
sino de un principio constitucional que tiene siglos de vigencia. Una casadora
federal no puede cometer este groserísimo error. Toda esa sentencia, por otra
parte, es un intento de protección corporativa para encubrir a los jueces que
condenaron originalmente (que así fueron despedidos por el público).
La Corte Suprema debió intervenir otra vez para anular el
fallo de los casadores y, finalmente, absolver (ver nota). Se puede leer la dura crítica a la sentencia casadora hecha por el Prof.
Mariano Silvestroni.
Como estos ejemplos hay muchísimos
más, y a ellos debemos sumar las miles de resoluciones no definitivas que
recortan derechos sin más fundamentos que la voluntad del juez. Algunos dirán
que esta es una lectura muy pesimista y exagerada de cómo opera el poder
judicial. Sin embargo, barbaridades como éstas no deberían ser posibles, y la
mayoría de las resoluciones que pueden ser consideradas razonables no
alcanzan para justificar este descontrol judicial.
La opinión de Lucas Gilardone es bien ilustrativa de la situación:
No es posible que la libertad de los habitantes dependa de una puta casualidad. Eso no es Estado de derecho...