En una nota publicada en Mendoza se decía que el juicio por jurados
no era una prioridad para el gobierno provincial, que la justicia requería,
antes que el jurado, “la modernización de otros tantos aspectos del sistema
judicial” (Marcelo D’Agostino,
subsecretario de justicia.
La intervención del jurado, al menos en los juicios penales, es una
garantía constitucional incumplida —además de un derecho-deber ciudadano—. No
está sujeta a las prioridades coyunturales del gobierno de turno.
Más allá de ello, algunos de los argumentos que se dan contra el
jurado resultan insostenibles. Veamos, por ejemplo, el argumento de que los
jurados son caros:
Uno, es que la implementación de estos
juicios es muy costosa. Quienes son convocados para esta carga pública deben
ser aislados, no pueden ir a trabajar y hay que garantizarles seguridad
adicional. Una logística que se supone complicada —y bastante cara— desde el
vamos.
Los jueces también son caros —más bien carísimos—, y no por eso
dejamos el juzgamiento de los delitos en manos de la policía. Por otra parte,
quienes invocan el argumento del costo del jurado deja de lado la modificación
en el procedimiento penal que la participación del jurado exigiría. Así, no se
tiene en cuenta, por ejemplo, que se simplificaría sustancialmente la etapa
denominada “instrucción”, que prácticamente desaparecería, y la intervención de
un solo juez durante el juicio.
Además, la intervención del jurado implicaría una serie de
transformaciones del procedimiento que solo pueden considerarse positivas. Una
de ellas, la estricta separación de las funciones decisorias, a cargo de los
jueces, y las funciones investigativas y persecutorias, a cargo de los
fiscales. Otra consecuencia de la participación del jurado es la necesaria
transformación del lenguaje de abogados y jueces, que deberán utilizar el
castellano que hablamos todos los días, potenciando de este modo la publicidad
del juicio penal. Por otra parte, el jurado obligará a los acusadores públicos
o privados a presentar íntegramente su caso de manera ordenada y comprensible
durante el juicio, con la consiguiente carga de probar toda su acusación sin
ayuda del tribunal.
Otra de las resistencias a la participación ciudadana en los
juicios penales que nuestra Constitución Nacional exige es la siguiente:
Otro reparo, políticamente incorrecto pero tal vez el más
sustancial, es que en el mundo de la Justicia no confían demasiado en el
criterio que pueda tener un ciudadano de a pie. Saben, porque conocen el paño
como nadie, que lo emocional muchas veces termina inclinando la balanza.
Ejemplos de esto sobran en países donde se aplica desde hace años. El caso del
exjugador y actor O. J. Simpson fue un emblema de ese singular manejo
psicológico del tribunal.
A mi juicio, la desconfianza de la justicia es una buena señal,
pero sin necesidad de compartir mi prejuicio, debemos tener en cuenta que los
jueces profesionales dictan resoluciones arbitrarias e irracionales
cotidianamente. El estado de la justicia penal en la actualidad es consecuencia
directa de la intervención de los jueces profesionales y no habla muy
bien de su trabajo, a pesar de que ellos siempre saben a quién echarle la culpa de sus propios actos.
A quienes invocan como ejemplo el caso estadounidense de O. J. Simpson le podemos dar muchísimos
contraejemplos de los jueces profesionales. En la página de la
#FiestaPorLaJusticia se pueden leer muchas barbaridades dictadas por nuestros jueces profesionales.
Veamos, entre tantos otros, el caso del hurto tentado de tres kilos
de palomita, que implicó la participación de once jueces, cuatro fiscales y
cinco defensores en un proceso que duró más de cuatro años y que terminó en una
condena de quince días de prisión en suspenso. Finalmente, se impuso la cordura
y el imputado fue absuelto en casación .
Se pueden invocar muchos más ejemplos de decisiones descabelladas
de jueces profesionales (en el ámbito de las agresiones sexuales sobran
ejemplos de decisiones que garantizan la impunidad de los acusados), pero, simplemente,
no se trata de eso. Se trata de una exigencia constitucional, no de
prioridades.