La fuga
Dedicado a Gustavo Arballo
I
Yo nací y viví en Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Sin embargo, no
hice toda la escolaridad primaria y secundaria allí. Cuando estaba en 6º grado
mis padres me fletaron para Buenos Aires a estudiar en un colegio como alumno
pupilo, y aquí permanecí durante cuatro años, en tres colegios diferentes.
Según el discurso paterno, venía a estudiar aquí para aprender mejor
inglés (¿?). Eso no explica por qué mi hermana mayor no vino, mi hermano mayor
estuvo solo dos años, igual que mis otras dos hermanas, mientras los últimos
dos se salvaron. Sospecho que la circunstancia de que yo fuera muy inquieto
cuando era niño tiene algo que ver.
Mi encierro en esas instituciones totales me enseñó a valorar mi
libertad. De allí que esos cuatro años me dediqué a escaparme por todos los
medios posibles y recuperar momentáneamente mi estado de naturaleza. Empecemos
por el final.
Segundo año del secundario lo terminé en el colegio Juan XXIII, en
Belgrano. Quedaba sobre la calle Olazábal y lo más grandioso era que el colegio
quedaba de un lado de la calle y el internado del otro. En estas condiciones,
escabullirse era más fácil que la tabla del 1. Y como quedaba a dos cuadras de
Avenida Cabildo, había cines y locales de jueguitos a la vuelta del colegio.
Esas tardes eran una fiesta.
Eran tan fiesta que me traerían consecuencias. En el Juan XXIII, en
vez de actividades prácticas, manualidades o alguna otra huevada semejante,
había una materia de electrónica. En todo el año no tuve la menor idea de qué
se trataba. En el primer bimestre había sacado 10 porque un pibe más nerd que yo me había hecho algo que
tenía cables y luces que yo no sabía qué era, pero de todos modos presenté. Fui
calificado con 10. Después de eso, no me jodieron más.
Como esa materia me embolaba tanto, todos los lunes a la tarde me
escapaba a un cine o por ahí y faltaba a esa clase. "Total", pensaba
yo, "con un cuatro la apruebo". Por este detalle, en el último
bimestre el profesor me puso un ausente y me llevé la materia. Era la primera
vez en mi vida que me llevaba una materia. El garrón era que me tenía que
quedar quince días más en Buenos Aires hasta rendirla. Además, me iría mal con
seguridad, hasta el fin de los tiempos, y todavía la tendría previa...
Cuando me estaba haciendo la idea de quedarme quince días más acá,
muerto de calor, el encargado de los pupilos tuvo una genial idea. Habló con el
profesor, le hizo un cuento telenovelesco sobre mi situación familiar, y
entonces el tipo me clavó un 4, con lo cual aprobé truchamente una materia tan
útil para mi futuro... Conclusión: completé 2º año virgen de bochazos y marché
para Entre Ríos.
II
¿Y cómo había llegado yo al Juan XXIII? Venía del San Albano, colegio
en el cual mi estadía fue efímera. Me habían anotado antes de comenzar las
clases para mi segundo año. Me dejaron en el internado el domingo a la tarde.
Era un colegio inglés con disciplina casi militar. No podías hablar en
castellano, debías hablar todo el tiempo en inglés (aun en el recreo y con tus
compañeros). Y si un compañero te escuchaba hablar en castellano, te
buchoneaba.
Desde que llegué, todo lo que veía me parecía mal. A otro compañero de
apellido italiano (Peroni) y a mí se nos burlaban por ser de ascendencia tana.
Casi todos portaban apellidos propios de los nacidos en el Imperio. Y si era el
segundo o tercero de una familia llevaba el II, o III, como los reyes y los
papas. Se creían nobles los pelotudos. Y a mi compañero tano le cambiaron el
apellido, ya que le decían Perón One los guachos...
Al día siguiente, me encontré con un amigo de mi primer colegio, y me
pasó toda la información sobre éste en el que había caído. Era todo lo que está
mal. Para completarla, a la tarde tuvimos clase de francés, idioma que yo jamás
había estudiado. La profesora me retó (y mal) por mi ignorancia, como si yo
fuera culpable de algo. No le entraba en la cabeza que alguien no tuviera
conocimientos de francés. A mí lo que no me entraba en la cabeza era que una
docente tratara así a un estudiante. Pero finalmente me ayudó a tomar una importante
decisión. Me fugaría de ese colegio.
Como nadie me conocía pues era el primer día de clase, a las cuatro de
la tarde, en vez de ponerme en la fila con los pupilos, me metí en la fila de
los externos (los que todos los días se iban a su casa), y salí silbando
bajito, con lo cual recuperé mi libertad. No les puedo explicar mi felicidad
luego de huir de allí. Esta vez, a diferencia de todas las otras, me escapaba
para no volver. Y no volví ni a buscar mis cosas.
Cuando iba en el tren que tomé para ir hasta la casa de mis tutores
—unos amigos de mis padres—, prendí un cigarrillo y me puse a fumar. Yo estaba
con el uniforme. Se acercó otro alumno del colegio, mayor que yo, y me dijo de
mal modo que no fumara estando uniformado. Entonces me saqué el escudito y la
corbata y seguí fumando. Me miró como diciendo "mañana te agarro". Me
debe estar buscando todavía...
Cuando llegué a la casa de mis tutores, les dije llorando que a ese
colegio no volvía más y, contra todos mis pronósticos, atendieron mis razones.
Luego de que le comunicaron la "buena nueva" a mis padres, al día
siguiente comenzamos a buscar colegio por donde ellos vivían, en Belgrano. Y
así fue como caí en el Juan XXIII.
III
¿Y cómo había caído yo en el San Albano? Venía del Colegio Ward, donde
había estudiado 6º grado, 7º y primer año. El Ward era un colegio mixto para
pupilos y externos, de tradición cristiana protestante, con valores
democráticos, donde lo religioso no molestaba en nuestras vidas. Quedaba en
Ramos Mejía, y ocupaba un predio de varias hectáreas en el cual se ubicaban sus
distintos edificios. Si bien estaba rodeado por rejas, era tan grande que
escaparse no era nada complicado.
Los alumnos pupilos ingresábamos los domingos a la tarde/noche y
salíamos recién el sábado por la mañana, siempre que no estuviéramos
castigados. Era la mañana de un sábado de 1972, yo era alumno de primer año.
Estaba ansioso porque recién habían llegado mis padres de Entre Ríos, a quienes
no veía desde hacía unos meses. Estábamos a punto de salir cuando nos mandaron
a todos los pupilos a sus respectivos cuartos (en nuestro caso, al Pfiffer
Hall, el hogar de los secundarios).
Allí nos enteramos de que la salida del sábado había sido suspendida.
La suspensión se debía a que alguien —se daba por
descontado que se trataba de un N.N. masculino del secundario— le había afanado
las llaves al señor “dueño de todas las llaves”, quien iba por la vida con su
inmenso llavero colgado en la cintura con las llaves de todas las puertas de
entrada y salida del colegio. El Director
del Internado, Mr. Schneider, nos dijo que hasta que no aparecieran las llaves,
nadie salía.
Harto ya de estar en el único dormitorio que albergaba a todos los
pupilos de primer año, me escabullí sin permiso y me fui de visita a los
cuartos de los cabecillas de los años superiores. Algunos de ellos me habían
"adoptado" como mascota debido a que habían sido compañeros de mi
hermano mayor en primer año, único año que él estuvo en el Ward (mientras yo
estaba en 6º grado).
Así que ahí estaba yo con estos
“amigos” de tercer y cuarto año, escuchándolos con admiración, tratando de
absorber tanta sabiduría. Hasta que uno de ellos tuvo una idea maravillosa.
Debíamos fugarnos. Sí, fugarnos, a lo preso, sin importar que inmediatamente
advertirían nuestra ausencia.
El método elegido debía tener en
cuenta el hecho de que nuestros cuartos estaban en el primer piso, y que las
ventanas de la planta baja tenían rejas. Así, solo podíamos salir por las
ventanas del primer piso, que estaban como a cinco metros de altura del césped
al que pretendíamos llegar. De repente, a uno de estos genios se le ocurrió la
brillante idea de atar dos sábanas entre sí, y el extremo de una de ellas al
respaldo de una de las camas que estaban al lado de la ventana. El largo de las
sábanas no llegaba hasta el césped pero sí nos permitiría llegar hasta la
ventana enrejada.
Yo, feliz, pensando que iría escoltado
por uno de los grandes adelante y otro de los grandes atrás, y que cuidarían
especialmente de mí. Pero no, estos buenos amigos usaron a su “mascota” como
infante de marina y me convencieron de que bajara primero, porque era más
liviano, y otros argumentos pelotudos por el estilo. De lo que se trataba era
de experimentar conmigo antes de intentarlo ellos.
Conclusión, bajé solito y despacio colgado de la sábana. Hasta ahí todo bien. Finalmente, pisé con mi pie derecho la parte superior de la reja de la ventana de planta baja. A partir de allí fue pan comido. Con la agilidad de un mono —en ese entonces era ágil, aunque usted no lo crea— seguí bajando agarrándome de las rejas, hasta que soltándome y de un salto, caí con los dos pies sobre el césped al mismo tiempo y sin tener que hacer demasiado esfuerzo.
Corría una leve brisa y yo me sentí
inundado por una sensación de libertad indescriptible. Cuando estaba por
comenzar a caminar hacia la libertad, fuera del perímetro del Colegio, sentí
que alguien me agarraba de la oreja violentamente, sacudiéndome la cabeza al
grito de:
—Gggguashhhouuu de miegggda!
¿Y éste que hablaba como un nazi quién
era? Alguien a quien yo en tres años de pupilo jamás había visto: Mr. Baumann,
el Director General del Colegio Ward.
Y la puta madre que lo parió.
Finalmente, mi tentativa de fuga me
costó tres días de suspensión, con lo cual me enviaron al hotel con mis padres
desde ese sábado al mediodía hasta el martes. La pasé mejor que si no hubiera
estado castigado.
Ésa no fue ni mi primera ni mi última
fuga. Eso sí, fue la más cinematográfica de todas.
Y como
ésa no había sido la única suspensión, a fin de año el director del internado,
Mr. Schneider, le informó a mi tutor que el año siguiente no sería bienvenido. Y así fue como caí en el Colegio
San Albano.